Pilar
Alberdi
«En verdad,
en verdad os digo que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere,
queda solo, pero si muere produce mucho fruto». San Juan 12:24
Hay en San
Petersburgo un viento que siempre llega del Báltico; el que se posa sobre los
grandes árboles y deja un canto entre las hojas que danzan como castañuelas
junto a las alas de los grajos; el mismo que silba en las marismas.
Dice la
leyenda de esta ciudad que una muchacha estaba dispuesta a contraer matrimonio
con el capitán del primer barco con velas rojas que llegase a puerto, y un
capitán que sentía amor por la muchacha hizo teñir las velas para ganar su
afecto.
Me pregunto:
¿cuántas muchachas han tenido un sueño de amor y cuántos hombres han sido
capaces de llevarlo a cabo?
Espero la
llegada del solsticio de verano en el malecón que da al río Nevá, justo
enfrente del Palacio de Invierno. Mientras la gente llena los huecos que quedan
libres, los vendedores de corazones de papel rojo, que luego subirán al cielo,
aumentan rápidamente sus ventas. Son adolescentes los que se los compran: ¿creen
en el amor? Por eso, a las doce de la
noche numerosos corazones rojos comienzan a cruzar sobre el río desde la otra
orilla, mientras les siguen los que se encienden desde la nuestra.
Un viento frío
invita a pensar que el invierno todavía no se ha marchado de San Petersburgo, y
lo a gusto que estaría yo en la habitación del hotel con un libro en las manos;
pero he venido a vivir esto, y aquí estoy: casi helada pero bien
Es a las dos
de la madrugada cuando se abre el Puente del Palacio, y comienzan a llegar las
primeras embarcaciones; completarán el recorrido por el cauce del río Nevá. Vienen
precedidas de un concierto de músicas, luces y algarabía. Ya comienzan a
destacar más allá de los cuerpos y las cabezas que pugnan contra las
barandillas que dan al río para observarlas. ¡Ya llegan! En las cubiertas de
los barcos, las personas bailan, cantan, brindan con sus copas en alto, saludan
hacia ambas orillas. El agua se tiñe de colores y el aire recoge viejas
canciones populares que expande de un lado a otro sobre las luces de las
farolas que besan el oscuro río recordando la leyenda.
El clamor ha
pasado. Todavía algún rezagado compra y enciende algún corazón rojo que parte
indómito frente al Palacio. Es ya bien entrada la madrugada cuando los
petersburgueses regresan a sus hogares y los turistas a sus hoteles. Yo estoy
en el hotel Moscow, frente al Monasterio de Alejandro Nevsky, a cuyo lado están
los cementerios de San Lázaro y Tijvin. Es un hotel de amplias dimensiones,
espacioso, con un toque de los años 50. Desde la ventana, junto a la entrada
del monasterio, veo una grúa moviendo tierra, mientras por la calle comienza
lentamente a aumentar el número de autobuses, trolebuses, coches,
motociclistas, y la presencia de rápidos peatones. Recién comienza la madrugada,
pero es casi de día.
Frente a la
entrada del monasterio se detiene un autobús, ni viejo ni moderno. De él bajan presurosas
una decena de mujeres con las cabezas cubiertas con pañuelos coloridos cuyas
puntas ondean sobre sus abrigos a causa de las ráfagas de aire que trae una
brisa gélida del norte. Un pope, vestido de negro, sosteniéndose el sombrero
con la mano para que no se le vuele, sale ágil a su encuentro, da varias veces
la mano, realiza algunas pequeñas reverencias con la cabeza, y pronto encauza y
dirige al grupo por un camino ancho hacia la majestuosa basílica que está un
poco más allá de los cementerios de Tijvin y San Lázaro.
El viento que
llega del golfo de Finlandia alza con fuerza las gaviotas y palomas que veo
pasar frente a la ventana para luego dirigirse al río.
Cada amor que
nace para la vida desconoce que se apagará y morirá. ¿Si conociera su destino
nacería? A la muchacha que soñó con un barco de velas rojas y un apuesto
capitán que cumpliese su sueño, seguramente también le sucedió. Tuvo que
aceptar con el tiempo que lo mejor de ellos moriría en el final de sus días, ¿o
no? ¿Me pregunto qué sentiría aquel capitán que pinto las velas de rojo por una
muchacha, que sentiría ella por aquel marino?
Duermo unas
horas y pronto estoy listo para salir a la calle nuevamente. Me atrae la idea
de visitar esos cementerios, incluso el monasterio; de ir tras los pasos de las
mujeres y el pope; de dejarme empujar por el viento como las gaviotas.
Bajo a la
primera planta que es donde está el restaurante. Desayuno. Media hora después
salgo a la acera. Me cruzo con un grupo de turistas rusos, familias con niños y
adolescentes, que acaban de llegar.
Cruzo la
Avenida. En una pequeña tienda de objetos rituales, cerca de la grúa y del
lugar donde se había detenido el autobús con las ancianas, intento sin éxito
hacer una fotografía de un pequeño altar, la persona que atiende tras el
mostrador, me indica con el ceño fruncido y un gesto de su mano que no la haga,
y yo que no encuentro razones objetivas para esa negativa, me marcho ofuscado sin
comprarle nada.
Ya en el
cementerio de Tijvin, saco del bolsillo de mi abrigo una libreta y un
bolígrafo. Estoy de pie frente a la tumba de Dostoievski. Sé que puede parecer infantil,
pero estoy muy emocionado y siento el deseo de abrazar su estatua. ¿Qué sentido
tiene? No lo sé, pero aquí estoy, es mi testimonio; doy fe de que ha vivido, yo
le he leído, he intentado comprender su vida; sus infortunios, me digo, nada
fue en vano. Sus ojos me observan desde su busto de mármol. Sobre nuestras
cabezas, la suya pétrea y la mía aún viva, las hojas de los álamos negros se
mueven dulcemente y el viento produce un sonido especial, un ronroneo muy
suave, que invita a mirar al cielo constantemente como si allí arriba entre las
hojas, estuviesen ángeles, cuchicheando sobre nosotros y la vida o ¡vaya uno a
saber sobre qué!
Dejo atrás la
tumba del escritor, mientras paso junto a las de los músicos Tchaikovski,
Stravinski, Borodin, y el famoso maestro de ballet Petipa. Luego, me dirijo fuera
del recinto con la intención de pasar al otro cementerio, el de San Lázaro, que
está justamente enfrente. Apenas unos minutos después, muestro el ticket de
entrada que incluía la visita y paso. Observo este nuevo espacio que me parece
más antiguo que el anterior, pronto descubro que lo es, y un recuerdo viene a
apuntarme las palabras del poeta español Luis Cernuda cuando dice: «Esto es el
hombre. Mira/ la avenida de tumbas y cipreses». Sí, no sólo observo, sino que
soy consciente de lo que miro, el aspecto del cementerio es decadente, antiguo,
triste, melancólico; es la primera vez que lo veo y, acaso, la única.
Seguramente, nunca volveré por aquí.
Figuras
simbólicas adornan algunas de las tumbas más antiguas, extrañas calaveras con
cráneos y mandíbulas de formas casi rectangulares, y también hay imágenes
esculpidas en las que se puede ver árboles con una rama rota o caída, una
alegoría permanente por los seres queridos fallecidos. El frío mármol habla sin
poder detener el tiempo.
Recorro los
senderos mientras admiro con respeto reverencial las viejas tumbas y criptas, y
es poco después, cuando me dispongo a salir con el pensamiento ya puesto en la
excursión que haré al día siguiente al cementerio de Novodévichi, también en la
ciudad de San Petersburgo, en donde está enterrado el escritor Chéjov, cuando un
sorpresivo gorjeo me detiene y me obliga a mirar hacia lo alto. Lo primero que
veo son miles de hojas moviéndose bajo pequeños lagos de cielo azul y nubes
blancas. Pero ¿qué más hay allí? Como no sé hablar ruso, al escuchar el canto
grave de unos pájaros que no alcanzo a ver entre las altas ramas de los
árboles, señalo con las manos hacia arriba, y con un gesto le pregunto a la
mujer que cuida esta parte del cementerio, qué clase de pájaros son esos; sin
duda, se trata de córvidos, acaso una corneja, un cuervo o un grajo. Ella
también mira hacia arriba. Por más que lo intento, no logro verlos; sobre los
álamos, la dorada luz cae en gotas ambarinas y blancas de un cielo azul
prístino e impoluto. Los pequeños círculos de luz como goterones cubren el
sendero.
La mujer que
está vestida sencillamente, con la cabeza cubierta con un pañuelo, los hombros
y la espalda un poco encorvados, es pequeña, regordeta, rubia, de ojos azules, y
amplia frente en donde sus infinitas arrugas parecen olas. Tengo la sensación
de que, sin comprender mi idioma, sabe de qué le estoy hablando porque a veces
los gestos indican más que las palabras. Y como si me conociera de toda la
vida, como si yo fuera a ese cementerio todos los días o lo visitara tan solo una
vez al año, comienza a hablarme en ruso. Es verdad que yo sólo hice un gesto
que ella supo interpretar a la perfección, pero también podía haber encontrado
en mi figura algún detalle que me delatara como un turista, por ejemplo, la
cámara de fotos o la libreta de notas, o la ropa acaso distinta, en cambio,
ella sigue hablando para mí en ruso, cuchichea en voz grave y baja, casi como
la de esos pájaros que estamos oyendo, dulcemente, extendiendo más y más las
palabras, unas detrás de otras, prolongándolas entre suspiros, mirando al
cielo, a las ramas altas de los árboles o mirándome con esos ojos azules
directamente, y cuando lo hace, sí, siento que me toca con su alma rusa, y
rápidamente señala hacia arriba otra vez y luego lentamente hacia la tierra, se
acerca a las plantas que tiene delante, a nuestros pies, y mueve suavemente
unas hojas lanceoladas que caen desde el bordillo del camino hasta rozar el
suelo, como si algo, no sé qué, que a ella todavía le preocupa, hubiese caído
allí alguna vez. No sé muy bien qué ha querido decirme, ¿qué las aves bajan, que
hacen sus nidos en tierra, que los huevos o los polluelos caen de los nidos?
Los pájaros siguen hablando en lo alto. Su canto es suave. La mujer también ha
terminado de hablar y ahora, satisfecha con las explicaciones que me ha dado en
ruso, me sonríe afablemente como diciendo: «Ya está, eso es todo».
Me pregunto
quién es, quiénes fueron los suyos. ¿Sufrieron en los tiempos del Zar, acaso en
los años de la Revolución Rusa, tal vez en los de la Guerra Fría? ¿Quién es esa
mujer que me contó una historia en ruso que ella conoce muy bien por pasar aquí
todos los días de su vida?
Ella ha vuelto
al cubículo de madera donde espera a los visitantes. Los pájaros encima de
nuestras cabezas siguen gorjeando y el viento se apresura una vez más entre los
troncos de los árboles y hace hablar también a las hojas de las ramas punteras
con un silbido grave, como si alguien estuviese allí dando palmas, mientras las
doradas cúpulas del Monasterio de
Alejandro Nevsky acaparan el último sol de la tarde.
Han pasado
meses desde entonces, ¡qué digo meses!, pronto se cumplirá un año de mi viaje a
San Petersburgo, y aquella mujer me sigue hablando en el recuerdo, con idéntica
dulzura. ¿Grajos, cuervos, cornejas? ¿Qué pájaros eran aquellos? Yo, a veces,
los llamo: «los grajos de Dostoievski».
Pero ¡qué importa! Lo que vale es esa imagen, esa anciana rusa y yo, un
turista anónimo, dos desconocidos en el cementerio de San Lázaro bajo el sol de
mediodía de un lejano mes de junio; ella y yo, frente a frente, entre un mar de
palabras rusas y mi silencio, mientras los pájaros gorjeaban sobre las tumbas
de algunos de los más grandes escritores rusos.
Notas:
La frase
del Evangelio de San Juan, citada al inicio del relato, aparece como Epitafio
en la tumba de Dostoievski, y es el epígrafe de su novela Los hermanos
Karamazov.
Sobre este
cuento: lo escribí hace ya bastantes años. La historia es verdadera. Yo estuve allí con mi esposo, Ernesto. Él
cumplió años viendo pasar esos barcos por el río Nevá. La leyenda seguía viva.