sábado, 5 de julio de 2014

LA CULTURA DEL MALESTAR


Por: Pilar Alberdi


Contaba Freud 75 años cuando escribió El malestar en la cultura. Pretender que se puede hablar de las obras objetivamente, es imposible, por lo tanto me remito a una lectura y opinión personal. Queden pues para otras instancias el deseo de objetividad. Ciertamente, las lecturas que puedan hacer los lectores cambian con las épocas y están mediadas por su aceptación, su innovación, su recusación, además del nivel de lecturas del propio lector.
Este ensayo de Freud que bien pudo ser una reflexión a principios del siglo XX para hablar del Malestar en la cultura y para incidir una vez más desde su trayectoria de médico y psicoanalista en el desvelamiento de los instintos que las personas debían sublimar en la sociedad de su época, especialmente los sexuales pero no solo estos, otros podrían ser el ateísmo o el agnosticismo frente a las religiones impuestas, o el hastío y la falta de sentido frente a los condicionamientos sociales que ahogaban la independencia de criterios bajo un velo de férreo autoritarismo. No resulta extraño pues que palabras como «liberal» que por aquel tiempo representaba a las personas más avanzadas, generosas, arriesgadas, modernas, anticlericales, sea hoy una palabra que básicamente hayan hecho suya los conservadores para retener sus privilegios.
Si en muchas, en casi todas las obras de Freud sobresale esa autoridad que impregna, acertada o no la exposición de sus teorías, en esta atrae su sinceridad, el autor intenta no parecer pesimista, pero sabemos que ya para esa época padecía un cáncer de boca y tomaba cocaína para paliar el dolor. Quizá por eso y también por más problemas, pero sobre todo porque los últimos años de una vida, en este caso la suya, son además de un canto a la melancolía, un recuento o balance, nos sentimos representados de algún modo en este Malestar en la cultura porque en el fondo no han variado o han variado poco los personajes que lo hacen posible.
Tan terrible es la vida, analiza Freud, que para soportarla «no podemos pasar sin lenitivos», sucedáneos que nos ayuden, y que resume del siguiente modo: «distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria», «satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles». Dejando aparte el tema de la religión, de la que también dará cuenta, las distracciones a las que se refiere y que cita podrían ser la jardinería o la ciencia; las satisfacciones sustitutivas el arte y la creatividad o la irrealidad y la ilusión frente a lo real, y en cuanto a los narcóticos da por hecho que al menos a alguno se recurrirá. Pienso en el alcohol, el sustitutivo de la alegría al que podían acceder los más pobres, el tabaco, o el opio que conseguían los ricos.
Intento imaginarme a Freud, hoy, delante del televisor. Esa especie de cine en casa. Algo que no conoció. No vivió ese tiempo de mundiales de fútbol con imágenes en directo ni publicidad de perfumes que erotizan a todas horas los cuerpos de actrices y actores. No expresó admiración, aunque valoraba en su justa medida los avances técnicos; no idealizaba el Progreso, ni conoció la amenaza que pende sobre la «biodiversidad» y el «ecosistema». Ni siquiera conoció estas palabras que responden a este tiempo, no al suyo.
Creyó como Aristóteles, Platón y otros filósofos que las personas, él las define como se hacía en su época con un génerico masculino «el hombre», buscaban la felicidad, que por supuesto no encontrarían. Escribe: «No atinamos a comprender porqué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrán de representar más protección y bienestar para todos». De esa insatisfacción social surgían las neurosis de los burgueses, infelicidad incluida, y la miseria de los pobres. De estos llegó a decir alguna vez que si pudiesen hacer un análisis psicoanálitico, algo que no podrían pagar, se encontrarían ante un abismo, porque además, su posición en la estratificada sociedad no tenía solución. En realidad, tampoco tenían solución la vida de las mujeres sometidas a los hombres, sin ninguna independencia, ni el de tantos hombres sometidos a otros hombres. Afirma con Hobbes que «El hombre es un lobo para el hombre» y si yo tuviera que describir de este libro lo que más me ha interesado es el desvelamiento sutil de la agresividad siempre encubierta, agazapada bajo mil formalidades sociales. Seguramente lo vio claro muchas veces en su vida, especialmente cuando comprendió que se abusaba sexualmente de las niñas y los niños en sus entornos familiares y tuvo la osadía de decirlo con no pocas consecuencias para su vida profesional.
Esa hostilidad que reina en las personas le obliga a decir: «¡Cuán poderoso obstáculo cultural debe ser la agresividad si su rechazo puede hacernos tan infelices como su realización!»
Vivió de cerca la Primera Guerra Mundial, ese horror en que por primera vez se utilizaron armas químicas de destrucción masiva en las líneas de trincheras y también con bombardeos sobre ciudades. Y, siendo él mismo judío, alcanzó a ver la llegada del nazismo. Se lamenta de que la imposición religiosa consiga que personas muy serias, incluso amigos suyos, actúen como niños, y que esta conducta se perpetúe de una generación a otra. Rechaza el contenido de la frase «Ama a tu prójimo como a ti mismo» porque, afirma, «no todos los seres humanos merecen ser amados», ya que «el cumplimiento de los supremos preceptos éticos significaría un perjuicio para los fines de la cultura al establecer un premio directo a la maldad».
Pero quizá porque este libro es un libro amargo como amarga es la verdad de la vida cuando no alcanzamos, porque hay factores políticos y económicos injustos que lo impiden, a poner fin a los males que aquejan a la humanidad, quisiera traer al mismo tiempo a este artículo unas palabras posteriores a las de Freud, las de un filósofo, Sartre, que conoció la etapa de la Segunda Guerra Mundial. En su conferencia El existencialismo es un humanismo, en donde contesta las críticas recibidas por su libro El ser y la nada, se lamenta de la intencionalidad de los ataques recibidos por parte de algunos sectores religiosos y les aclara que hay existencialistas religiosos (Jaspers y Gabriel Marcel) y otros no, y que por supuesto él está entre estos últimos. No espera nada de Dios, lo espera todo de los seres humanos. Si para Diderot y otros la idea de Dios, en la época de la Ilustración (s XVIII) aún subyacía pese a negarla, para el existencialismo no hay esencia que preceda al individuo. En cada ser humano recae toda la responsabilidad. Por eso, deplora el «quietismo de los que no hacen nada», convencido de que cuando uno elige (hacer o dejar de hacer) elige en sí por toda la humanidad. Frente a aquella falta de sentido de la que nos habla Freud que parece tener la vida, quizá Freud nunca pudo ver la vida desde el lado de los que necesitan cambiarla, Sartre afirma: «Antes de que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el valor no es otra cosa que ese sentido que ustedes eligen», y aunque «la gente quiera, prefiera que se nazca cobarde o héroe», «el desamparo (de la vida) suplica que elijamos nosotros mismos nuestro ser».
No dice Sartre como Descartes: «Existo, luego pienso» sino que afirma «Pienso, luego existo». Pienso, reflexiono, yo decido, al menos, lo intento.
Más de dos mil años atrás Epicteto, un filósofo griego, que había sido un esclavo liberto, dijo: «No eres carne, ni bello, eres elección».
Hay pues, sin duda, una necesidad diaria de búsqueda de sentido. Mayor aún cuando hay problemas, cuando vemos el desvalimiento de tantas personas, la indolencia que hace esto posible. Por eso, como dijo el poeta Vicente Huidobro (Chile, 1893-1948), en su poema Arte Poética: «Cuanto miren los ojos sea creado». Sea creado, pues. Que cada instante sea un nuevo renacimiento, un análisis, una proyección de renacida humanidad desde la elección de cada cual.


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