Por: Pilar Alberdi
Sonrío mientras escribo el título. Hace años que existe la moda, no sé mejor manera de definir el hecho, de colocar un título para un libro, que contenga una referencia literaria. ¿Imperativos del mercado editorial? No lo sé. Encontraría mil justificaciones, y todas ellas válidas. A fin de cuentas, si de dos o tres palabras que componen el título, ya utilizas una o dos muy conocidas por el público, parecería que se lleva ventaja. ¿Será eso? Yo misma utilicé en una artículo de psicología una referencia a un escritor ruso excelente como es Dostoievski. El título «La metáfora de la escalera de Dostoievski» recogía las palabras de Bela Martinova, editora y traductora para la Editorial Siruela primero y luego para Ediciones de Bolsillo de los relatos de Fiódor M. Dostoievski. Sus palabras en el prólogo a esa última edición, hacían referencia a la necesidad que tenían los perterburgueses del siglo XIX para sobrevir en el estamento burocrático. No sé si el concepto lo inventó ella, pero a mí me dió mucho qué pensar y me sirvió para escribir un artículo de psicología.
Bien, no me atrevería a decir que yo no caeré en este pecadillo, porque tengo aún inédita, una novela larga de tema histórico, y con una clara referencia literaria en su interior, que no será visible en el título, al menos, eso espero.
Y ya que hablamos de modas...También esta esa otra moda de comparar a un escritor actual con otro u otros del pasado. Realmente, una va a las librerías y se confunde... Se nos dice que los escritores menganita o sultanito, resultan una mezcla, pongamos el caso entre Fitzgerald y Chandler, o entre... Da igual. ¿Es que a una escritora o escritor actual no se lo puede vender por sí mismo? Pues parece que no, que hay que recurrir a la referencia literaria.
La verdad es que en nuestra casa nos levantamos temprano, y nos acostamos siempre tarde. Eso es lo malo. Recuperamos algo de sueño los fines de semana. Supongo que todo el mundo, al menos en España que nos dedicamos a estirar las horas..., vive de forma parecida; lo cual implica que antes de amanecer ya esté caminando por la costa acompañada de Luna, una preciosa perra, casi tan mayor como nosotros, según la edad de los perros comparada con la de las personas. A esa hora, el paseo marítimo cuenta con numerosos pescadores en la playa, hoy conté seis; además de quienes como yo caminan, corren o van en bici. Varios restaurantes y cafeterías ya están abiertos, incluidos las de un par de hoteles, por lo que no es extraño que en el aire, además del olor a salitre y yodo, se perciba el tentador aroma a café y bollería, mientras por la playa un tractor con sus luces encendidas arrastra la máquina que remueve la arena y hace bailar de forma estrepitosa las conchas y las piedras sobre un fino tamiz metálico. Hoy en el mar no había ni una ola.
Y venía a cuento todo esto, porque de regreso, me puse a mirar veletas, que abundan en los tejados de las casas del barrio. Las de aquí, por lo general, suelen tener al lado contrario de la flecha que indica la dirección del viento, la figura de un gato o las letras iniciales de los puntos cardinales.
En una época en la que había menos información que la que hay ahora, saber de dónde venía el viento, y no lo digo en broma, podía resultar un tema de conversación interesante. Al menos tanto, como si podría llover , haría buen tiempo; o vendría alguien de visita. Sin olvidar el auge que tuvieron las tarjetas de visita en el siglo XIX y aún a principios del XX. O la importancia de los relojes, que atrapó a nuestros mayores hasta el final de sus días, mientras que la mayoría de nosotros no soportaríamos, aún soportando tantas cosas como soportamos, un reloj de pie con su tic-tac monótono y el sonido de sus campanadas.
Y no se me dio por pensar todo esto porque sí, no, la realidad es que yo salí de casa pensando en una frase de Kafka, así tal cual, que había leído, ni siquiera anoche, sino en la mañana de ayer, y aunque a veces uno pueda llegar a asociaciones totalmente imprevistas, no me imaginé que volvería a casa analizando los adornos de las veletas y sumergida en pensamientos propios del siglo XIX.
Pero no quiero terminar esta nota, sin remitirles a la frase en cuestión. Dice:
«Un libro debe ser como un rompehielos para penetrar en los mares congelados en nuestras almas». Franz Kafka.
En los «mares congelados en nuestras almas...». ¡Qué acertado, Kafka! No toda el alma congelada, sino espacios, zonas. ¡Qué buen psicólogo! Esos mares existen... Están ahí. Lo sabemos cuando no recordando cuándo fue la última vez que lloramos, de repente, algo nos emociona, y se nos escapa una lágrima... Lo descubrimos cuando algo nos impacta. ¡Cuánto sabía ese pobre Kafka, enfermo de tuberculosis, cuya familia acabó en los campos de concentración, y él pidiendo a su mejor amigo que quemase sus manuscritos porque nada, absolutamente nada suyo, le parecía suficientemente bueno!