Porque el orden de los personajes no altera el producto, el malo siempre será el malo. Por eso, el buen teatro siempre responde a un dilema moral. Y el de Shakespeare, lo hace. Las preguntas son básicas: ¿puede este amor superar las circunstancias adversas que lo rodean? (Romeo y Julieta); ¿este villano salirse con la suya? (Ricardo III); ¿ese anciano comprender quién le será fiel en la vejez? (El rey Lear); ¿ese hombre dominar sus pasiones? (Otelo); ¿ese joven aceptar la realidad tal cual es? (Hamlet). Cada una de sus obras parece responder a una pregunta. Y son muchas, y se multiplican, además, con las relecturas.
El gran sentido del drama que tiene Shakespeare, a mí, siempre me ha resultado admirable. No precisa de escenografía no sólo porque la época isabelina veía el teatro de ese modo, sino porque con las palabras líricas del autor alcanza y sobra para crear esos ambientes, al margen de que también puedan ayudar el vestuario, las armas, los sonidos y, por supuesto, la presencia de las actrices y actores que dan vida a la obra.
Sin duda, el escritor fue un gran lector de obras clásicas del teatro griego y latino. La utilización del Coro para presentar la historia o la utilización de un personaje con el mismo fin, lo hacen evidente. También las repeticiones y anticipación de datos favoreciendo la comprensión de hechos que sucederán más tarde, nos habla de su conocimiento del cuento popular. En cuanto a los refranes, los utiliza constantemente. Por ejemplo, en Romeo y Julieta, regala al oído del pueblo esas repeticiones que el vulgo sabe de memoria porque las utiliza a diario y, por tanto, las disfruta enormemente. Seguramente, mientras las escuchaban, el público estaba pensando: «totalmente de acuerdo», «eso mismo hubiera dicho yo», «por supuesto que es así». Responde de este modo Shakespeare a la cultura oral con la cultura oral.
Estos fines de semana de un invierno mediterráneo especialmente lluvioso, siempre que puedo, especialmente las noches de los sábados o las tardes de los domingos, vuelvo a la relectura de obras de teatro de los grandes maestros. Me gustaría señalar algunos de mis preferidos: por supuesto griegos y latinos, siempre; y más cercanos a nuestro tiempo: Molière, Henrik Ibsen, Luigi Pirandello, August Strindberg, Mauricio Maeterlinck, Henry de Montherlant, Federico García Lorca, Jaciento Benavente, Arthur Adamov (muy especialmente en su versión de la obra Almas Muertas de Nikolái Gogol), Tennese Williams, Jacques Deval, Arthur Miller, Bertolt Brecht, Samuel Becket, Eugene Ionesco, Friedrich Dürrenmatt, Peter Weiss, Torny Lindgren...
Pero retornar a Shakespeare es siempre una sorpresa. Se percibe un acierto detrás de otro, y nunca los mismos porque con cada relectura el placer cambia. En su historia de amor, Romeo y Julieta, que en el recuerdo de la obra vista en el teatro siempre aparece más suave de lo que es por escrito, me impresiona la gran crueldad que muestra el padre hacia Julieta cuando quiere imponerle un matrimonio concertado por él. Pero esa crueldad no es anormal para la época, sino normal en el sentido de que responde a condicionamientos que podemos decir que hoy también existen. Es decir: quiero que estudies ésto; que te cases preferentemente con alguien de nuestra misma clase social o religión, etc. También es llamativa la frialdad de la madre y esa distancia en el trato, propia de una época en que las criaturas eran entregadas a sus ayas. Pero qué no podríamos decir de este tiempo, en que las guarderías suplen muchas veces el cariño, y la distancia en el trato y el control de las conductas no logra hacerse efectiva con el paso de los años. Así, en el otro polo, la ternura y el amor de la nodriza hacia Julieta nos llama la atención. Por esa niña de sus ojos, esta mujer del pueblo, pondrá en juego hasta su propia vida por amor a Julieta, y es lo mínimo que una madre daría por sus hijos. Hay un momento curioso en el texto que nos recuerda la obra Lisistrata de Aristófanes, justo cuando los señores Capuleto y Montesco cerca del inicio de la obra quieren pelearse y sus mujeres como defensoras de la posible paz entre las dos familias, los tratan respectivamente como a un niño y como a un anciano. En un caso la mujer de uno sugiere a su esposo que debe cambiar la espada que está pidiendo por una muleta, y en el otro le ordena tajantemente que se detenga y que no busque pelea con su vecino.
Algunos escritores son muy buenos observadores. Gracias a eso pueden reflejar la vida tal como es en sus personajes. Pero no sólo es eso, son personas sensibles. Conocen la alegría y el sufrimiento humano, en sus emociones básicas: las del placer y las de dolor; las han vivido en sus propias carnes, y porque pueden comprenderlas, saben transmitirlas cabalmente a los demás. Resulta maravilloso comprobar la sabiduría psicológica de Shakespeare (Acto III, Escena III) en el momento en que Fray Lorenzo dice que «los locos no tienen oídos» hace responder a Romeo: «¿Cómo han de tenerlos cuando los cuerdos carecen de ojos?» ¡Es una verdad tan grande...! Generalmente el que se queja de que otro no le oye, o no le hace caso, no está viendo qué está pasando ahí, ni siquiera ha visto o no quiere ver qué parte de eso que está pasando ahí (falta de interés de un adolescente por el futuro, inapetencia, confusión, odio, enfermedad) le pertenece, ha sido en todo o en parte, obra suya. Tal vez por eso me gusta Macbeth. Porque es claro y concreto.
En domingos como el de hoy en que es un placer estar cerca del fuego del hogar una comprende cuán débil es el corazón humano. Ahí están las Fatídicas Hermanas con sus cazos y sus pucheros haciendo conjuros y prometiendo coronas regias; ahí el débil Macbeth cruzando la frontera entre el bien y el mal a cambio de una prebenda; más allá Lady Macbeth quien incitándolo será la que luego con la conciencia semiperdida intente lavarse, frotar inútilmente sus manos en el aire como si lo hiciera bajo un chorro de agua gélida, comprobando ante la silenciosa mirada de los demás, que las manchas de sangre, las rojas manchas de sangre de la corona regia que ella misma ha ayudado a usurpar permanecen en su piel aunque sólo sean visibles para ella.
Tiene Macbeth como otras obras de Shakespeare ese saber llegar al climax con una economía de palabras sorprendente y con la precisión de aquel que sostiene firmemente el arco y dispara desde el inicio la flecha hacia el lugar correcto, el final, donde la verdad que ha estado oculta se hace por fin visible. Y para ello no necesita mostrarnos el dolor del pueblo, sino el dolor que son capaces de infligirse entre sí, las mismas personas que conviven y se relacionan en las más altas esferas del poder.
De la poesía al teatro, del teatro a la poesía. Ese fue el recorrido que hizo Shakespeare. Si aplicamos esto a los demás géneros, yo diría a los jóvenes escritores que prueben a hacerlo; que transformen su poesía en teatro, sus relatos y novelas en guiones cinematográficos, y así cuantos cambios formales consideren. Que estudien de todas las teorías literarias, es decir, de todos los géneros un poco. Eso les hará comprender mejor cómo están tramadas las historias, y cómo puntos focales que son importantes en un género pasan a un segundo plano en otro y cómo lo que en un género es parte de la historia secundaria en otro pasa a un primer plano.
Ya para terminar resaltaría el gran acierto de algunas de las frases de Shakespeare que han pasado a la historia como «mi reino por un caballo» en su Ricardo III; o «el cielo está aquí donde vive Julieta» (Romeo y Julieta) que da pie a una enumeración de esa cantidad de seres que pueden ver a Julieta, incluso los ratoncillos, pero no él, condenado a un fatal destierro. Pienso también en Macbeth y siempre recuerdo las brujas con sus conjuros favoreciendo a los perversos, ese bosque de Birman acercándose a Dunsinane, y esas últimas palabras... «Tomorrow, and tomorrow, and tomorrow...» («Mañana, y mañana, y mañana...») Porque los malos de Shakespeare al final parecen comprender lo absurdo de su destino que es ser una persona más como las demás que va camino de la muerte; para decirnos finalmente que «la vida es una sombra que pasa (...), un actor representando su papel».
Un tiempo atrás se llegó a dudar de la existencia del autor, ¿nos sorprende? No ha de sorprendernos. Y hace muy poco tiempo desde sectores católicos se ha llamado la atención sobre el cristianismo de Shakespeare, que de ningún modo está oculto en su obra, sino bien visible para quienes lo leemos habitualmente.
Por último decir que casi todas las obras del autor tienen numerosos personajes. Digo ésto y ya para terminar porque sólo el que conoce cómo se traman las obras puede darse cuenta de la importancia del número de personajes y del papel que cada uno de ellos juega. Esto es algo que han comprendido algunos autores muy bien. Los que plagian no, porque en general van en zig-zag y no saben a dónde van. Así cuando decimos simplemente Alicia en el País de las Maravillas, quizá nos llega mentalmente la figura de la niña, del conejo, de la reina y de los naipes, y algún otro personaje pero en esa obra hay sobre treinta personajes para hacer resaltar a unos pocos y en especial a una niña de nombre Alicia. Y lo mismo podríamos decir de una película como la que transcribe el guión de Casablanca con numerosos personajes al servicio de la pareja principal.
Shakespeare debió ser un gran estudioso de la literatura clásica, no tengo dudas, a la que reelería constantemente, renovando y dando impulso al género con una fuerza que supo llegar hasta nuestros días y que no se detendrá en el tiempo, al menos mientras la humanidad siga su curso y este mundo siga siendo habitable.