sábado, 30 de enero de 2016
ARTHUR SCHOPENHAUER: EL ARTE DE SOBREVIVIR
Por: Pilar Alberdi
Plantea Arthur Schopenhauer (1788-1860)en esta obra una reflexión sobre importantes temas. El autor, que recoge en buena medida el pensamiento de Platón (dualidad de un mundo terrenal y otro espiritual superior), también recoge el de la voluntad, ya manifiesta en Spinoza e incluso en autores anteriores como Scoto. Una voluntad que es la de la vida, la de la naturaleza, la del Universo en que nos encontramos, y que se impone al mundo tal y como lo conocemos.
Para empezar trata el tema de las diferentes maneras en que se siente el tiempo en la infancia, la juventud y la vejez. Compara la primera mitad de la vida con una tela bordada, y el resto con su revés, es decir, con la forma en que fue realizada. No estoy segura de que todas las personas puedan valorar esta comparación, pero alguien que ha bordado, entenderá perfectamente. Casi asombra que se le haya ocurrido a un hombre, tal que siempre la tarea de bordar ha sido, en general, realizada por las mujeres. También compara la primera mitad de la vida con la elaboración de un texto, una narrativa propia, y el resto con su comentario.
Como en la vida todo es cambio y movimiento, aquello que en esencia Aristóteles llamó acto y potencia, es decir, la forma tendiendo a su «telos» (el fin para el que existe), la persona da respuesta a una enorme cantidad de «tareas que debe resolver» para asegurar su propia sobrevivencia. En este sentido, la realidad cotidiana, es la que nos marca el día a día, es decir, aquello sobre lo que tenemos un conocimiento directo. En ese estado permanente de actividad, en que una ocupación llama a otra, la importancia de estas tareas y estos intereses u obligaciones, también cambia con el transcurso del tiempo. Dice Schopenhauer: «Cuánto más tiempo vivimos son menos los asuntos que nos parecen importantes». La edad relativiza las urgencias y confirma ciertos hechos: «hay cantidad de gente con la que es imposible entenderse a partir de los 40». ¿El motivo? No uno, muchos, la experiencia, la prudencia que da el haber vivido. El filósofo cita varias veces la frase del Eclesiástes «Vanidad de vanidades y todo es vanidad». Pero, ¿es eso? Schopenhauer vive en Francfurt, en un ambiente protestante, y ya sabemos que los protestantes entienden que el hombre es malo por naturaleza y que más que por la fe y las obras será salvado si Dios lo elige. El autor, como comentaré después, lleva tiempo con la mirada puesta en Oriente, en su forma de entender la vida, pero el ambiente en el que vive le afecta. Si todo es vanidad de vanidades: ¿cómo encontrar el sentido en la vida? La escolástica no había encontrado paz con este tema, la imperfección estaba en el hombre. Y, además, para un centroeuropeo tener éxito en los negocios, se había convertido en una especie de ser un elegido por Dios, un nominado, y es lo que denunciará más adelante Max Weber, en su ensayo La ética protestante y el capitalismo, realidad económica-política en la que aún hoy vivimos, y que pretende explicar las vidas por su valor en el mercado: dónde trabajas, qué puesto ocupas, cuánto ganas.
Pero, volvamos al tiempo del filósofo. Explica con tono melancólico: «Las horas del muchacho duran más que los días del anciano». ¿No hay ahí como un tintinear de monedas en la hucha del tiempo? ¿Las de esas horas intensas y maravillosas atrapadas en unos pocos años? En el recuerdo es como un tesoro que reluce con luz propia y, ¡qué lástima!, los jóvenes rara vez saben lo que poseen, porque para ellos, la vida, está más adelante, en sus proyectos, en lo que el futuro hará de ellos. Solo más tarde, recuperarán aquellos instantes con la tibia sensación de haberlos perdido para siempre.
Schopenhauer, que tiene como referentes contemporáneos a Hegel (a quien detesta) y a Kant, del que toma parte de su teoría crítica, en parte para oponerse y en parte para hacerla suya, seguramente habrá leído de este, las cuatro preguntas antropológicas: «¿qué puedo saber? ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre?» Y esas preguntas, siempre, exigen algún tipo de respuesta.
Schopenhauer, es un anciano vital y, sin embargo, comprende: la vejez es la hora en la que todas las máscaras caen. En este sentido bien se le podría considerar uno de los anticipadores de los llamados «filósofos de la sospecha» (Nietzsche, Freud, Foucault), los que arrancan las máscaras, los que desvelan lo oculto, aunque si es así, también deberíamos incluir a otros como Aristarco de Samos, Copérnico, Galileo y Kepler con su heliocentrismo o a Darwin con su Selección de las especies, o a Linneo que no dudó en ser el primero en situarnos en el taxón de los primates, aunque por entonces no se hablase de los homínidos. Y a tantos, y tantos más. Casi puede oírse el ruido: todas las máscaras caen. Los “yoes” caen. Ya no hay forma de engalanar la vida, de hacerla atractiva: «uno ha acabado reconociendo la nadería y vacuidad de todas las maravillas del mundo, en especial del lujo, la pompa y la aparente grandeza». Y lo dice un hombre que vivió sencillamente, intentando cuidar la herencia recibida para poder dedicarse al estudio. Sus mayores lujos, así cuentan quienes le conocieron, consistían en una comida diaria en un mesón, alguna salida al teatro o la ópera, la adquisición de libros, y una o dos caminatas al día para mantener la salud.
Quién fuimos, quién queríamos ser, quién hemos sido. Y, sin embargo, como dirá Kant, pese a todo, el hombre aspira a trascender la experiencia. Y ahí, está el sentido, lo trascendental buscado con vehemencia, nos obliga a recapacitar sobre la ética.
Schopenhauer critica el egoísmo, al que considera la mayor iniquidad: «El egoísmo es colosal: domina al mundo», dirá. ¿Quién podría rebatirle?
Sorprendente para su época, lo insinuamos antes, el filósofo tiene amplios conocimientos sobre el Corán, los Upanishad (Vedas), así como sobre el brahmanismo, sintoísmo, zen y budismo. Es un hombre que ha leído mucho. Las citas de otros autores en sus obras son un permanente reconocimiento a aquéllos. Otro escritor alemán que, un siglo más tarde, se acercará al pensamiento oriental fue Herman Hesse. Recordemos su Siddharta. Desde ese punto de vista, el del budismo, la vida se convierte en un karma, una especie de pago de los errores cometidos en otra anterior. El respeto a los demás y a los animales y a la naturaleza es fundamental. Schopenhauer como otros escritores fue un gran defensor de los animales. Sin duda, la serenidad de estos postulados se contrapone a los cabellos blancos y alados del filósofo, o a esos ojos avizores con los que parece desnudar el mundo. Tanta energía y, a la vez, una búsqueda tan intensa de la serenidad.
Como filósofo le preocupa la enorme tarea del ser humano por adquirir conocimiento, tantas horas, tanto esfuerzo. Y, sin embargo, pese a esa ingente labor: «Cada treinta años llega una generación nueva que no sabe nada y tiene que empezar desde el comienzo». Es verdad que el legado pasa de unos a otros, y que el mundo avanza, pero, ¿hacia dónde? En los años treinta del s. XX, otros filósofos alemanes (Adorno, Horkheimer, Marcusse…), que también vivieron en Frankfurt, como en su día Schopenhauer, señalaron en su Teoría Crítica y en Dialéctica de la Ilustración cómo el Progreso había suplantado al «mito», y la tecnología se estaba convirtiendo en un peligro para el ser humano. Además, sabían de lo que hablaban porque tenían al nazismo delante de sus ojos. ¿De qué servía el progreso si era capaz de destruir a la humanidad?
No en vano, la pregunta más grave de Schopenhauer sería: ¿Cuál es el más grave mal que aflige al hombre? Y sobre esto no tiene dudas: el hombre mismo, que es capaz de tratar al otro de manera injusta. Pero también la vida tal como se presenta es dolor. Por si hiciera falta algún ejemplo, cita el caso de los niños de 5 años condenados a trabajar en los talleres textiles, en jornadas de doce y catorce horas diarias, «haciendo la misma y monótona tarea» todos los días.
No es este un libro alegre. No lo pretende: «la vida es sufrimiento», esa es la afirmación principal. Y teniendo conocimiento de esto, se pregunta qué ética hay que tener al respecto. ¿Cómo hacerle frente? Evidentemente, su juicio es crítico. ¿Nos sometemos a la Voluntad del mundo, o intentamos superar esa voluntad, oponiéndonos a la injusticia, intentando cambiarlo?
El texto que nos ocupa es una obra de madurez, concisa y clara. Schopenhauer mira la vida, así lo entiendo, desde la cumbre de una montaña de años que le han dado experiencia, y no le gusta lo que ve; aunque la suya haya tenido un buen pasar no estuvo ajena a problemas familiares y a fracasos académicos, como la de cualquier otro. Sabe que la vida es «muerte pospuesta», y que solo los sabios portan esa carga diariamente, mientras los necios la ignoran o pretenden ignorarla hasta su último momento, lo que tal vez les permita hacer peor las cosas o escapar a los dilemas éticos. Pero también intuye que la meta final es la gran oportunidad de dejar de ser ese «yo» impuesto, ese yo, cuya vida pudo ser de derrota, exclusión, dolor físico y psicológico, de inhumanidad sufrida y causada por otros. Aunque tampoco duda de que el que hace sufrir y el que sufre son a la larga parte del mismo dolor. El libro IV de su obra El mundo como voluntad y representación, precisamente es el que está dedicado a la voluntad, (los tres anteriores pertenecen a la representación).En la obra explica de qué modo el sujeto cognoscente y el objeto-mundo son necesarios para la realidad que conocemos, la cual, sin las personas que participan, no existiría, al menos no en el sentido que nosotros podemos darle hoy, y como dijo Diderot: ¿quién hablaría del mundo?
Justo allí, en ese último horizonte donde las preguntas se acaban o comienzan, Gadamer decía que uno avanza con su propio horizonte de comprensión, y ya Dilthey y Heidegger habían expresado, que el ser es devenir y comprensión. Al final, estará el límite como en un espejo, falta saber que nos reflejará: ¿una vida con sentido? Pero, ¿el más malvado de los personajes no ha puesto también un sentido en lo que ha hecho? ¿Sentido y ética están en relación? Acaso como decía Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas». ¿No precisa la filosofía de esa parte de los sofistas que entendían la verdad como algo relativo? ¿Podemos fijar la verdad? ¿Nos quedamos dentro de los márgenes de un relativismo que nos desespera?
Ante preguntas de este tipo, es lógico que nos asalte la perplejidad. Porque a aquellas sigue otra: ¿todos tenemos conciencia? ¿Y, de qué clase es esta? Porque si tuviéramos que hacer caso a Sócrates (470-399 a. C.), el buen actuar, la virtud, tiene que ver con tener conocimiento. Y se supone que a mayor conocimiento, mayor virtud y verdad. Pero Sócrates que también era humano, duda. Y lo muestra Platón en su obra Parménides, allí relata como convencido Sócrates de que pueda haber ideas inmanentes como las de Belleza, Bondad, Virtud, no ha pensado como le insinúa Parménides que también debería haber otras como las que afectarían al pelo, la basura, «y todo cuanto hay de indecente o innoble, ¿y no encuentras la misma dificultad? ¿Ha lugar o no a reconocer para cada una, una idea distinta, que existe independientemente de los objetos, con los cuales está en contacto?»
Sócrates, contesta: «Nada de eso, con relación a estos objetos, nada existe, más que lo que vemos. Temería incurrir en un gran absurdo, si les atribuyese también ideas. Sin embargo, mi espíritu se ve perturbado algunas veces por este pensamiento; que lo que es verdadero respecto a ciertas cosas, podrían muy bien serlo de todas. Pero cuando tropiezo con esta cuestión, me apresuro a huir de ella por miedo a caer y perecer en un abismo de indagaciones frívolas».
Poco han cambiado las cosas. Nosotros también tendemos a huir de aquello que nos horroriza.
Y ¿qué le contesta, Parménides? Que es joven, que ya entenderá, que lo múltiple cabe en lo Uno, y que así como hay ideas de lo bello, lo honesto y lo justo, están las otras; esas otras, que tanto nos preocupan.
Citas y referencias:
Schopenhauer: El arte de sobrevivir. Ed. Herder, Madrid, 2013
Sócrates fue obligado por la Asamblea a suicidarse. Se puede leer Apología de Sócratesde Platón.
Parménides. Platón. Obras completas, tomo IV.Edición, traducción y notas de Patricio de Azcárate. Madrid, 1871.
jueves, 21 de enero de 2016
QUE NO SE NOS OLVIDE
Pilar Alberdi
Que no se nos olvide, especialmente a quienes hablan de otros «fundamentalismos», que hace 50 años las misas se daban en latín y las mujeres se cubrían la cabeza para entrar a la Iglesia. Que las monjas vestían hábitos que llegaban hasta los tobillos, y que las de clausura se cubrían el rostro con un velo negro. Por favor, que no se nos olvide, que la Iglesia hasta el año 1966 tenía un Índice de libros prohibidos en donde figuraban los autores y autoras más lúcidos de todos los tiempos. Por favor, que no se nos olvide lo que representó la Reforma, que no salió de la nada, sino de las propias gentes de la Iglesia, y que permitió la traducción de la Biblia a las lenguas nacionales. Con la llegada de la imprenta, entre 1450 y 1500 se publicaron 9 millones de libros. Por favor, que no se nos olvide, que hace 50 años todavía los hombres y las mujeres se sentaban en sitios diferentes de la Iglesia; que era pecado masturbarse y tener relaciones sexuales antes de casarse y que ser homosexual conllevaba el castigo, y sino, recordemos las triste situación vivida por Oscar Wilde, en pleno s. XIX. Por favor, que no se nos olvide que no hace tanto tiempo, todos los paraguas eran negros. Pero todo puede cambiar, todo, incluso los paraguas negros. Por favor, que no se nos olvide, que del holocausto de los judíos se ha pasado al holocausto de todo Oriente Medio. Que no se nos olvide preguntarnos quién financia esto; que no se nos olvide. Y, por favor, un poco de memoria, que Mesopotamia fue el lugar donde se inició la domesticación de plantas y animales, y surgieron los grandes imperios; que no se nos olvide la importancia de la región sirio-palestina (Levante Mediterráneo) o la de Asia Menor y Anatolia, Irán, Persia; que no se nos olvide que el helenismo que pisó sus tierras se integró; que los textos de los autores griegos fueron salvados de la hecatombe romana gracias a que diferentes sabios los llevaron hacia zonas de Oriente, por ejemplo, hacia lo que hoy es Bagdad, donde existía una importante Escuela de traductores; que no se nos olvide que cuando Europa languidecía en una temerosa Edad Media, mirando otra posible tierra en el cielo, fueron árabes como Avicena o Averroes quienes con los comentarios a las obras de Aristóteles recogieron y dieron a Occidente lo mejor del pensamiento del pasado. Que no se nos olvide, no, que otros sabios orientales llegaron a Roma en el Renacimiento, trayendo más obras clásicas que se creían perdidas; que no se nos olvide que la «Humanitas» del Renacimiento, con el descubrimiento del Nuevo Mundo se abrió al Otro, y que la ciencia comenzó a recorrer un nuevo camino a partir de las teorías del heliocentrismo. Sí, que no se nos olvide, que cada creencia o religión es un modo de situarse en el mundo, que viene de la tradición, que intenta su propia evolución, pero sobre todo, que no se nos olvide que no tenemos un mundo, sino que él nos contiene a todos.
Notas:
En el siglo XIX también conoció Occidente los Cuentos de las mil y una noches, recogidos de las tradiciones orientales persas, iraníes, etc.
Escuela de traductores de Bagdad, siglo VII, llamada Escuela de la Sabiduría, protegida por el séptimo califa abasí, Al-Ma’müm (786-833). Tradujeron del griego y del siríaco a autores como Ptolomeo, Euclides, Teofrasto, Alejandro de Afrodisia, Platón, Aristóteles. Se enviaron embajadores a otras regiones a fin de conseguir más libros.
jueves, 14 de enero de 2016
LEV TOLSTOI: «¿QUÉ ES EL ARTE?»
Pilar Alberdi
Ante la tarea de realizar un ensayo sobre arte, he tenido que leer numerosas obras que me permitieron ver la constante relación que unía la palabra arte, a otras muchas como estética, y a gusto (lo que es del gusto de uno) y especialmente a belleza, con distintas variaciones y relaciones, ya se expresase como sinónimo de Dios o perfección o genio (del artista), o a lo que pueda mostrarse o parecer como verdadero o bueno.
En esta búsqueda topé con el libro de Tolstoi: ¿Qué es el arte?, pregunta que muchos se hicieron antes que él y muchos, sin duda, continuarán haciendo después, según cambie la época. Una pregunta común de hoy en día es: ¿se podrá a través de la I+D hacer arte? Parece que sí. Ya hay programas capaces de relatar al modo de una novela. Pero la cuestión es, ¿es eso arte?, ¿es novela? ¿Representan verdaderamente al ser humano? ¿Qué clase de arte deseamos o esperamos para esta representación del ser humano?
Probablemente, Tolstoi, en su querer definir qué era el arte, se encontró también con mil y una definiciones de arte, y así es cuando vemos que, ya desde las primeras páginas nombra a numerosos escritores y filósofos y lo que ellos dijeron. Por cierto, ni una de esas opiniones es de una mujer. Hoy podemos decir que las cosas han cambiado y debemos a mujeres muchas de las más exigentes reflexiones sobre estos temas y sobre el arte actual. Si ofrece, en cambio, un dato muy interesante, en tiempos de la aristocracia y la burguesía, el arte deja atrás los intereses de Papas y reyes y produce para estos. Detalle importante como se verá después.
¿Qué dice Tolstoi? El autor de obras como Anna Karenina, Guerra y Paz, La muerte de Iván Illich, La sonata a Kreutzer, se queja de las grandes subvenciones que recibía el arte en la Rusia de los zares, ya que estaba destinado a la «clase superior» y, por tanto, los temas que se exponían en ese arte no se correspondían con las vidas de las gentes del pueblo, las mismas que trajinaban sudorosas tras los escenarios, ya fabricando, ya moviendo grandes decorados, para que las óperas fuesen tan magníficas como lo que se esperaba de ellas, aunque los temas resultasen superfluos. La vida de la gente sentada en las butacas era muy diferente de la de los obreros y campesinos. La literatura de la época nos permite conocer algo de sus vidas: varias veces a la semana acudían al teatro sobre las 22 horas de la noche, salían de este de madrugada, cenaban y sobre las cuatro de la mañana se acostaban, levantándose al mediodía, momento en que desayunaban y sobre las cuatro de la tarde almorzaban para volver a repetir poco después una secuencia del día parecida a otras: paseaban, merendaban, también leían, ordenaban las tareas de sus casas a sus criados, hacían visitas, se ocupaban de sus tierras o negocios.
Tolstoi no es un socialista es un cristiano que liberó a sus propios siervos, creó escuela para ellos, estaba dispuesto a legar sus tierras y los beneficios de sus obras al pueblo, pero entre medias estaba su familia, en las que unos parecían dispuestos a apoyarle y otros no, ¿por qué se preguntaba su mujer quería que su familia fuera pobre? Ser pobre, en aquellos tiempos era vivir condenado en la miseria. Como es sabido, Tolstoi murió huyendo de su casa, ya anciano, en una estación de tren como si fuera camino a ninguna parte.
Pero este, aunque ilustrativo ejemplo, no es el caso que nos ocupa en este artículo. Un hombre que ve así la vida, un verdadero intelectual que dejó testimonio de ella en sus obras, que se preocupa por todos, tiene algo qué decir del arte, y lo que expresa es que ninguna de las definiciones dadas le satisfacen, él ve otra cosa y la ve clara: el arte es comunicación de sentimientos y, por tanto, una relación directa de los sentimientos del artista (no importa el tipo de arte que sea) con los sentimientos de quien recibe ese arte. De ahí la fraternidad, más incluso cuando se puede sentir, y así lo expresa, ya que lo que uno pueda sentir frente a una obra de hace cientos o miles de años, se comunica con lo que sintió el artista y también las personas de aquellos tiempos que la vieron, la escucharon o la leyeron, o las de tiempos posteriores.
Que una persona no sea artista, que no sea una entendida o entendido en la ejecución de tal o cual arte, no le impide, gracias a los sentimientos, sentir la obra de tal modo que es casi como si la hubiera realizado con sus propias manos o su pensamiento.
Arte hay, viene a decir Tolstoi, si por cualquier medio se transmiten sentimientos y estos llegan a las demás personas. Pone de ejemplo la narración de un niño que teme encontrarse con un lobo, al que solo conoce por los cuentos, lo que no le impide hacerse una idea de lo que es, sentir temor, y transmitirlo a quien le escucha y eso conllevará al recuerdo de otros temores por los demás, así como al deseo de consolar.
Dice, que sin el arte seríamos hostiles unos a otros, nos conoceríamos menos; por eso el arte es «un medio de fraternidad entre los hombres que les une en un mismo sentimiento» a través de las emociones.
Cuando el arte es para una clase social, representa solo lo que le pueda interesar a esa parte de la sociedad, pero de ningún modo puede representar lo que interesa al conjunto, ni lo que siente el conjunto o una gran mayoría. De ahí su crítica del arte del s. XIX, con una temática que entiende se empobrecía día a día al apartarse de lo religioso, entiéndase esto como lo superior o sublime, aquello capaz de hacer confraternizar a las personas. Ese alejamiento se podía percibir en el arte en la proliferación de particularismos egoístas, en la intencionada inclusión de pornografía, en un discurso machista propio de la época, recordemos esa cantidad de chicas pobres y jóvenes que acababan en la prostitución o como amantes, en un espíritu inmisericorde, en gran medida decadente, recordemos por ejemplo a los nihilistas, esos hombres que con un pasar decoroso y sin ser necesariamente ricos, pasean gran parte del día viendo las nuevas mercaderías que les ofrece el capitalismo industrial, no necesariamente podrán adquirirlas, mientras se aburren; nihilismo que él denuncia en Baudelaire, por ejemplo. No sin dejarle de asombrar lo que está ocurriendo en la pintura con los simbolistas e impresionistas capaces de pintar «una cara de azul», como expresa con asombro, o entre los músicos donde una sinfonía o una sonata se parece a otra, o entre los escritores. A la hora de salvar a algunos de estos, pone a buen recaudo a pocos, y con el fin de no extenderme demasiado señalaré a tres de esos autores, uno de ellos, una mujer: Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del Tío Tom; Víctor Hugo y su obra Los miserables, Dickens con textos como Canción de Navidad. Quienes hayan leído estas obras, sabe lo que Tolstoi quiere salvar, la humanidad, la fraternidad en la vida real, un sentido de dignidad y respeto para toda vida. No en vano esas obras, como algunas del propio Tolstoi forman parte ya de los grandes clásicos, y si aceptamos las opiniones del escritor ruso, en esas obras hay sentimientos universales que podemos sentir como nuestros. Otros autores que cita como ejemplo de una verdadera literatura: Dostoievsky, Eliot, Moliere, algunos cuentos de Maupassant, Dumas, padre.
Tolstoi, que es riguroso con su pensamiento, y le importa poco y nada la manera en que puedan juzgarse sus opiniones, ya que su querer es el de ser lo más auténtico y sincero consigo mismo, critica los sentimientos de la «clase superior» porque entiende no representan a los de toda una nación. Básicamente, define estos sentimientos así: en primer el lugar, la vanidad unida a la ambición y el desprecio de los demás; en segundo lugar, el deseo sexual que se manifiesta galantemente o de la manera más procaz; y en tercer lugar, el sentimiento de asco hacia la vida.
Con estos sentimientos, piensa Tolstoi, al menos esto es lo que se desprende de sus palabras, no se puede ser un artista para todos, porque lo primero y más sagrado es amar la vida y ser compasivo y, acaso, de ambos temas sepan más los pobres que tienen que condolerse, ayudarse, compadecerse, someterse a la desigualdad y al desprecio reinante.
Peo tampoco le basta al escritor con señalar los sentimientos de esta «clase superior», quiere distinguir entre lo que es una obra verdadera y una falsa. La primera, nos dice, tiene sentimientos, las segundas, no; son una mera copia, una falsificación ¿Cómo se las reconoce? Por la falta de sentimientos que cargan las segundas, si ante ellas no sentimos nada, ¿ante qué estamos? Yo las llamaría «obras muertas», también «frías, distantes, indiferentes». Pensándolo bien, ¿no es este tipo de obras las que nos encontramos habitualmente en oficinas de empresas, en instituciones? Obras frías que no dicen nada: ¿fueron elegidas para que los sentimientos de la gente se mantengan controlados? ¿Es el autocontrol desmesurado sobre los sentimientos? ¿Solo se debe pensar sobre lo que algunos quieren? Si es así, y creo que lo es, deberíamos meditar largamente sobre el tema.
En suma, ocurría en la época de Tolstoi y actualmente sigue ocurriendo. La diferencia entre obras verdaderas y falsas o falsificadas nos parece evidente. Incluso hay artistas que se plagian a sí mismos; cuando descubren que algunas de sus obras se venden más que otras o cuando algunas instituciones, fundaciones, marchantes, galerías se interesan por ellas.
Tolstoi cree que para que alguien se alce con el título de artista tiene que ser capaz de llegar a los otros, sin instituciones, ni escuelas, ni críticos de por medio. La obra llega o no llega, lo demás es oscurantismo que no merece ser explicado. Si yo veo un lienzo en blanco o con dos rayas y no me dice nada, no me dice nada; si leo un poema sin fondo ni forma no preciso que nadie me lo explique.
El escritor ruso habla con enorme convicción del «poder de contagio de la emoción», me ha gustado mucho esa definición, de ahí que quiera comentar lo que él llama: «el grado de compromiso artístico» que debe tener un artista. Sobre esta cuestión dice que cuanto más singulares sean los sentimientos del artista mejor serán recibidos. Se nos ha olvidado la importancia de ese término: singularidad, originalidad, también individualidad. Cuando estamos ante un Tolstoi o un Víctor Hugo sabemos que son únicos en el conjunto de la diversidad de los seres humanos, que han hecho su camino, preguntándose lo que hacían, acertando y equivocándose, profundizando, pero también, que mientras lo hacían no dejaban de pensar en las vidas de los demás, les importaban, incluso más allá de su propia muerte.
Evidentemente el ideal de Tolstoi sobre el arte del futuro era muy alto, consideraba que a partir de su siglo, el XIX, se llegaría a considerar como arte solo aquello que incluyese eso de lo que él hablaba: la comunicación de sentimientos y la fraternidad, y, sin embargo, no es lo que podemos apreciar ni lo que sucede en el s. XXI. El arte contínua siendo subvencionado, pagado por el Estado, solo uno de los principales museos españoles ha llegado a ser rentable, las artistas mujeres tienen una baja representación en los mismos (solo el 15%), y las obras, sí, parece inevitable hacer esta pregunta, ¿qué nos dicen? Cuando percibimos esa serie de novelas que ya no desde el machismo de otras épocas, sino bajo el actual y desde el planteamiento de un falso romanticismo (obras en general escritas por mujeres) que incluye el sometimiento de la mujer en un entramado de relaciones sado-masoquistas, creo, sinceramente, que no hemos progresado mucho y que a Tolstoi también le horrorizaría este mundo, no mejor que el suyo, igual de convulso e hipócrita, donde proliferan las obras «falsas» tanto como las falsas verdades, y donde su ideal de que «el arte debe destruir en el mundo el reino de la violencia y de las vejaciones» aún resulta imposible.
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miércoles, 6 de enero de 2016
LA REPÚBLICA DE UTOPÍA
Reseña: Pilar Alberdi
«Utopía», se trata de un no-lugar, que tiene un río, Anidro, que es un no-río, con un príncipe de nombre Ademo, que significa un príncipe que no tiene un pueblo.Su autor, Tomás Moro(1478-1435). La obra se publicó el año 1516, apenas pocos años después del llamado «Descubrimiento de América», quizá por eso, el narrador refiere lo que escuchó de un personaje de nombre Rafael Hithlodeo, quien habiendo realizado un viaje junto a Américo Vespucio, conoció la Isla de Utopía.
En la isla hay 54 ciudades, situadas a poca distancia unas de otras. Los problemas comunes se tratan en una de estas ciudades en reuniones anuales. Esta ciudad en concreto es Amauroto, tiene un río cuya anchura al llegar a la ciudad es de unos 300 metros y hay un puente que lo cruza. La ciudad por la descripción nos recuerda Londres, ciudad donde vivía Tomás Moro. La obra es de filosofía política: el mundo como podría ser no como es. Las leyes de Utopía indican: «Cada diez años los habitantes cambian de casa por sorteo y procuran dejar la que ocupan en buen estado». Las casas son de tres pisos, en ciudades de diseño cuadriculado como en Roma. El príncipe es vitalicio siempre que no se convierte en tirano, porque el que uno domine sobre los demás es sólo para imponer la paz y la justicia, no lo contrario.
En un mundo tan injusto como el de aquella Europa a la que Moro retrata, los únicos que pagaron impuestos hasta el siglo XVIII fueron los campesinos. La nobleza y el clero lo harán posteriormente. Este dato es fundamental. El autor da un amplio reconocimiento a los campesinos y propone que se les asista en la necesidad, la enfermedad y la vejez. Recordemos también, que en gran parte de Europa, tras la línea del río Elba, concretamente hacia el Este, seguía existiendo la servidumbre obligada incluso para los hijos. Una variante de esclavitud.
Tomás Moro sabe quiénes son los que más sufren con su trabajo, los que más han dado de sí y los que menos han poseído, y su Utopía es un vivo reflejo, una defensa de los que han trabajado de sol a sol para la vida de los demás, ya que los estamentos de la época que se jactan de su importancia (nobleza, clero, burgueses), no podían vivir sin que los campesinos que trabajasen sus campos, ya que por la época, la nobleza, antes guerrera, se había hecho terrateniente, y vivía de las rentas que le daban sus tierras.
No se trabajará, dice Moro, en las leyes de este nuevo mundo de Utopía, más que seis horas al día, tres por la mañana y tres por la tarde, Se vivirá en familias, se comerá en comunidad. Si alguien desea estudiar puede hacerlo, si alguien desea cambiar de oficio, también.
A las gentes de Utopía no les llama la atención ni el oro, ni el dinero, que no forman parte de sus valores, por eso no comprenden como algunos, en relación a la nobleza, puedan ser felices viendo como la gente se inclina ante ellos, lo que sin duda, les parece ridículo.
En este nuevo mundo, la caza está prohibida, y la salud es considerada como un deleite.
Como los nombres no hacen a los sistemas políticos justos, llama «ingrata e injusta» a la «República» que da y ensalza a los que más tienen, en vez de favorecer a los que menos poseen. Escribirá: «La riqueza se levanta como diosa, a base de un mundo de miserables a los que puede mandar y de quienes puede triunfar, y cuyas desdichas la hagan resplandecer haciendo alarde de su poder y ostentación, con lo que se aflige y aumenta más la necesidad y la miseria».
Después de Moro, a quien el rey Enrique VIII mandó decapitar, surgieron más mundos imaginarios, en donde una realidad mejor intentó salir a la luz.
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