
Por: Pilar Alberdi
Sólo alguien que conozca o practique el surf podrá entenderte si tú dices «el beso de la ola»... Sabrá que mientras esperas la ola apropiada tendrás que pasar por debajo de algunas otras. Si buscas la siguiente, remarás con los brazos, acostado sobre la tabla, y en cuanto la sientas te dejarás llevar por esa masa de agua, te pondrás en pie de un salto y bajarás hacia la parte más baja de la cresta, virando cuantas veces sea necesario para evitar el rompiente, y así cuantas veces te parezca, hasta que satisfecho del recorrido podrás, si quieres, superarla volviendo sobre la espuma... ¡Y qué placer haber terminado bien el recorrido de una ola! Sabrás que si dos surfistas toman la misma ola, el de la derecha tendrá prioridad de paso. Quien sepa de surf sabrá también muchos términos, conocerá los nombres y los apellidos de los líderes de este deporte, su fecha de inicio y que fue en sus comienzos una actividad de reyes que se sentían dioses navegando sobre las olas del Pacífico.
Quien sepa de surf, quizá tenga como tú, una o más fotos enmarcadas. Por ejemplo esa: de pie en la playa, sujetando tu primera tabla con la mano. O aquella con una tabla a tu medida. O esa otra: los cinco amigos, pongamos por caso —Rodolfo, José, Antonio, Lucas y tú— con los trajes negros de neopreno, todos en línea, sentados sobre las tablas, y cabalgando sobre las olas al final de una tarde de verano. ¿Cuántos años teníais entonces? ¿Dieciséis... Diecisiete?
¿Recuerdas esa foto? Cómo no ibas a recordarla. Era al inicio del verano, y tu único deseo aquel día era que ella, Ana, te viese tomando las olas.
Para eso, como ibais a la misma clase del instituto le hablaste siempre que pudiste de tu afición, y no dejaste de recordarle vuestro día de reunión en la playa para hacer surf.
Como querías ser el mejor, hiciste cursos y viajaste a otras provincias donde las olas eran más altas. Y lo contabas orgulloso a quien quisiera oírte.
Recuerdas aquel día porque pasasteis horas sobre las tablas, tenías la piel de los dedos y de los pies arrugada, y de todas aquellas horas, por lo menos una, se te fue mirando hacia la playa para ver si ella aparecía, y cuando supiste de forma cierta que no te iría a ver ese día, desilusionado pero sin decirlo a tus amigos, saliste del agua, te quitaste el traje, y caminaste con la tabla bajo el brazo por la arena hasta el paseo.
Y por el paseo fuisteis los cinco amigos, como héroes modernos ante las miradas y la admiración de otros muchachos y otras chicas.
Y fue, precisamente, en la zona de los chiringuitos donde la viste. ¡Ana, por fin! Y no fue tomando una copa, ni flirteando con un chico de tu edad, ni charlando con compañeros del instituto, ni con aquel muchacho de la moto de alta cilindrada con el que la viste un día, el que trabajaba los fines de semana en la pizzería conduciendo una motocicleta de reparto, no. Y como no sabías que fuera colaboradora de la Cruz Roja, mayor fue tu sorpresa cuando la viste metida en el agua hasta la cintura, sujetando una silla anfibia junto a otros dos compañeros para que una persona con minusvalía pudiese tomar un baño de mar.
—¡Ana! —la llamaste con la mano que tenías libre.
Ella levantó alto su brazo desde la espuma y te saludó. Y tú, desde tu sitio, podías ver cómo la persona sentada en la silla anfibia sonreía flotando feliz sobre las olas del Mediterráneo.
En ese momento lo supiste: ella no tenía nada que demostrar a nadie. Y quizá por eso, esta foto tuya con tus cinco compañeros en línea esperando las olas, a veces, te resulta extraña, aunque no puedes desprenderte de ella. Es una foto bella y el surf ha sido siempre tu pasión. Porque por increíble que parezca y aunque ella no aparece en la foto, es el único recuerdo que tienes de Ana y de aquel día. Y si pasas la mano por encima de la foto y la llevas hacia la izquierda hacia la zona donde debería estar el chiringuito —aunque tus dedos en ese instante rocen el lomo de un libro o una estatuilla de tu biblioteca— casi te parece que podrías llegar a tocarla a ella, que debería estar allí, entre las sillas anfibias y la furgoneta de la Cruz Roja.
Dicen que ella se fue a vivir a otra ciudad y que trabaja como abogada para una ONG.
Tú no te convertiste en monitor de surf. ¡Lo que es la vida! Ahora tienes una autoescuela. Pero te queda esa foto, la del día en que querías causarle buena impresión, y la buena impresión, sin duda, te la causó ella.©
El beso de la ola integra una colección de relatos con temas de playa, niños y adolescentes. Acaba de ser recogido por la
Revista Aldaba de la
Asociación Itimad de Sevilla, en el número 15 de mayo.