sábado, 22 de febrero de 2014
ARCIMBOLDO. Una visión de Roland Barthes
Por: Pilar Alberdi
Emociona encontrarse con este ensayo, Arcimboldo, retórico y mago,escrito por Roland Barthes sobre la obra pictórica de Giuseppe Arcimboldo (1527-1593). Veamos que tienen uno y otro. Pero comencemos por el segundo, una pintura ideada a través de la conjunción de frutas, hortalizas, animales, para darnos algunos de los retratos más contundentes de la pintura, unos juegos, unas presentaciones que en cuanto se cambia la posición cambia el mensaje, allí donde había un frutero aparece un rostro, en donde una bandeja con dos cochinillos, también otro rostro. Hay algo de truco, sí que nos recuerda a los dibujos animados, de los que hemos tenido ocasión de vislumbrar algunas muestras en la primera pintura china. Hay mucho de vida en movimiento, de interpretación, y de respuesta que se ofrece más allá de la representación. ¿Qué dicen estos cuadros? Supongo que algo así como «si tu crees que la vida es como es, te equivocas», y está bien que nos equivoquemos y, al mismo tiempo, que descubramos.
«Oficialmente, Arcimboldo era retratista del emperador Maximiliano». También, oficialmente, lo era en España, Velázquez, sin embargo, su visión, su aporte y su mirada crítica, superadora del propio personaje y del boato de la corte nos dejaron, en ambos casos, algo más que esa pretendida pintura oficial sometida a los intereses de un momento histórico.
Para hablar de esta pintura, Barthes abre la puerta del recuerdo hacia su niñez. ¿Qué le encantaba entonces? Y recuerda unos juegos cercanos a la idea de estos cuadros. Por ejemplo, dice: «Podemos jugar al “retrato chino”; un jugador sale de la habitación, mientras los otros eligen un personaje; el primero regresa a la habitación y debe resolver el enigma mediante el paciente método de las metáforas y las metonimias:
—De ser mejilla, ¿qué sería?
—Un melocotón.
—De ser collar, ¿qué sería?»
Y el juego continúa y mientras se ejercita la imaginación aparece la figura que había que adivinar, así sucede con los cuadros de Giuseppe Arcimboldo. «Su pintura tiene una carga lingüística, su imaginación es claramente poética: no crea signos, los combina, los permuta, los descubre» y nos asombra, y más, mucho más, esto es lo que afirma Barthes a continuación y me encanta copiarlo aquí: «en eso mismo consiste la tarea del obrero del lenguaje». Sí, señor, así se nombran las interminables horas de estudio, de reflexión y de escritura. Obrero, obrera, eso somos.
Hay un punto barroco en los cuadros de Arcimboldo, y también surrealista, como si esta idea de la pintura, este movimiento, también se hubiera formulado entonces. Y esto es lo importante: «El procedimiento opera en dos tiempos: primero, en el momento de la comparación, apela simplemente al sentido común y plantea la cosa más banal del mundo: una analogía; pero, en un segundo momento, la analogía enloquece, es llevada hasta el extremo, explotada radicalmente hasta su propia negación: la analogía se convierte en metáfora: el casco ya no es como un plato, es un plato». (…) «El arte de Arcimboldo no es extravagante: se mantiene siempre dentro de los confines del sentido común, en las lindes del proverbio; los príncipes hacia quienes iban destinadas estas diversiones debían poder asombrarse con ellas pero también dominarlas». ¿Quieren los príncipes divertirse? Aquí, tienen. ¿Quieren los adultos volver a la niñez? Aquí tienen también. ¿Quieren ver cómo es el invierno, la primavera, la perversión, la creación y destrucción, y cómo aunque no nos guste reconocerlo somos naturaleza? Aquí tienen. Así, todo queda dicho desde el silencio de unas formas y unos colores, desde la combinación y un lenguaje que apela a la inteligencia, al pensamiento que no podrá ser evitado pese a lo fantasmagórico de la visión.
Recuerdo de mis visitas al Museo del Prado de Madrid algunos cuadros de este tipo, y es evidente que aquel estilo se impuso.
Como Barthes es un lingüista que además ama la literatura, profesor, durante tantos años, nos explica cómo en estos cuadros se produce una doble articulación igual que la que se produce en el lenguaje. Las palabras serían los elementos (imágenes), «la carcasa de pollo, un mazo, la cola de un pescado, legajos de papeles», por sí solas, no significan nada sin embargo en cuanto encuentran, se acomodan a un orden producen un mensaje que es en sí, otra cosa. Así, dice Barthes: «Arcimboldo modificará el sistema pictórico, lo forzará a desdoblarse, hipertrofiará su poder significante, analógico, produciendo una especie de monstruo estructural, fuente causante de un malestar sutil (porque intelectual), y aún más penetrante que si el horror procediera de una simple exageración o de una mera confusión de los elementos: porque todo en ellos significa a dos niveles, la pintura de Arcimboldo funciona como una negación un tanto terrorífica del lenguaje pictórico».
Ahora, veamos algunas de estas explicaciones de un modo más concreto: «Una concha sirve de oreja, es una Metáfora. Un montón de peces forman Agua —en la que habitan los peces—, es una Metonimia. El Fuego se convierte en una cabeza envuelta en llamas, es una Alegoría. Enumerar frutas, melocotones, peras, cerezas, frambuesas, espigas para sugerir el Verano, es una alusión. Repetir el pez para formar con él aquí una nariz, ahí una boca es una Antanaclasis (repetir una palabra cambiando su significado). Evocar una palabra con otra con la que comparte una misma soronidad (“¡Qué clara eres, Clara!”), es una Paronomasia; evocar una cosa con otra que tiene la misma forma (una nariz por la grupa de un conejo, es una paranomasia de imagenes, etc...».
Cuánto que agradecer, tener un maestro, Barthes, y una editorial como Casimiro que nos acercan esta visión, esta comprensión de la pintura y, a la vez, de la literatura. Ese camino reversible que también hay entre ellas. Tan lejos estamos ya de todos aquellos maravillosos recursos estilísiticos que los poetas de antes conocían bien que volver a ellos siempre resulta una sorpresa.
El «cifrado y el descifrado», el «efecto de conjunto», el «lenguaje doble», «las figuras reversibles», todo está ahí, conjugándose, adentrándose, expresándose.
Puedo asegurarles que disfrutarán con este ensayo, que no es largo, con las explicaciones claras, contundentes, ejemplares, con ese conocimiento que Barthes tiene del lenguaje y su estructura también aplicable como en este caso a la pintura y, por tanto, y como ya sabemos al discurso, el de la política, el de la publicidad, el que sea, y por supuesto a la imagen y su mensaje. Cada frase, es un acierto. Por último nos comenta la obra de algunos pintores que aplicaron este tipo de doble mensaje en su obra como el caso de Magritte o Marx Ernst.
Imágenes en color —y también en blanco y negro — de los cuadros y bocetos, sirven para comprender mejor lo dicho. Hay un camarero que bien puede parecer un Sancho Panza y un bibliotecario que resulta de una modernidad que raya en lo imposible con su rostro y cuerpo realizado con libros y que bien pudiera parecer uno de estos don Quijote que hemos tenido ocasión de ver en más de una ocasión y que remiten sin duda a este origen.
Por último, hay un artículo titulado Manierismo en la corte del emperador de Achille Bonito Oliva que nos sitúa en ese siglo XVI en el que si bien el artista se libera de pertenecer a los gremios no ganará su libertad creativa y menos aún cuando esté al servicio de un príncipe. Leemos aquí que el artista de esta época ya no es el renacentista, se queda en el manierismo y la cita, mientras ve como «lo real se le escapa por senderos tortuosos y oscuros. El tiempo, el presente, es sólo cúmulo de caminos cerrados, imposibilidad de la acción y de la praxis directa: sólo cabe confiar en la memoria, recurrir a la cultura». Ha llegado el Barroco. Recurrir a la cultura para hacer cultura, para transmitir un mensaje válido y pese a todo encubrimiento y cifrado, sincero. Ese es el tiempo de Arcimboldo que será el pintor de la corte de Praga. Percibimos su desesperación y, a la vez, todo su misterio. Si esperaba miradas cómplices que superaran el paso del tiempo, ya las obtuvo. Su pintura está ahí para nuestro disfrute y para su memoria.
Palabras de la contraportada
«En sus “cabezas compuestas”, Arcimboldo parece estar respetando las nobles convenciones del retrato: los códigos de la pose, del encuadre y de la exaltación le sirven de premisa y, sin embargo, ¿por qué esa extrañeza, entre el asombro y el estupor, que provocan sus cuadros?»
La primavera de Arcimboldo expuesta en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Nota: en la sala de exposiciones de la Fundación Juan March en Madrid se expondrán próximamente dos pinturas de de Arcimboldo. Más información en el siguiente enlace.
martes, 11 de febrero de 2014
LA FAMILIA HUMANA
Por: Pilar Alberdi
«El ser humano como persona es un es un complejo de relaciones sociales». Radcliffe Brown
Cuando una tiene conciencia de ser parte de una gran familia como es la humana, nada puede quedar lejos de nuestra mirada. Si hay una guerra en otro país, ya no nos bastará con ver cómo muestran las noticias algunos periódicos, querremos saber de qué modo se puede ayudar a la población pero también y muy especialmente intentaremos conocer quién promueve allí esa guerra, quién vende las armas, cuáles son los intereses que se mueven en esa situación y en tantas más. Eso, la preocupación, es lo que nos hace solidarios con los demás, lo que nos convence de que nosotros también somos parte de la más lejana de las historias, de la más terrible vivencia, de la más pequeña alegría. Y lo mismo sucede en nuestro entorno.
Desde la Antropología y el trabajo de campo con grupos tribales que han permanecido dentro de los márgenes de su propia cultura, numerosas voces han intentado explicar cómo vivían nuestros antepasados y la razón por la que se haya pasado de aquella opulencia a estas hambrunas. También es verdad que esta forma de mirar al otro, alejándose de una idea lineal de progreso, es bastante reciente. En su intento de comprensión se ha querido comparar a la sociedad con algo vivo, con un «organismo» que aumenta de tamaño y por la misma razón sus funciones. Así lo hizo Spencer mucho antes de que Wallace y especialmente Darwin expusieran sus aportes evolucionistas; el último con su teoría de la Evolución de las especies. Pero pronto a la teoría evolucionista de la cultura se le sumaría la funcionalista y luego la estructuralista. Nuevos pensamientos sosteniendo los niveles de análisis que favorecían, a su vez, la relatividad de las apreciaciones, la diversidad del punto de vista, la negación cientificista de aquello que en esencia solo era una «interpretación», una praxis hermenéutica de unos hechos concretos.
El siglo XX será el testigo de cómo la vieja idea de los «salvajes» se derrumba, y con ella todo el contenido que la definía. También se reconoce la falsa idea de «progreso» y se lo relaciona con un nuevo «mito».
La ecología, la superproducción, el aumento de la población, las hambrunas, la riqueza del mundo concentrada en unas pocas manos nos avisan de que hay que corregir el camino. Si pensamos, además, que en 6000 años habrá una nueva glaciación, esto sin contar cientos de miles de factores intermedios como que fuésemos la causa de nuestra propia destrucción, nos invita a preguntarnos hacia dónde nos dirigimos pero también a mirarnos como algo especial, que está ahí, que puede desaparecer, ese conglomerado de gente que para bien y para mal tiene sentimientos en común.
Así, a medida que la antropología comenzaba a dejar atrás la idea de que los primeros pobladores (cazadores y recolectores) pasaban necesidades, por el contrario, hoy se sabe, estudiando a pequeños grupos como los bosquímanos, los habitantes tribales del Amazonas o los aborigenes australianos, que siempre tienen lo suficiente, que no conocen como nosotros el sentido de propiedad y que si alguien quiere ser valorado por los demás tendrá que ser muy generoso. También se comprende que si no necesitaban mayores industrias —instrumentos— es porque sus necesidades diarias no lo exigían.
Frente a la idea de «salvajismo» y de lo «primitivo», vemos cómo surge el «relativismo» y comprensión de las diferentes culturas, y una palabra que aparece palpitante: generosidad.
Entonces, ¿en qué momento aparece el sentido de propiedad? Con la vida sedentaria, la agricultura y la domesticación de animales, con la concentración de los individuos en poblados que darán origen a ciudades, a reinados, a Estados. Con ese aumento de la riqueza bien puede parecer una tentación ir a luchar contra los vecinos y llevarse sus riquezas y hacer esclavos, ya nadie tiene su seguridad garantizada, esas grandes poblaciones están ubicadas cerca de ríos pero la población no podría vivir de lo que crece libremente, en suma, con la desaparición de aquel entramado primario de relaciones parentales, que eran parte insustituible de los pequeños grupos y que se basaba para sus relaciones en la entrega de regalos y en compartir la caza o la recolección también cambió el tipo de vida. Quedaba atrás «una sociedad opulenta», así la llama Sahlins Marshall en su obra Economía en la edad de piedra, frente a lo que iba a ser el auge de las ciudades y luego de los Estados. Y, ¿por qué se adjudicó a esas pequeñas sociedades una serie de falsos conceptos? Simplemente, porque se las miraba con desdén y menosprecio desde una óptica europeista y androcéntrica, propia del hombre blanco, especialmente de aquel que surgió tras la Revolución Industrial.
Vemos, pues, cómo en sus relaciones diarias los pueblos compartían la comida, utilizaban los regalos (dones) más que como un intercambio como un mantenedor de las relaciones. Estar en deuda suponía estar agradecido, por eso, generalmente se intentaba dar más que lo recibido. Maianowski y Mauss —entre otros— escribieron sobre estos temas. También Lévi-Strauss, quien expone: «Hay un vínculo, una continuidad entre las relaciones hostiles y la provisión de prestaciones recíprocas. Los intercambios son guerras resultas por medios pacíficos». Por tanto, allí donde podría haber rencor se asienta el compromiso, la gratitud y la deuda como sistema de resolución de conflictos. Intentemos trasladar esto a nuestros días. Es sorprendente lo que podemos ver: antes no se acudía de visita a una casa sin un pequeño obsequio y en los regalos que hacemos, sin duda, hay una parte encubierta de aquella simbología de nuestros ancestros. ¿Qué nos regalaron? ¿Qué regalamos?
Cuando uno se acerca de este modo a los pueblos del pasado y a los que hoy quedan entre nosotros, lejos de las grandes poblaciones, de la energía eléctrica, en fin, de todo aquello que consideramos el progreso, todo adquiere un nuevo sentido. Yo recuerdo a Darwin diciendo tras dejar en el sur de América a uno de los indígenas que se habían llevado a Inglaterra en un viaje anterior, que le vio repartir una manta dando un trozo a cada uno de los que se lo pedían. Para Darwin aquello era, y así lo testimoniaba en su libro, una prueba de que nunca progresarían. Hoy, tras numerosos estudios de grupos aborígenes de la Tierra del Fuego y de otros lugares, sabemos mejor por qué se lo repartían. Por un lado, es lo menos que se puede esperar de quien tiene más, es lo que le hace importante ante el grupo, lo que se espera de esa persona, y por otro, porque valoraban los objetos pequeños, aquellos que fuesen fáciles de trasladar. Marshall cita a Grey cuando dice: «la fortuna del salvaje australiano cabe en la bolsa de piel que lleva su mujer», algo que también señalaban los expedicionarios que tuvieron ocasión de conocerles en el pasado, aquellas personas valoraban sobre todas las cosas, las pequeñas, las que se podían portar encima. Si lo pensamos bien, no eran tan fáciles de engañar con unos abalorios, sucedía, simplemente, que estos los podían llevar encima, y un simple cuchillo podía servir (ya hemos hablado antes de la generosidad) para prestarlo. Ese tipo de objetos, pequeños y útiles, eran altamente valorados. Y también sabemos hoy, mucho mejor que ayer, que esas personas no vivían con prisa ni con preocupación por su futuro, porque la subsistencia la tenían garantizada, siempre disponían de comida y sabían hacia dónde moverse según la época, en caso de que hicieran falta ese tipo de traslados. Además, se permitían, el lujo lo llamaríamos en nuestras modernas sociedades, de dormir a cualquier hora. De hecho, es muy común que los estudiosos de estos grupos comenten que duermen siestas y también entre horas, y como consiguen fácilmente lo que necesitan pueden descansar varios días de la semana sin que ello les suponga ningún inconveniente para su manutención.
Ahora bien, quizá resulte interesante preguntarnos en este momento, ¿cuándo cambia una cultura? Y la respuesta es sencilla, cuándo se encuentra con otra y asume otras ideas o formas de vida. Pero estos cambios suelen ser menos formales de lo que parecen. Hoy en día nadie podría negar esta aculturación de un tipo de vida norteamerican que se proyecta sobre continentes enteros, sin embargo, las comunidades afectadas mantienen sus propias tradiciones, sus religiones, etc. Es solo por poner un pequeño ejemplo que podemos asumir fácilmente desde nuestra vida diaria y no ya desde sociedades primitivas. De este modo vemos cómo las ideas se difunden. ¿Y de lo que fue en el pasado, qué queda? Muchísimas cosas, desde la forma de determinar los emparentamientos por matrimonio, la división de las tareas por sexo, los tabues, los ritos de iniciación, hasta diversas costumbres, que con una inercia propia de siglos, perviven en nuestras sociedades.Por ejemplo, ciertas fiestas como la del solsticio de verano. En un capítulo de su libro Cultura Primitiva afirma Edward Burentt Tylor, que por pequeña que sea nuestra mirada a lo que nos rodea, pronto encontraremos ecos de otras culturas: «Aquí está la madreselva de Asiria, la flor de lis de Anjou, una cornisa con un final griego en el techo...». Las culturas: multiplicadas, asimiladas, fusionadas, ampliadas, y siempre presentes. Lo que pasa es que no nos damos cuenta, vivimos rodeados de ecos de otras culturas pero ya ni siquiera las distinguimos o no pensamos en ellas de ese modo.
Alfred Louis Kroeber en su obra El concepto de cultura en la ciencia refiere que es la cultura la que condiciona al hombre y este, a su vez, a la cultura. De repente, surgen en diferentes períodos personas de una gran lucidez; ideas sobre un mismo tema que pugnan por aparecer al mismo tiempo; así ha ocurrido, por ejemplo, con muchos inventos. Es como si llegados a un punto de la historia, todas esas fuerzas que venían presentándose en la sociedad apareciesen de repente. Así,los filósofos griegos, los artistas del renacimiento, las personas que hicieron posible la Ilustración, las revoluciones (la francesa, la americana...), la era atómica, los viajes al espacio, el conocimiento de la genética, sólo por citar algunos ejemplos más actuales.
La observación nos hace más sabios a través de la sabiduría de otros. Benjamín Lee Whorf explica en su trabajo La relación del pensamiento y el comportamiento habituales con el lenguaje cómo para los indios hopi no existe el tiempo en la forma en que nosotros lo percibimos, es decir como movimiento, como algo que transcurre de manera lineal y de forma progresiva con un pasado, un presente y un futuro. Para ellos, el tiempo no es algo que está fuera de sí, sino, en su ser como persona. Ellos serán más ellos dentro de un rato y todavía más mañana. Pero no hay un futuro que pase fuera de su persona, no hay un tiempo que no se deba perder ni tan siquiera ganar, no hay eso que vemos casi como un objeto, el tiempo, contra el que se lucha con el fin de obtener algún beneficio.Evidentemente, toda una concepción del mundo que en nada se parece a la nuestra, y que como indica este autor les lleva a una mayor concentración y también a un «prepararse» para lo que la vida les depare.
De este modo, de aquella idea evolucionista de la cultura de los pueblos se fue pasando a una relativista, en la que cada una tiene una idiosincracia propia y sigue su propio camino. En medio, han ido surgiendo dentro del campo de la Antropología numerosos conceptos, todos útiles, para intentar esa comprensión. Algunos son aportes traídos de la lingüística, otros de la psicología, otros como resultado de los trabajos de campo realizados en distintos continentes, demostrando una vez más cómo las ciencias, en este caso las Humanidades se unen para explicar diferentes procesos y crear modelos interpretativos que expliquen las diferentes culturas y las configuraciones sociales.
En resumen: somos la gran familia humana.
Notas
He recurrido al diccionario en línea (Internet) de la Real Academia de la Lengua para conocer el significado con que se describe la palabra «humano». Dice de «humano» en sus diferentes acepciones: Perteneciente o relativo al hombre, Comprensivo, sensible de los infortunios ajenos, Ser humano, conjunto de todos los hombres.
Vemos así que no aparece el genérico «persona» y de qué modo el antiguo patriarcalismo que permitía en un principio considerar a las mujeres como objetos que se podían entregar (sin su consentimiento) a otros, pervive hasta nuestros tiempos, no solo en el mismo tipo de actos o contratos que en algunos pueblos se continúan haciendo, como son los de los matrimonios concertados por los padres, sino en nuestro lenguaje cotidiano. Ese «hombre» utilizado en sentido genérico, bien podría ser sustituido por «persona».
La elección de la foto.(Fotolia). La he puesto porque considero que no es la caridad sino la justicia social la que debería representarnos como humanidad.
Aprovecho para dejar aquí dos declaraciones importantes:
Declaración de los derechos de la mujer y de las ciudadanas. Redactada en 1789 por Olympe de Gouges.
Declaración de los derechos humanos
Lecturas
MARSHALL, SAHLINS. Economía en la edad de piedra. Akal. Madrid, 1977.
BOHANNAN, PAUL Y GLAZER, MARK. Antropología: lecturas. McGraw-Hill. Madrid, 1977.
miércoles, 5 de febrero de 2014
PAUL CÉZANNE: LEER LA NATURALEZA
Por: Pilar Alberdi
Si algo destaca en Paul Cézanne (1839-1906) es su sinceridad, su eterna búsqueda de la plasmación de la imagen a partir de la emoción pero también de la técnica. Admiraba a Rodin y también la espontáneidad con que pintaba Monet, pero cuando una observa imágenes de las pinturas de unos y otros, la sinceridad de Cézanne es abrumadora, parece que no se diera ninguna concesión para conseguir el éxito, ni unas ventas más fáciles. Su línea no es esa, es la del trabajo. Este es su éxito, es el único que se permite.
La obra Paul Cézanne: leer la naturaleza publicada por la editorial Casimiro se divide en dos partes. En la primera nos encontramos con una conferencia del historiador italiano Lionello Venturi (1885-1961) leída en la Universidad de Columbia, Nueva York, en 1955 y publicada posteriormente en Four Steps toward Modern Art, Columbia University Press, 1956. En la segunda parte del libro se recogen extractos de las cartas de Cézanne a su familia, a pintores como Claude Monet, escritores como Emilio Zola, amigos y conocidos.
Lionello Venturi comienza su conferencia diciendo que todo el arte del siglo XX lleva la impronta del Cubismo, que no solo revolucionó a la pintura sino a las demás artes, incluso a la arquitectura y a la decoración. Frente al Cubismo no lograron imponerse ni el Expresionismo ni el Futurismo, y al indagar de dónde provenía el cubismo, afirma que de Cézanne, lo mismo que el Fauvismo y el Expresionismo le debían mucho a Gauguin y a Van Gogh. Está claro que aquella pintura, el Impresionismo, que a los organizadores de los salones de pintura de París les parecía «incoherente» iba a marcar el futuro de la pintura de un modo u otro. Pero si una mira la pintura de Cézanne también ve el rastro de la de Camille Pisarro que influyó en todos ellos. Fue el mismo Camille quien recomendó a Cézanne que pintara la realidad exterior y eso fue lo que comenzó a hacer: «casas con techos de paja, campos y árboles, y también a sugerir el efecto de luz y sombra mediante la pincelada corta de la técnica impresionista». Su práctica le llevó a descubrir que «los azules de las sombras y los naranjas de las luces dan a la totalidad del cuadro un esplendor imposible de obtener mediante el claroscuro». De este modo, «el nuevo orden por él imaginado necesitaba de la sugestión de las formas geométricas, y así lo dijo en 1904», «ver la naturaleza como un cilindro, esfera y cono, la totalidad colocada en perspectiva, de modo que cada lado de un objeto o de un plano se dirija hacia un punto central... La naturaleza es para nosotros cuestión de profundidad, no de superficie; de ahí la necesidad de introducir en las vibraciones de la luz, representadas por rojos y amarillos, un número suficiente de tonos azulados para lograr una impresión atmosférica». (Valga como prueba la pintura de la portada de este libro. Ahí pueden observarse esos tonos y algo más: el monte Saint Victorie que tantas veces pintó. Apreciamos que para lograr ese sentido de profundidad acercó la montaña y, a la vez, alejó el primer plano de las casas).«Es decir, abstraía de sus posiciones reales tanto el primer plano como el fondo y excluía del espacio pictórico el lugar donde él mismo se encontraba, eliminando con ello toda referencia subjetiva». Me pregunto por qué la mayoría de nosotros cuando vemos un cuadro no vemos más que un cuadro sin comprender todo el estudio y los cientos de pasos previos que dieron vida a ese cuadro. Cézanne deseaba ver por primera vez, pero conseguirlo después de haber visto tanto, resultaba imposible. Amaba lo primigenio y se debatía con angustia en lo conocido. «Pintar —decía Cézanne— no es copiar el motivo como un esclavo; es encontrar una armonía entre numerosas relaciones». En su caso eran los diferentes planos, también la creación de una atmósfera que recordara el aire, que diera sensación de lejanía.
Bella conferencia la de Lionello Venturi que nos permite acercanos, ya conmovidos, a la parte final de esta obra, a los fragmentos de algunos textos de Cézanne. Recibimos así las palabras del pintor que aconseja a jóvenes pintores la visita a los museos y a continuación seguir solos el camino, como única manera de aprendizaje. Sonreía ante la fama de un Rembrandt ante el que se detenían las personas, pensando que si bajase su precio se detendrían menos. Escribe al pintor Émile Bernard: «¡Qué difícil es pintar bien! ¿Cómo dirigirse sin rodeos hacia la naturaleza?(...) ¡Quién pudiera ver como el que acaba de nacer! Hoy nuestra vista está un poco cansada, desgastada por el recuerdo de mil imágenes. ¡Los museos, los cuadros de los museos...! ¡Y las exposiciones....! Ya no vemos la naturaleza; recreamos cuadros.»
Tiene sus preferencias pictóricas, por ejemplo, los venecianos y los españoles. Admira el cuadro Las bodas de Canaá de Veronese. Como ejemplo de la manera en que unos colores se insertan en otros y de cómo se ha conseguido mostrar el volumen, cita el cuadro Las mujeres de Argel de Delacroix.
Y en cuanto al tema de la profundidad sabe que no se puede modificar sin faltar a la verdad, aunque se consiga con ello el efecto buscado.
De Velázquez cree que se vengó a través de sus cuadros de aquello que tenía que hacer por obligación. Como en aquel tiempo no había fotografía debía pintar al rey a caballo, a su mujer, a sus hijas, al anciano, al mendigo... Pero él los pinto como los veía.
«Un arte que no tiene a la emoción por principio no es arte». Mi acuerdo es total. Así lo siento. Y eso no al margen de la técnica, que no tiene que ser la de las escuelas, aquellas sí, claro, pero solo al principio como base, para pasar al estudio propio, el que le lleva a decir: «¿Hay acaso una sola línea recta en la naturaleza, dígame...?» Se pregunta dónde esta su viejo pueblo, dónde se perdió aquel en el que nació. Vive en él y, sin embargo, añora la electricidad a petróleo que doraba los objetos frente a la blanca luz eléctrica. Recuerda el pasado de calles de tierra, frente a ese progreso que todo lo transforma o más bien trastorna: «eso que llaman progreso no es más que una invasión de bípedos, que no descansan hasta transformar todo en odiosos muelles con farolas de gas o, peor aún, con alumbrado eléctrico. ¡En qué tiempos vivimos!». ¡Ay, si nos viera actualmente! Pero nos queda la emoción, acaso sea lo único que salva siempre al arte.
Un bello resumen de la vida de un pintor es lo que nos ofrece esta obra: con sus claros y oscuros, y esa voz que se eleva diciendo: «Yo no soy nada ; no he hecho nada; pero he aprendido». Y esa frase que le dice a su hijo: «La modestia siempre se ignora a sí misma». Y tanto por aprender.
Visita el catálogo de la Editorial Casimiro.
Nota:
Exposición de la obra de Cézanne en Madrid a partir del próximo 18 de mayo en el Museo Thyssen.
domingo, 2 de febrero de 2014
ALEGRES RESPLANDORES
Por: Pilar Alberdi
Sonrío, mientras leo un pequeño ensayo de George E. Moore titulado El tema de la ética. Evidentemente, es un tema serio y de filosofía analítica. El filósofo analiza qué se quiere decir cuando se intenta definir una palabra como «bueno» y llega a la conclusión de que es una palabra simple, no compleja, por tanto, que no puede ser dividida en sus partes como tantas veces se ha intentado desde la filosofía y la escolástica a partir de las diferentes clases de virtudes. Intentando poner, además, un orden riguroso sobre cuál es más necesaria, cuál iría en primer lugar o cual es más importante. Afirma y con razón que sería difícil intentar una definición más, y después de todo, ¿para qué una más?, si «lo bueno es lo bueno», y que cada uno entienda.
«Bueno» no es una palabra como árbol que es compleja y de la que podemos decir que está formada por partes que podemos distinguir como tronco, hojas, semillas, raíces, y si me lo permiten: nidos, gotas de lluvia, sombra de nubes... No sé si Moore habría aceptado estas últimas divisiones. Espero que sí. Al menos, podríamos distinguirlas. Pero no era esto lo que me alegró el alma, y a mí no me molesta en absoluto decir esta palabra «alma», que yo entiendo a mi manera y otros seguramente a la suya, sino que comparase a «bueno» con «amarillo» como dos palabras simples, y me queda la pregunta de por qué esa y no otra. ¡Qué casualidad habiendo tantas como hay! Bueno y amarillo. Y no porque se relacionen semánticamente, sino porque ambas son simples. Simple la palabra «amarillo» y simple también la palabra «bueno». Entonces él dice: «bueno» pueden ser tantas cosas, pero sobre todo es eso, «bueno». «En tanto que la ética se permita dar listas de virtudes o incluso nombrar elementos constitutivos de lo ideal, es indistinguible de la casuística». Se queja con razón. ¿Y que le pasa a la casuística? Pues que no le basta con una explicación general, que siempre tiende a crear categorías, divisiones y quiere obligar a que otros estén de acuerdo o tengan que defender sus posiciones en caso contrario, aportando otras categorías. Pero sin detenerme en esto, que él inscribe dentro de las «falacias naturalistas», aún cayendo yo misma en otra falacia de este tipo, sonrío ante la palabra amarillo... Me encanta. Sonrío como quien ve asomar en el mes de febrero el verano, como quien —de repente— disfruta recibiendo el sol en el rostro y percibe algún grado más de calor en el cuerpo y lo saborea como el anticipo de los helados que se comerá en verano.
Comentaba Martin Heidegger, en uno de sus textos, que hacia 1885 Nietzsche escribió: «Nuestro pensamiento debe tener la vigorosa fragancia de un campo de trigo en una tarde de verano». Y a continuación se preguntaba Heidegger, un filósofo acostumbrado a vivir largas temporadas en una pequeña cabaña de la montaña en donde escribió la mayor parte de su obra: «¿Cuántos tienen aún hoy los sentidos para esta fragancia?» Y yo me pregunto, inmediatamente: ¿Cuántos pueden hoy estar junto a un campo de trigo?
Qué lejos nos quedan los campos de trigo en las ciudades...
Amarillo, el oro de los campos, ¡ahí estaba!; se ha dejado sentir tras una lectura atenta, un recuerdo. Y pensaba yo estas cosas mientras acompañaba a una persona a una localidad cercana a donde vivo. Una pequeña llovizna que más parecía del Norte dejaba caer sus gotas sobre el parabrisas. Más lejos, los almendros alumbraban el campo destacando en suaves pinceladas blancas. Podía imaginar esos pompones de pétalos cubriéndoles las ramas. Y, mientras íbamos hacia ese pueblo vi el cartel de otro: «Colmenar», y pensé: cuántos pueblos se llaman de ese modo en España, y cómo allí donde ya no quedan colmenares, donde las abejas no rumorean enseñoreándose sobre los campos, entrando y saliendo de sus casitas de madera, yendo y viniendo a sus panales, el nombre que dio origen a tantos pueblos da testimonio de un pasado que ya pasó, sí, y que, sin embargo, está aquí. Y en todos estos pensamientos estaba a causa del tal Roger E. Moore, nada circunspecta eso sí, pensando en qué es «lo bueno», ese tema sobre el que trata la ética y nuestra vida, y entonces fue cuando apareció el color amarillo, ese color, el de la palabra, el que estaba escrito y tan vivo, y me hizo sonreír, y luego, claro, como si los rayos del sol que asomaban entre las nubes fueran de miel, mientras avanzaba el vehículo en el que viajábamos lentamente por la carretera, llegaron ellas —las abejas del pasado― envueltas solo por una palabra: «colmenar», y se quedaron un rato dando vueltas alrededor de las flores, dando un repaso al presente que no conocían. Venían de un pasado que no viví, que ya pasó, pero que estaba aquí. Que podía ser «enjambre» o «abeja» las palabras que me las recordaran, pero fue «colmenar». Alegres resplandores, pienso, mientras creo escuchar un zumbido que se aleja y anticipo por un instante el verano que está por llegar.
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