sábado, 14 de febrero de 2015

ARTE Y POLÍTICA

"Pieza de conversación" de Juan Muñoz

ARTE Y POLÍTICA

UNA MIRADA AL UNIVERSO DE FOUCAULT Y JUAN MUÑOZ


Por: Pilar Alberdi


«Hay muchas cosas aquí que parecen existir y luego no son más que un nombre o una apariencia». Javier González Paniz
«¿Y la política no tiene que ver entonces con el reparto de lo sensible?»
Jacques Rancière

Juan Muñoz (1953-2001). ¿Puede una biografía explicar una obra? ¿Quién conoce verdaderamente la biografía de un artista o la de cualquier persona? Podríamos preguntarnos también: ¿la obra que abarca una vida es un modo de biografía? Y cuando esta obra se interrumpe por fallecimiento, cuando la persona pasa y la obra queda, aún siendo la más cierta de todas esta verdad, ¿nos preguntamos por lo que hubiera podido ser, de no haber sido de ese modo?

Con esta perspectiva que se fija en fechas: viaje a Inglaterra, actuación como comisario en exposiciones, decisión de ser un artista en la búsqueda y la representación de un material único, casamiento con otra artista, hijos, primera exposición en España, sabiendo que son detalles, detalles, detalles… como los números de un dibujo para niños que hay que completar, intentaré un análisis de una de sus obras, Pieza de conversación en relación con el texto El sujeto y el poder de Michel Foucault, reconociendo al mismo tiempo otras perspectivas textuales y más obras artísticas, tanto de Juan Muñoz como de otros.

La imagen que observamos, Pieza de conversación, haciendo nuestra la frase que dejó escrita Muntadas: «Atención: la percepción requiere participación», intenta además de la llamada «retiniana» (Duchamp), la de la concentración en las ideas, incluso, las que se reciben inconscientemente. La obra de Muñoz responde a un posminimalismo conceptual figurativo. Lo primero que detectamos es que esas figuras tienen algo que las hace parecidas a nosotros, sin embargo, hasta donde alcanzo a observar son todas iguales, salvo excepciones en la posición de los brazos y la inclinación de los torsos, y son como «muñecos», que es la manera en que a Muñoz le gustaba llamarlas. Se ofrece al «espectador» una especie de escenificación teatral de las figuras en distintos contextos, sin que estos lleguen a explicarlas, pero sí mostrarlas de un modo u otro. Además, son intercambiables. La escena que se forma no será la misma en todas las ocasiones. Crea Muñoz con esta serie repetida de figuras un-su pequeño universo, en el que no parece que estemos invitados a participar más que desde una cierta lejanía simbólica. No son esculturas pero lo parecen, figuras similares a personas pero en unas dimensiones más pequeñas; son los personajes de una historia sin final, que volverá a repetirse tantas veces como sea expuesta (o permanezca guardada, incluso, en una habitación, un taller), que al obligarnos a preguntarnos «quiénes son», también nos obligan a preguntarnos quiénes somos. Y si somos, qué.

Para saberlo he querido ver sus rostros un poco más de cerca, he buscado imágenes en (Google), pero no las he conseguido, imágenes que fueran lo suficientemente amplias como para ver sus caras con detenimiento. Percibo, acepto sin poder aproximarme con el detalle que quisiera, que son todas iguales y que reflejan un cierto aire indiferente, distante o frío. Una característica que las envuelve es que fueron construidas más que esculpidas, en el taller del artista, por personas empleadas por éste, y con técnicas modernas. (Algo muy propio del minimalismo). ¿Les quedará olor a pintura?, me pregunto. ¿A los líquidos que utilizaron para endurecer las telas? También la vida endurece, castra, hace más indiferentes a las personas, desensibiliza, distancia... Pero en este caso hablamos solo de muñecos, ¿sólo?, que se rellenan con diferentes materiales, de una especie de figuras, valga la esperpéntica y valleinclanesca comparación de ¿espantapájaros?, que en vez de espantar atraen con desmesura a los que se pasan el día trabajando, al visitante medio del Museo o el espacio en el que fueron expuestas. La pregunta: ¿por qué razón acudió ese paseante al museo?, admite varias posibles respuestas: porque hay un artista de moda, una obra especial, ¿o sólo salió a caminar, a distraerse? Sobre los museos, hijos del Estado, de las fundaciones, de las colecciones privadas, nacidos los primeros (Louvre) de la rapiña de las guerras[1], museos ampliadores de la vida del mundo, eco de las colecciones o Gabinetes de curiosidades de aquel tiempo, Paul Valéry, dijo: «Los museos no me gustan demasiado. Los hay admirables, pero ninguno delicioso. Las ideas de clasificación, conservación y utilidad pública, ideas justas y claras, tienen poca relación con las delicias (…) Me encuentro en medio de un tumulto de criaturas congeladas, cada una de las cuales exige, sin conseguirlo, la existencia de todas las demás (…) Ante mí se desarrolla en silencio un extraño desorden organizado. Me asalta un horror sagrado. (…) ¡Qué fatiga, me digo, qué barbarie! Todo esto es inhumano. No es puro. Esta proximidad de maravillas independientes y enemigas, tanto más enemigas cuando más semejantes son, resulta paradójica (…) El oído no aguantaría a diez orquestas tocando juntas. El espíritu no puede seguir una multiplicidad de operaciones distintas, no existen razonamientos simultáneos, pero he aquí que el ojo (…), en el instante en que percibe, se encuentra obligado a admitir un retrato, una marina, una cocina y un triunfo, personajes en los estados y posiciones más diversos, y no sólo esto, sino que debe acoger en su mirada armonías y modos de pintar incomparables (…) obras que se devoran unas a otras (...)».La lectura de este fragmento [2] de Paul Valéry nos trae además una palabra que se inserta claramente en la obra Pieza de conversación, estamos ante figuras congeladas. ¿Es lo que tienen las conversaciones? ¿Es lo que queda de ellas en el recuerdo? ¿Algo que sucedió hace tiempo y permanece grabado en algún lugar de nuestros recuerdos, algo que pareciendo sólido se diluye?¿Sucede lo mismo cuando vemos conversar sin oír lo que se dice? ¿Se trata, simplemente, de una conversación inexistente? ¿De posturas, de composiciones que la reflejan y que parecen explicar desde el silencio hierático de sus posturas y sus recuerdos: ¿así es como se conversa, así es como conversan las personas, diciendo sin decir? ¿Guardándose lo esencial, ocultando los verdaderos sentimientos, los temas que podrían llevar a una contradicción, una discrepancia, una discusión?

Hay un currículo que avala una trayectoria, es como no podía ser de otra manera así en Juan Muñoz, y hay una obra que la justifica. El artista escribió: «Yo quisiera hacer una habitación así sin esperanza llena de una lluvia irrefutable cayendo sobre una conversación indiferente». ¿Es eso Pieza de conversación?

Charles Baudelaire habló de «productos que alegraban el ojo (…) que entretenían el ojo». ¿Negaríamos que esto es lo que nos ocurre ante los «muñecos» de Juan Muñoz? Duchamp también quería «romper la mirada retiniana». Como dice Aurora Fernández en su ensayo Formas de mirar en el arte actual, algo nos produce placer, quizá el disfrute de una cierta estética, y es «el placer que suscita poder decir que ésto es aquello», la repetición, tiene, guarda, reproduce, su-un valor. Pero hay algo más grave que Clement Greenberg señaló en un artículo publicado en Partisan Review: «mira a su alrededor y se da cuenta de que toda obra es perceptible de ser repetida, cooptada, manipulada para el consumo de masas. Se perfila el binomio alta cultura/ cultura de masas». Y, además, hagámonos la pregunta: ¿quién mira estas figuras, para quién están hechas? ¿Para un burgués de clase media europeo o norteamericano?, ¿cuáles son los sitios en que han sido expuestas? ¿Se las ha expuesto alguna vez en un barrio pobre? Algunas «obras ―escribió Hal Foster en El retorno de lo real. La vanguardia a finales del siglo―, no pueden hacer una crítica de las instituciones». ¿Podrían hacerlo éstas? Me parece que no. Pero hay más preguntas: ¿qué sentido tendrían estas mismas figuras en otra cultura? ¿Serían banalidades, juegos sin sentido, reflejos de otro mundo, qué? «En las sociedades capitalistas toda forma de cultura que tenga éxito acaba siendo asimilada?» afirma Foster. Y, entonces, yo me preguntó: ¿repitió las figuras Juan Muñoz, al comprobar que si una gustaba, varias doblarían, triplicarían el placer de verlas, atraparían aún más la mirada, invitarían a caminar entre ellas? ¿Somos adultos que queremos seguir jugando cuando nos dan la oportunidad? La cuestión me invita a coincidir con la opinión de Susan Buck-Morss cuando en Estética y anestésica. Una revisión del ensayo de Walter Benjamín sobre la obra de arte afirma que «El sistema nervioso no está contenido dentro de los límites del cuerpo» sino fuera de él. Una perspectiva que nos recuerda la alegoría de La caverna de Platón y lo que les sucedía a los que allí estaban. «La obra de arte reproducida se convierte, en medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para ser reproducida», de esto hablaba Walter Benjamín, en su obra Discursos interrumpidos en la obra de arte en la época de su reproducción, señalando los dos polos por la que esta se hacía atractiva, el valor cultural y el exibitivo, por lo que apelaba a enfrentarnos al producto bajo la siguiente premisa: «Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la asignatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible». Si para Breton: «la obra de arte sólo tiene valor cuando tiembla de reflujos de futuro», la pregunta es ¿existe esto en Pieza de conversación? Y la respuesta parece hallarse nuevamente en Benjamín: «La masa es una matriz de la que actualmente surte, como vuelto a nacer, todo comportamiento consabido frente a las obras artísticas». ¿Son obras, por tanto, para una mayoría casi idéntica como la de las figuras presentadas? ¿La llamaremos «masa»? Dicho lo anterior, ahora sí, nos centraremos en la relación de la obra Pieza de conversación de Juan Muñoz en relación con el texto El sujeto y el poder de Michel Foucault.

Decía el filósofo francés que «el sujeto se encuentra o bien dividido en su interior o bien dividido de los otros». La realidad se impone, nos obliga a ser, a quedarnos en los límites de nosotros mismos, y si cabe a aventurarnos más allá con precaución. Sin duda, ambas cosas ocurren, al sujeto le cuesta reconocerse incluso en los que fue, y el sujeto que está separado de los otros por ser uno, como dijo Ortega y Gasset «Yo soy yo y mi circunstancia», encontrará siempre dificultades para integrarse, acompañar, ser parte de los otros. Lacan, que pudo analizar en un caso psicoanalítico el terror de no ser quien se desea, habló de cómo el espejo sirve a la misión integradora del sujeto, siempre que esto se produzca desde la cordura. El espejo nos reconoce, nos muestra, nos dice quién somos; pero el espejo es o puede ser también, los no-yo, los otros, la sociedad. Y la complejidad reside en que estamos dentro de una estructura social de pensamiento, que no ha cambiado casi nada, y que necesita clasificar por oposición, y esto, ya lo señalaron los antiguos griegos, acaba fundamentalmente en «prácticas divisorias», divergentes, opositoras. En este caso, la división se produce del siguiente modo, las esculturas como muñecos, nosotros como personas, un grupo frente a otro grupo, lo inanimado frente a lo animado, lo que viene de la calle frente a lo obligado a estar en un lugar concreto. Lo que siente frente a lo que no siente. Somos, si se quiere actores humanos y no humanos en diferentes planos de inmersión. Juntos formaríamos una Gestalt perfecta, una unión a partir de nuestra mirada (que observa lo que es) y de nuestro pensamiento que intenta analizar, racionalizar (en base a nuestra experiencia y biografía) esa separación que es, a la vez, encuentro dialéctico mudo pero pensante; dos partes de la misma moneda, tan necesarios unos como los otros, acaso nosotros, en el papel de muñecos-personas para la visión del artista.

CONTINUAR LEYENDO EN EL SIGUIENTE «ENLACE»