martes, 29 de diciembre de 2009

"PLATERO Y YO". RELECTURA FUNDAMENTAL

Hace tiempo leí la versión larga de Platero y yo, con notas de Ana Suárez Miramón (Biblioteca Didáctica Anaya). Las notas me permitieron apreciar las veces que aparece la palabra «azul» como símbolo del modernismo, y el «amarillo» y sus variaciones («oro», «cobre», etc.) como símbolo impresionista.
¿Cuánto tiempo hace que no releía Platero y yo? Mucho.
Hacia 1980 fuimos a visitar la casa del poeta en Moguer, y el cementerio donde está enterrado junto a Zenobia. Recuerdo que Ernesto, mi esposo, hizo numerosas fotos y yo redacté varios artículos para medios periodísticos en los que colaboraba.
Ya entonces supe (me enteré en aquella visita) que Platero era la síntesis de varios burros, algo que Ana también comenta en el libro.
En esta lectura me ha llamado la atención ese deseo de llevar al personaje a la azotea, a la torre, al borde del aljibe. Ese amor y respeto por los animales: perros, burros, etc.
Al vivir en Andalucía, en este rincón de Málaga, he disfrutado al ver qué bien retrata (eso significa que las ha vivido intensamente) las flores (rosas, heliotropos, madreselvas, verbenas, espadañas, amapolas, clavelinas, margaritas, geranios, lirios, lilas, azahares...); los frutales (naranjos, mandarinos, granados, manzanos, higueras...); otros árboles como los pinos, cipreses, falsos pimenteros, acacias...); y aves como jilgueros, verderones, golondrinas, gorriones, mirlos, abubillas, estorninos, cuervos, palomas. Nombra un árbol donde debió haber un cuco y de manera literaria a un ruiseñor. Heché en falta algún petirrojo o algún carbonero común. Y supongo que, por aquella época, aún no había cotorras argentinas en bandadas de doce o trece ejemplares como se ven ahora.
Me agradó saber que el emblema de los libros de Juan Ramón era unas hojas de perejil, y que se nombra en uno de los últimos capítulos una corona de perejil como simil de una de laurel que el poeta ha puesto a Platero como ganador de una carrera con los niños, sobrinos del poeta.
También he disfrutado mucho con esos «Marco Aurelios de los prados» como llama a los burros; y esas «amapolas pasadas de sol», o esas «avispas orinegras».
En algunos pasajes de esta versión completa he detectado un doble mensaje en donde se puede ver el talante triste y melancólico del poeta y he percibido con claridad su modo de hablar, reflejado en la forma de estructurar las frases con separaciones fonéticas cada cuatro palabras, aproximadamente. Por ejemplo, la primera frase del capítulo titulado El perro atado, dice: «La entrada del otoño/ es para mí, Platero/ un perro atado, ladrando/ limpia y largamente en la/ soledad de un corral, de/ un patio o de un jardín». (Las separaciones son mías).
Creo que todos los escritores deberíamos releer de vez en cuando obras para niños, hablo de obras de calidad, por aquello que dijera también Andersen de que él buscaba cuando escribía para niños un tema para adultos, y luego lo desarrollaba como si fuera para niños.

CUANDO YO ERA JOVEN...

Este relato, «Cuando yo era joven», actualmente titulado «La nieta de Juan Reinosa», junto a los titulados «En Cercedilla, a 19 de marzo de un año de mil novecientos...» y «El protagonista» de Pilar Alberdi, obtuvo el Premio Relatos 2000. Feria del Libro de Madrid junto a los relatos «El hermano del famoso autor» de Peter de Leeuw, «Enhorabuena a los novios» de Mónica Plaza Murcia y «El gato Ignacio y su rabo» de Óscar Lucas González Castán. Edición de Plaza & Janés (Barcelona 2001). Volumen: 42. Serie Relatos. Colección dirigida por Ana María Moix.


Dicen que Juan Reinosa llegó a Guinea mareado por un barco y abrazado a una botella, y que partió de allí anclado a un recuerdo. No sé, no sé...
«Juan Reinosa volverá algún día», gustaba decir la abuela Marta, mirando a sus setenta años las puntillas blancas del mar. «Somos como el café -apuntaba ella-, y el buen café nunca se olvida».
Como el café y el rojo amarronado de la tierra, como nuestros ojos repletitos del verde de las palmeras, los platanares, los cerrados bosques.
La abuela Marta murió creyendo en la palabra dada por Juan Reinosa. «Volverá», decía todavía a los ochenta años, y a los noventa y tres lo seguía diciendo. «Cualquier día de esos aparecerá por el camino de los cafetales con su cabello negro y sus ojos verdes, con el birrete de la legión, y la borla roja a punto de suicidarse sobre la frente».
-¿Y es joven el abuelo? -le preguntábamos-. A lo que ella contestaba: «Mucho». Porque el abuelo se quedó joven y tieso de tanto perdurar en una única imagen. «Tengo una foto... ¡Hija! -gritaba a nuestra madre-. ¿Dónde está la foto del abuelo Juan Reinosa?»
-¡Dónde va a estar! -contestaba nuestra madre, siempre malhumorada con aquel hombre que las había abandonado-, se la comió la humedad de la última lluvia.
-¿Que se la comió quién? -gritaba la abuela.
Mi madre replicaba:
-¡La humedad...!
-¿Cómo se la va a comer la humedad? -contestaba la abuela.
-Mancha a mancha, madre, mancha a mancha... -contestaba su hija. Y decía aquello como si hablara de un mal bicho-:La humedad, esa humedad... -Siempre dispuesta a abrir sus fauces gigantes, como si de un cocodrilo o un león se tratase.
Por aquellos tiempos, vivíamos en un poblado de casas bajas. La nuestra como las de los demás vecinos, era una casita pobre de tablas de madera pintadas de verde. Allí habitaba junto a todos nosotros el recuerdo de Juan Reinosa, quien después de marcharse a la Península escribió, en total, tres cartas, prometiendo que volvería.
La abuela para consolarse decía: «Se habrá muerto de un golpe». «O de dos» murmurábamos nosotros, porque cuando yo era niña, no me daba cuenta de cuán grande había sido el amor de la abuela por aquel hombre.
A veces, fumando en su pipa de madera dura, sentada en una vieja silla (que estaba más coja que ella) y mirando las rocas que se adentraban en el mar, repetía en voz baja como para que nadie más que ella lo oyese: «Juan Reinosa, no puedo creer que te hayas casado con otra; aquí te espero». Y era... hasta lógico, ¿no?, cómo no iba a esperarlo, «porque el que se queda -opinaba ella-, se queda con la mejor parte». O sea... pensaba yo, con la selva y los vestidos de las hermanitas de la Caridad y la crecida oscura del río bajo la mirada indiferente de un día nuevo y azul.
«Guinea es esto» afirmaba la abuela mirando al horizonte; y aunque no sabíamos bien a qué se refería seguro que me incluía a mí que en ese momento la estaba mirando con una gran sonrisa blanca bajo mi negro cabello encrespado peinado con lacitos de colores.
Otros días me decía: «Tienes... la sonrisa de Juan Reinosa». Pero no sólo tenía la sonrisa, esto lo supe luego, mientraqs los quince, los dieciséis, los diecisiete años me acercaban a la juventud, porque comencé a tener su ímpetu, su deseo de ver tierras nuevas, su coraje o... su inconsciencia.
La abuela me vio marchar... y es seguro que por segunda vez pensó: «Ahí va Juan Reinosa», pero no lo dijo. Al menos, no a mí; de esto, hace ya varios años.
Pienso en todo ello, mientras miro pasar los coches y la gente por la avenida que da a la Alameda y al Paseo de los Curas, en esta ciudad tan parecida a otras ciudades.
Alegre e inquieta a la vez, estoy esperando la llegada de un camión-grúa, y mientras lo hago, clavo la vista en las tiendas que hay enfrente: una óptica, una tintorería, una casa de revelado de fotos, una sucursal bancaria.
Delante mío, acaba de frenar el camión. Los demás coches pasan lentamente junto a él, y siguen adelante cuando el semáforo les da luz verde. Mientras el motor de la grúa se pone en marcha y el brazo comienza a moverse, espero en la acera donde una media docena de alegres y espontáneos niños observan todas y cada una de las maniobras. Al poco rato, casi ha sido cuestión de un instante, el camión se marcha. Ha dejado enla acera una especie de casita de juguete con techo rojo. Los niños, asombrados, intentan demostrar a sus madres lo que han aprendido en el colegio, leyendo en voz alta:
-He... la... dos... Fri...
-¡Go! -digo yo, y les sonrío con mi gran sonrisa blanca pensando en mis futuros pequeños clientes, ahora que van a acabar las clases y el calor aplasta el aire caliente contra el asfalto.
Desde dentro del quiosco de helados, miró hacia las tiendas porque esta visión, la de las tiendas de enfrente, las de la nuevas franquicias del siglo XXI, será a partir de hoy, mi golfo de Guinea de todos los días.
Al observar a estos niños y adolescentes, al oírlos... recuerdo con nostalgia y placer aquellos días de mi juventud, cuando tenía todo el futuro delante de mí y salí de Guinea y me vine a España, mientras mi abuela decía: «Ahí va, Juan Reinosa». Casi puedo oírla. Pero yo volveré. Volveré. Lo prometo.

PRESENTACIÓN

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Pilar Alberdi