jueves, 25 de septiembre de 2014

«ELOGIO DE LA MEDIOCRIDAD O LA DEMOCRACIA IDEAL»


Reseña: Pilar Alberdi

Este Elogio de la mediocridad o la democracia ideal publicado por la editorial Sequitur reúne tres ensayos de Evelio Moreno Chumillas (1950-2011) publicados anteriormente en las revistas Historia 16, Ágora: Papeles de filosofía y Telos.
José Manuel Bermudo nos acerca al autor, por un lado, recordando su reciente fallecimiento y el privilegio que supuso para él, dirigir su tesis doctoral que llevaba por título Espejos de príncipes y ciudades ideales en los albores de la modernidad. «En ese texto —nos indica el introductor— se vertebra toda su reflexión», que incluye los tres ensayos que componen este libro.
La pregunta, sencilla y complicada a la vez que se hace el autor es si se puede defender la mediocrità, cuando esta palabra ha dejado de tener el significado que le diera la antigüedad y se acerca más a lo vulgar.
«Pero, ¿cómo —se pregunta el introductor— es posible defender en nuestros días semejante ideal», el de la «mediocrità» que «es un ideal con una larga historia a su espalda» y que impone la necesidad de dividir y a la vez aunar lo que esta palabra significó en el pasado para la democracia y en el presente bajo su posterior desarrollo, el de mediocridad, entendida no en el basto sentido sino en aquel que se acerca a la «medianía» de la que gustaban hablar los filósofos griegos, el punto medio. Pero de aquellos tiempos a estos, ¡cuánta diferencia! La modernidad nos trajo la individualidad, algo desconocido en la Edad Media y, actualmente, el exhibicionismo. Y, sin embargo, es en la mediocrità, en donde está el sentido de la ciudad ideal. De aquella polis griega, con su Asamblea y su Consejo, con los 6.000 ciudadanos que podían ejercer ese derecho, con los que eran llamados por sorteo a ocupar diversos cargos, como el de jueces. Ciudadanos que no necesitaban ser los más excelsos ni los más sabios, sino aquellos que cumpliendo con la polis, hicieran política. Pero, ¿y «medianía» —cuestiona el introductor—, no tiene también su carga peyorativa en nuestros días? La respuesta es simple: «La democracia reside en la mediocridad» que se recoge en la obra en el sentido en que se adecua mejor el ideal ateniense que señala la dicotomía «entre el polites y el idiotes, entre el ciudadano que acudía al ágora y participaba en los asuntos públicos, y el idiota que vivía separado de la colectividad, refugiado a la fuerza en el ámbito de su vida privada. Esa vieja escisión entre la res publica y la res privata produce todavía alarmantes crujidos en la sinfonía armónica de la Ciudad Ideal, que se denueda por encontrar espacios para la libertad individual, sin poner en peligro la estabilidad de la república».
De los tres ensayos que componen la obra: Las ciudades ideales del Cinquecento, Utopías de la mediocridad y La democracia reside en la mediocridad, está claro que este último, es el que resume el conjunto. Pero, vayamos por partes: en el primer ensayo encontramos que «la dignidad de la vida privada se demuestra en la disposición a renunciar a ella» para actuar en la vida pública, y la dignidad de ésta, en saber volver a la privada, de ahí que para evitar las tiranías los griegos recurriesen al «ostracismo», un método de consulta, por llamarlo en términos modernos, que buscaba saber si había algún ciudadano que sobresaliera más que los demás, lo cual, según lo aprendido en la historia ateniense podía significar un peligro, pues podría convencer a otros, ser admirado por otros y constituir un gobierno solo o en grupo que acabase en una tiranía. Ejemplos varios habían sufrido, de ahí el temor y la prevención.
Este primer ensayo, también nos explica brevemente el paso de una economía de trueque a una con moneda o, si se prefiere, «de una economía aristotélica a una mercantil». Añadamos que a los griegos de las familias patricias de aquella época, les producía rechazo el negocio de los mercaderes y la acumulación del dinero. El paso de una a otra modalidad de comercio y economía implicó que los mercaderes y la usura o ganancia, que no estaba bien vista, pasarán a estar bien considerados, porque de modos diversos, el resultado final fue que el mercader, al favorecer la ganancia y su propia riqueza, favorecía la de la ciudad.
El segundo ensayo nos advierte de los peligros a los que estaba expuesta la Ciudad Ideal del Renacimiento a causa de «la utilidad que mueve a los avaros y la vanagloria que mueve a los soberbios». De ahí, que los intelectuales del momento mirasen también hacia el pasado y el ágora griega en donde todo se decidía en Asamblea. Si bien a los avaros, a aquellos que intentasen sacar un provecho de la política, se los podía vencer con la medida de no remunerarlos; a los segundos, es decir, a los soberbios, solo cabía como solución obligarlos por «las suertes», un modo de sorteo aleatorio, a ejercer un puesto en la magistratura.
La Ciudad Ideal a la que imaginaban autores del Cinquecento como Pucci, Memmo, Doni, Agostini, Zúccolo, entre otros, no constituía una utopía como las de Moro, Bacon o Campanella, representaban idealmente una realidad posible, en la que además había que llegar a la redistribución de la riqueza, porque los «diezmos», ya convertidos en impuestos, eran «antes que una obligación personal, un compromiso con la colectividad». Como se ve, problemas nuevos para temas siempre presentes, tanto en la antigüedad como hoy en día.
El tercer ensayo nos recuerda que la desmesura (hybris) de la polis tiene en la frase Medeén AgánNada en demasía») que algunos atribuyen a Solón y otros como Aristóteles a Quilón de Lacedomonía, el punto sobre el que debe apoyarse la balanza de la vida diaria de las personas y por ello, la de la ciudad. La forma que da pie a la demokratía ateniense basada en la isonomía (igualdad ante la ley), isegoría (igual participación en la palabra), isocracia (igual acceso a los puestos del gobierno) tenía que ofrecer una salida a la voluntad de convivencia y realización frente a un escapismo de tipo epicúreo. No lo privado frente a lo público, ni lo público frente a lo privado, sino lo público y lo privado juntos, aunque en parte separados, sin que nadie sobresaliese. De este modo, la democracia invocaba a la medianía, en la figura del ostracismo, como salvaguarda frente a la tiranía, acto esencialmente político en que se rebajaba para bien de la mayoría el brillo de los que sobresalían por su poder, su riqueza o elocuencia, y se les condenaba a un destierro de diez años de cumplimiento casi inmediato. Así le sucedió a Temistocles, Cimón y otros.
En este último ensayo también se refiere Evelio Moreno Chumillas a la conocida historia del ostracismo que sufrió Arístides el Justo, en el año 484 a. C., publicada por Plutarco en su obra Vidas paralelas.Dice así:«congregados en la ciudad, propusieron a Arístides para el ostracismo, anteponiendo a la envidia de la gloria el miedo a la tiranía. Porque la prueba del ostracismo no era un castigo de vilezas, sino más bien una humillación y una merma del orgullo y del poder opresivo (…) y cuando los votantes apuntaban los nombres en los óstraka, cuentan que un campesino que no sabía leer, cedió la suya a Arístides, creyendo que era un cualquiera, y le rogó que escribiera el nombre de Arístides. Sorprendido, éste le pregunto qué mal le había hecho Arístides. “Ninguno, respondió el campesino; ni siquiera lo conozco, pero ya estoy harto de oír por doquier que le llaman el Justo”. Al escucharlo, Arístides no respondió nada, escribió su nombre y le devolvió el óstrakon».
El brillo, el oropel, el individualismo, el exhibicionismo, son propios de los tiempos modernos; la avaricia, la soberbia, no casan bien con la democracia o, al menos no con el bienestar de la mayoría, sobre todo cuando una persona o un grupo, generalmente esto último, utilizan el poder en su propio beneficio.
Si se me permite una comparación con los tiempos presentes y es algo que el autor también trae a colación, hay una mirada larga y extraña sobre eso que hasta hace nada llamábamos en Europa el Estado de Bienestar, un puro espejismo del que acabamos de despertar. Desde mi punto de vista no estábamos suficientemente atentos, porque la democracia como decía José Luis Aranguren no es esa Institución, sino que éticamente hay que edificarla cada día. Y, sin embargo, las páginas finales de este último ensayo de Evelio Moreno Chumillas, titulado La democracia reside en la mediocridad nos obligan a repensar incluso los modelos de disidencia de aquellos que tenemos la suerte de vivir en un mundo de bienestar frente a los que nada tienen.


Palabras de la contraportada:
«¿Cómo osar el elogio de la mediocridad en nuestros tiempos presuntamente regidos por la excelencia? ¿No supone llevar el paso cambiado? Pero, ¿y si fuera la mediocridad el ideal sobre el que se sustenta la verdadera democracia?».


Notas:
Óstraka: valva de ostra.
También se escribía el nombre del condenado al ostracismo sobre fragmentos de vasijas rotas. ya que las votaciones se hacían en una colina al pie del lugar de trabajo de los ceramistas.Pueden verse algunas de estas piezas en el Museo del Ágora de Atenas. El ostracismo se aplicaba también en otras ciudades como Argos, Megara, Mileto.
Plutarco: Vidas paralelas. Obra en la que se reúnen de a pares unas cincuenta biografías de célebres personajes griegos y romanos relacionados en el tiempo por distintos hechos, según el criterio del autor.

martes, 2 de septiembre de 2014

«SHAKESPEARE EN LA SELVA»


Por: Pilar Alberdi


Recuerdo la primera vez que leí el artículo de antropóloga cultural, Laura Bohannan: Shakespeare en la selva. El texto era revelador, en unas pocas páginas quedaba al descubierto la importancia del «etnocentrismo», el «relativismo cultural», algo que deberíamos tener muy en cuenta, y como afectan ambos a nuestras vidas. Pero mejor, voy por partes.
¿Qué sabemos de África? La verdad es que, en general, poco. Lo que hemos estudiado, información que nos ofrecen o buscamos. Algunos temas: conflictos políticos, bélicos, étnicos; pobreza; la enfermedad del ébola, la emigración. Otros temas como el del aparthaid en Sudáfrica han pasado a un segundo plano. Realmente, África es muchas Áfricas.
Nos llega, sí, ese corazón de África a través de los medios de comunicación, pero es como un canto lejano, los enfermos de ébola son otros, las personas que escalan las vallas de Melilla y se lastiman con las concertinas son otras, los que se ahogan en el Mar Mediterráneo intentando llegar a Europa también son otros.
Las ONG, nos explican que en los últimos conflictos, por ejemplo en Sudán, ya no se respetan los hospitales, ni a médicos, enfermeros o enfermos a quienes también se asesina. Oímos de grupos guerrilleros, de terrorismo, de secuestros, de diferencias por creencias religiosas, pero no comprendemos. No conocemos bien lo que sucede, sólo sabemos lo que nos cuentan. Leía ayer en la prensa que todos los años se invierten en África cien mil millones de euros, pero se sacan de allí 140.000 millones, entonces ¿de qué ayuda hablamos? Sabemos de los intereses de corporaciones y países sobre las riquezas mineras y ecológicas del territorio. Nos preocupa. Pero de todo, sabemos poco y mal, y es necesario confiar en lo que algunos saben mejor, mirar la historia de África y comprender lo que representó aquel comercio de «esclavos» para la llamada Revolución Industrial, a través de los cultivos de algodón de de Norteamérica, el colonialismo, el mercantilismo, luego la creación de Estados que no tuvieron en cuenta los territorios ni las relaciones entre etnias. Pero no soy yo quien pueda explicar mejor qué sucedió y sucede en África. Llegados a este punto, retomo el tema de Shakespeare en África, no sin antes decir que África somos todos, no sólo ellos, los que viven allí y la sufren, sino también lo que hicimos y hacemos los europeos, lo que hay tras las decisiones políticas.
Sería yo una adolescente de no más de catorce o quince años cuando leí un libro de Proverbios africanos y quedé encantada. Pero por entonces, ni siquiera tenía conciencia de que la llamada «cultura de la escasez», idea esencial en Europa sobre el pasado de la humanidad de tribus o bandas, no tenía que ver con eso, sino con la «cultura de la abundancia» como han demostrado algunos antropólogos, desmontando al mismo tiempo esa otra idea de la «evolución de las culturas». Los bosquímanos, antes, no precisaban más que de su entorno para cazar y recolectar, eso ha sido hasta hoy su «cultura de la abundancia», en unas tierras que a nosotros pudieran parecernos casi estériles pero que contienen en su seno diamantes. Sin embargo, ahora que el gobierno ha prohibido la caza se enfrentan a la pérdida de su identidad. Las razones, aquí.
Aquellas frases, como comenté anteriormente, resumían la «cultura oral» africana, pero también su enorme humildad y paciencia. Al menos, así lo sentí por aquellos días, y aún después, todas las veces que releí aquel libro. Con el tiempo accedí a varios autores africanos o que han escrito sobre temas africanos, pero la mayoría de ellos de origen europeo, por ejemplo, Lessing, Coetzee, Denissen. Y día a día, y cada vez más, podremos acceder a autores nativos.
Sin embargo, mediada mi vida, hace unos pocos años tuve la oportunidad de leer un artículo de la antropóloga Laura Bonhannan, en el que la realidad de las diferentes culturas se mostraba como un diamante. Ella nos descubre en ese texto, no lo que es África, sino lo que somos nosotros, los que pensamos que vivimos en el «mundo civilizado» y nos regaló una lupa con la que mirarnos de cerca. Lo consiguió, no con un largo trabajo que explicase cómo fueron llevados a la esclavitud once millones de africanos, ni el sufrimiento que han padecido los habitantes de África. Lo explica desde la experiencia inmediata de su «trabajo de campo» como etnógrafa, y la posibilidad de encontrarse en ese momento en un entorno que no es el suyo y contar un cuento. Ni siquiera necesitó comentar viejas disputas entre etnias ni la historia del continente que, a fin de cuentas, está escrita por otros países. Resumiré la cuestión. Ella se encontraba de paso por Gran Bretaña, antes de partir hacia África. Por esos días había comprado un libro de Shakespeare y un amigo le dijo que los norteamericanos no entendían bien al autor inglés. Ella discutió su afirmación porque estaba convencida de que sí lo entendían y de que una buena historia, además, podía comprenderse en cualquier parte. Sin embargo, antes de partir a África, su amigo, que aún tenía sus dudas, le regaló un ejemplar de Hamlet para que lo leyese en la selva.
Ya en la selva, Laura Bonhannan, se dedicó a lo que iba, a estudiar la lengua de los Tiv (África Occidental), también escuchó sus cuentos, especialmente cuando llegó el tiempo de las lluvias y los hombres se dedicaron a contar cuentos y a beber una cerveza que las mujeres les habían preparado con mijo y maíz. Ella, invitada privilegiada en esas reuniones, escuchó con verdadero interés. Sin embargo, para su sorpresa, llegó el día en que los hombres del poblado le dijeron que no le permitirían escuchar más cuentos si ella no les contaba uno de su tierra. Entonces, recordó la discusión con su amigo y que tenía el libro de Shakespeare y decidió contarles la historia de Hamlet, convencida de que un buena historia, como ella pensaba, se entiende bien en cualquier parte. Sin embargo, cuando llegó el día, a medida que les contaba la historia, sus oyentes le ofrecieron sugerencias y discutieron sobre los comportamientos de los personajes, y se vio la dificultad de adaptar a la realidad de la cultura Tiv, algunas palabras. Por ejemplo, ellos no encontraban mal que la madre de Hamlet fuese tomada como esposa por el hermano del que fue su marido. Eso era lo propio en su cultura en el caso de que una mujer quedase viuda y un caso típico de «levirato», no hasta hace mucho vigente en Europa. La palabra «fantasma» no era fácil de traducir a su mundo, y ellos, finalmente, la aceptaron como «presagio» de un brujo. Y mientras oían la historia y la comparaban con su realidad y su cultura, poco a poco pusieron reparos a las conductas de Polonio, de Ofelia... porque no concordaban con sus costumbres, consiguiendo que a Laura Bonhannan la historia de Hamlet, ya no le pareciese la misma. No solo habían transformado la historia tal y como ella la conocía, sino que incluso le dieron ideas de cómo deberían haber sido los hechos, incluso más allá del final conocido, es decir, le regalaron otros posibles finales. Cuando el debate ya se daba por terminado, aún tuvo tiempo el anciano jefe del poblado para decirle que la de Hamlet era una buena historia y que esperaba que les contase más y que, ellos, por ser ancianos y vivir en la selva, la instruirían sobre su verdadero significado para que cuando volviese a su tierra supiesen que no había estado perdiendo el tiempo «sentada en medio de la selva, sino entre gente que sabe cosas y que le han enseñado sabiduría». Ahí es nada, ellos también tenían su propio «etnocentrismo».
Qué hay de verdad o mentira en esta historia, no lo sé, pero es una de esas historias maravillosas, que solo puede escribir una persona que se ha visto en la necesidad de moverse entre culturas diferentes, tratando de entender las diferencias, y que nos invitan a una profunda reflexión, y, por supuesto, a reírnos de nosotros mismos y de nuestras creencias y a respetar las culturas de los demás.


Notas:
Bonhannan, Laura. Shakespeare en la selva. Lecturas de antropología social y cultural. La cultura y las culturas. Honorio M. Velasco (Comp.).Cuadernos de la UNED.Madrid, 2000.
Foto: ©Fotolia