sábado, 12 de marzo de 2016

DIDEROT: CARTA SOBRE LOS CIEGOS PARA USO DE LOS QUE VEN


Por:Pilar Alberdi

Siempre me pregunto por qué razón la gente no lee a los clásicos. La respuesta es sencilla: están educados para leer la última novedad. Pero en los clásicos hay tesoros, que hoy es muy difícil encontrar, por ejemplo, pasión. Cuando todo lo que leemos hoy nos suena parecido a lo que leímos ayer, sólo nos quedan los clásicos. Ni siquiera la interpretación que otros hagan de los clásicos, sino la nuestra, a la que podemos acceder desde nuestra experiencia en la vida y nuestros conocimientos. No se precisa más. Cada lectura será única, especial, didáctica.
El relato comienza como una carta dirigida a una mujer, no se da su nombre, a la que promete hablarle de ciegos a los que el autor, Diderot (1713-1784), ha tenido acceso, ya por referencias o porque los ha conocido y mantenido el trato.
En esta relación de los hechos conoceremos que varios médicos realizaban, al parecer con notable éxito, operaciones de cataratas. Se invitaba a personas para verlas. Aunque los lugares donde se practicaban, las consultas eran pequeñas, la puesta en escena recuerda las legendarias clases de anatomía.
La presencia de esas personas interesadas en los avances fisiológicos de la nueva ciencia del siglo XVIII, ayudaban a pagar los costes de las operaciones de personas carentes de recursos.
No pensemos en la profilaxis, ni en otras consideraciones a las que el propio Diderot no le preocupan o no cita. Aquellas gentes, sin duda, eran más fuertes que nosotros, y se sentían capaces de superar una infección sin penicilina y una operación sin anestesia.
En la obra se habla en especial de tres ciegos y se cita a algunos más.
Al primero que visita es al ciego de nacimiento de Puiseaux. El hombre sabe de química y ha realizado cursos de botánica.
Si nos confiamos al escritor hay aciertos notables en lo que describe. El ciego es ordenado por necesidad, pero también lo son por el mismo motivo quienes le rodean, forzados por su situación. Si él dice de algo que es bello, no lo juzga, solo lo repite en base al juicio de los que ven. Explica: «¿Y qué otra cosa hacen las tres cuartas partes de quienes deciden sobre una obra de teatro, después de haberla visto, o sobre un libro después de haberlo leído?» Repetir lo que ha dicho alguien que se considera un experto en la materia. Cuando Diderot le pregunta que entiende por un espejo, explica que es «una máquina que pone las cosas en relieve lejos de ellas mismas». Al escritor la descripción no lo deja indiferente, porque descubre que el hombre tiene razón y que el espejo nos pone como «fuera de nosotros mismos» y saca la consecuencia de que filósofos instruidos han llegado a conclusiones igualmente falsas con mucho más esfuerzo.
Como las innovaciones científicas son tantas, y como se habla de ellas a diario, el ciego pregunta si los que no son naturalistas también pueden mirar por esas máquinas que agrandan (telescopios) o que reducen (microscopios) los objetos. Si no tenemos conciencia de lo que esto puede significar por parecernos hoy un conocimiento básico y sin mayores misterios, es inteligente por nuestra parte recordar que hasta no hace mucho los truenos aterrorizaban a las personas, por la simple razón de que aún no se los había dominado a través del conocimiento, y contra ellos solo cabía asustarse, cerrar ventanas y lanzar conjuros.
El ciego se siente menos ciego de lo que Diderot podía haber imaginado, y esto pasará con el resto de protagonistas de esa misma condición que describirá posteriormente. El tacto, le confirman todos, ahí está su visión, y luego están los demás sentidos, los mismos que tienen los que ven. ¿Qué es ver? Se pregunta el ciego y pone el ejemplo de que es como si el hombre se sintiera fuerte porque tiene brazos, algo a lo que la mosquita podría contestar que ella tiene alas.
Como a uno de los presentes se le ocurriese preguntarle si desearía tener ojos, el hombre contesta: «Si la curiosidad no me dominara, me gustaría igualmente tener largos brazos; me parece que mis manos me informarían mejor sobre lo que pasa en la luna que sus ojos o sus telescopios y, además, los ojos dejan de ver antes de las manos de tocar».
Aquí se plantea un tema importante, el de las percepciones y a través de estas, la forma de estar en el mundo. El ciego que no puede ver la pobreza no podrá apiadarse si no la escucha lamentarse.
Hay una alusión a su boda. Se sabe que es un matrimonio bien avenido, y su opinión es que se casó: «para tener ojos que le pertenecieran».
Diderot tiene claro ya en esta época que podría elaborarse un lenguaje para sordosmudosciegos y ofrece lo que ha pensado al respecto.
Si el ciego de Puiseaux y los que le rodean ha puesto en su lugar al que se siente en superioridad de condiciones por ver, otro ciego, Saunders le dará otra lección, muy sencilla además: son más metafísicos los que ven que los que no, porque los que ven pueden admirar la belleza en todo su esplendor, y solo eso les hará pensar de la mañana a la noche en un creador.
El ciego de nombre Saunderson es como el propio Diderot en ese momento, un «deísta» que se siente a gusto entre los «ateos», y que no aceptará al final de su vida, que el ministro intente agredirle con la información de un Dios que él no ha conocido. Se dice que aunque Saunderson existió y fue muy conocido porque llegó a ser profesor de óptica en la universidad, el final que cuenta Diderot no es real según los testimonios de los presentes, pero permite al filósofo expresar su pensamiento. De este modo, le hace decir a Saunderson: «¿Cuántos mundos estropeados, fallidos, se han disipado, se rehacen y se disipan tal vez a cada instante en espacios lejanos que yo no toco y usted no ve, pero donde el movimiento continúa y continuará combinando cúmulos de materia hasta que hayan obtenido alguna disposición en la cual puedan perseverar?»
Hay que tomar conciencia de en qué fecha está escrito esto (1746), y la modernidad de la exposición teórica. Todavía faltarían unos cuantos años hasta la Revolución francesa, y aunque Descartes y Newton, habían dado mucho de sí, aún faltaba una cantidad enorme de conocimiento científico por llegar.
La última persona ciega a la que se referirá es la joven Mélanie de Salignac, a la que ha tenido oportunidad de tratar por la relación que mantenía el filósofo con su familia.
El relato es una continuación de la Carta inicial, agregado en su madurez. En el juicio crítico que el propio autor expone de la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, considera que la primera parte resulta amena y la segunda, larga. Algo en que puedo darle la razón. Sin embargo, con esta tercera parte, la narración vuelve a la tonalidad inicial.
Sobre las referencias que nos ofrece de la joven Mélanie se indica que «sostenía que la geometría era la verdadera ciencia de los ciegos», y lo demostraba sobradamente cuando entrando en una habitación desconocida, se hacía rápidamente con su topografía, reteniendo los detalles que luego pudieran importunarle.
Rodeada de una familia numerosa que se preocupaba por ella, aprendió a leer y escribir y también música, mediante un sistema de lectura-tactil. Al estudio de la geografía accedió con mapas donde los meridianos y las latitudes estaban marcados con hilos de latón, y los límites entre Estados, los mares, los ríos, las grandes ciudades, con otros tipos de elementos.
La pregunta que a Diderot le preocupaba con respecto a esta ciega es cómo podía ella pensar sin colores. Pero a ella no le interesaba esa cuestión, eso sólo podía preocuparle a alguien que veía.
Lo dicho, hay que volver a los clásicos.



Notas:
Por la publicación de esta obra en la que se da a entender que Dios no existe, el filósofo sufrió prisión de tres meses.
Denis Diderot fue el director de la Enciclopedia, uno de los más importantes medios de difusión de las ideas de la Ilustración.
Citas: Carta sobre los ciegos para uso de los que ven. Traducción y notas de Silvio Mattoni. Ed. El cuenco de plata. Buenos Aires, 2005.