domingo, 12 de junio de 2016

Simone de Beauvoir: «¿Para qué la acción?»


Pilar Alberdi

«Plutarco cuenta que un día Pirro hacia proyectos de conquista…» Así comienza el texto ¿Para qué la acción? de Simone de Beauvoir. Pirro no está solo. Es Cineas quien escucha sus planes, irá a África, dice, luego a Asia, Arabia, tantos proyectos como tiene. Como la lista es larga, Cineas que le escucha atento, pregunta constantemente: «¿Y después?» Y por los labios de Pirro se derraman remotos lugares. «¿Y después?», es Cineas otra vez quien interroga, intentando encontrar el sentido y el fundamento último de la campaña. Entonces, quizá cansado ya mentalmente de tanto viaje y tantas guerras, Pirro, dice: «Descansaré». Entonces, «¿Por qué no descansar, inmediatamente?» sugiere Cineas. Pirro tenía desde el principio la respuesta en su mano, pero la vida es como es, acción o «movimiento», y también «voluntad», lo señaló Aristóteles, y lo corroboraron Schopenhauer con su «Voluntad de representación» y Nietzsche con su «Voluntad de poder».
El cuento de Plutarco es el cuento de nunca acabar. Las personas lo conocen bien. Todos lo conocemos bien. Pirro estaba tan envuelto en su historia personal, que es, sin duda alguna, parte de la Historia general, como nosotros en la nuestra. Simone de Beauvoir lo sabe, es inteligente y culta, en realidad sabe muchas cosas, las dice claramente, y reconoce que la oposición siempre está ahí.
Existencialista como Sartre, sabe que si «me encierro en mí, el otro también está cerrado para mí». El existencialismo se opone al ritual cartesiano del «Pienso, luego existo», su himno de batalla, que a algunos parece frío es, simplemente: «Existo, luego pienso».
Hay esa idea extraña de que todos los existencialistas son ateos; no es así, los hay de distintas religiones. A fin de cuentas, ¿quién en su sano juicio se negaría a reconocer que este vivir, es lo más sagrado y lo más digno de respeto? Cuando nos importan los otros es porque nos importa su vida, porque damos valor a la nuestra, a la intersubjetividad que nos une.
Beauvoir es exigente, y esto, si en su tiempo fue importante cuánto más ahora: «Es mío solamente aquello en lo que reconozco mi ser, y no puedo reconocerlo sino ahí, donde estoy comprometido; para que un objeto me pertenezca es preciso que haya sido fundado por mí». En esta hora en que nadie lee y todo es un copia y pega, y cuatro letras, y se paga por decir estupideces por la televisión, el ser que piensa tiembla. Porque ser es constituirse día a día, comprenderse para comprender. «No se puede saciar a un hombre, no es un vaso que se deja llenar con docilidad». Y es verdad que una persona que se siente a sí misma, y se busca para ser quien puede llegar a ser, no puede saciarse, y esperará que lo mismo suceda en los demás.
«Heme aquí sabio, ¿y qué hago ahora?» Ese es el problema, el sabio sólo puede ser. Y ser es elegirse, y si se elige honesto querrá que los demás también lo sean, al contrario que el corrupto que para ser como es, prefiere a los otros también corruptos.
El existencialismo trata de la responsabilidad con uno mismo y con los demás. Hay una trascendencia que se nos escapa si se trata de declarar cuál sea la mejor religión, pero hay otra que no se nos debería escapar, el otro vale tanto como yo, y a mí me corresponde estar alerta para que esta justicia que quiero en este mundo se cumpla.
«La humanidad es una serie discontínua de hombres libres aislados irremediablemente por su subjetividad». Pero es ésta subjetividad, esta diversidad, la verdadera joya. La idea de una globalidad, es aberrante, primero por la violencia que supondría implantarla, segundo por la igualación que se pretende.
«No se llega a ninguna parte. No hay más que puntos de partida». Hay que vivir unos cuantos años para saber que este es el verdadero camino, un camino interminable, que la persona que intenta completarse recorre. Primero cree que está más allá su punto de llegada, y alcanzado ese espacio, surge otro y otro, y va más lejos. Movimiento y voluntad, físico e intelectual, esa es la cuestión. La vida no se detiene. Las generaciones tampoco, unas detrás de otra son elevadas por la onda de la vida, entonces el rebalaje marcará un nuevo día y otro y otro.
En El ser y la nada de Jean Paul Sartre puede leerse: «No hay elección, sino por un acto que vuelve sobre las cosas: lo que el hombre elige, es lo que hace, lo que proyecta, lo que crea». No está en la muerte nuestra ontología, como pretendía Heidegger, por supuesto que no, está en esa vida que busca expresarse una y otra vez de la manera más completa.
Hay en el texto de Beauvoir, frases que duelen: «No somos jamás para otro, sino un instrumento», «dar una vida no confiere ningún derecho sobre esa libertad»; sin embargo, es al otro, sea cual sea al que necesitamos para nuestra «fundación». El otro, nos desvela.
Haciéndose eco de la voz de Sartre, dice: «Si hago de un grupo de hombres un rebaño, reduzco a igual condición al reino humano, y aún si no oprimo más que a un solo hombre, en él late la humanidad».
El existencialista es alguien que pide responsabilidad. Sartre decía que la gente quiere que se nazca «héroe o víctima», pero hay que elegir, en cada pequeña acción ahí está nuestra elección y también nuestro destino.

miércoles, 1 de junio de 2016

AUGUSTE RODIN: CHARTRES




Pilar Alberdi

Cuatro voces para explicarnos la catedral de Chartres, el gótico, y un siglo, aquel, en que se dejaba atrás la calma, en el que los paseos ya no serían los de antes y las fábricas comenzaban a tragarse el «aire bueno», a medida que las antiguas callejuelas escupían esporádicamente los primeros vehículos a motor y los escaparates se llenaban de productos en busca de compradores. Pero no todo había cambiado, todavía, al menos en Chartres, un rico podía ser llevado en andas sobre una silla, para que no se embarrase como los demás mortales.
Cuatro voces, la del pintor Auguste Rodin, gran escultor, y tres escritores como Rainer Maria Rilke, Henry James y Stefan Zweig, no son poca cosa, es como mirar la vida del siglo XIX a través de la sensibilidad más fina, del genio más poderoso.
Rodin se complace en recordar que John Ruskin, fue uno de los primeros que supo apreciar «las antiguas catedrales e iglesias de Francia»; Víctor Hugo, incluso, defendió esos tesoros de posibles nuevos trazados de carreteras, como cuando en París se exigió «echar abajo la torre de Saint-Jacques» y el encaró una protesta pública.
Para lo nuevo, lo viejo y heredado, parece tener los días contados, sin embargo, ahí estaban ellos, los artistas, los escritores, dispuestos a defender el pasado. ¿Dónde mejor que frente a la catedral de Chartres se puede aprender arte? Rodin cree que le debe mucho a sus visitas a la catedral, donde los claroscuros de las formas externas y en relieve, donde las figuras sonrientes, donde el ángel custodio del reloj de las horas humanas espejeaba ante «un sol dorado como un pan».
¿Dónde, cuando acaba el gélido invierno ―pregunta Henry James― el insoportable frío se refugia mejor de la incipiente primavera que en el interior de la catedral?
En el Ciclo de Chartres, los poemas de Rainer María Rilke dedicados generosamente a la ciudad, el poeta pinta el paisaje con palabras. Ahí, nos dice: «se acuclillaban las viejas casas como una feria», es lo que tienen los pueblos que se agrandan, que se hinchan por el paso del tiempo; «allí, en aquellas pequeñas ciudades puedes ver cómo habían crecido por encima de su entorno, las catedrales»; y ¡qué misteriosa, qué intrigante!, la catedral de Chartres, con una torre romántica y otra gótica. Luego, hasta parece lógico que Rodin nos diga que la vida ―en aquel lugar― «vacilaba al tocar las horas».
Y es Stefan Zweig, sin duda y como ya demostrase en algunas de sus obras, el que más desesperado parece ante los tiempos que se avecinan. Ha pasado por París y aquello lo ha sobresaltado. ¿Qué era aquel estrépito, aquella marea de gentes, aquel nuevo parecido a Nueva York? «La luz blanca y cegadora inunda las calles abarrotadas de gente [ha llegado la electricidad], los carteles luminosos saltan de tejado en tejado [se anuncian las películas en los cines], y el temblor de los automóviles sobre el asfalto se siente hasta en la última planta de los edificios». Todo ha sido transformado por el progreso; no hay sosiego, todo es celeridad, todo el mundo corre, corre, pero ¿a dónde? Atestigua: «En ninguna parte se puede encontrar ni media hora de calma, ni siquiera de madrugada» (…) «su nerviosismo, su rabiosa inquietud [la de la ciudad] se propaga». Entonces, de manera urgente decide tomar el tren a Chartres, que está a una hora de París; allí tiene que haber tranquilidad, piensa, o eso quiere creer mientras relata su paseo en tren, el paisaje que orilla las vías, y cuando llega al pueblo se da cuenta de que aquello de lo que él escapaba, la modernidad, también ha alcanzado sin remedio a la villa, y quizá ya nada tenga solución, todo parece indicar que «el siglo de la fe y la paciencia ha pasado, un siglo que ya no va a volver» y todavía se da cuenta de algo más: «Los hombres ya no van a construir más catedrales».
Y como si las demás voces quisieran levantar el vuelo, expresarse sin ataduras, Rodin, para no quedarse atrás, exclama desde su propia visión de la experiencia de la vida: «cuando la religión se pierde, el arte también está perdido; todas las obras maestras griegas, romanas, todas las nuestras, son religiosas».
Hace ya tiempo que esas voces no están para la vida, pero no para el tiempo que las nombra y las recuerda. Algo de razón tenía Rodin, seguro que sí, pero no toda, si viera hoy los museos, los mismos en los que se exponen sus obras, comprendería que muchos se han convertido en las nuevas catedrales.


Palabras de la contraportada:

«Los constructores de las catedrales góticas, modelando la luz y la sombra tal como lo hacían, sabían lo que pretendían y cómo realizarlo; obedecían, a la vez, a una ciencia absoluta de la armonía y a un conocimiento de la naturaleza».

Puedes visitar el catálogo de la Editorial Casimiro en el siguiente enlace.

Nota:
En el interior de la Catedral de Chartres hay dibujado un laberinto. Más información: El ciclo infinito: el laberinto de la catedral de Chartres.