miércoles, 27 de julio de 2016

TRUMP O EL PROTECCIONISMO AMERICANO


Pilar Alberdi

Aquel por quien nadie daba nada ya está a las puertas de la Casa Blanca. ¿Podríamos decir que representa mejor que otros a la población norteamericana? Probablemente, al menos no viene del sector político, es decir, de aquellas personas que viven de la política, como ocurre en aquel país y en otros, que hacen carrera con ella y que en consonancia con algunos lobbies que les financian deciden el destino de su país y, desgraciadamente, el del mundo.
Donald Trump es un empresario, hijo de empresarios, también hijo y nieto de inmigrantes, que acaba de decirle a sus conciudadanos que él es «su voz». Esencialmente se lo está diciendo a la clase obrera y media, blanca. Va a intentar representarles. Y podrá o no gustar su estilo de vida, sus maneras, sus convicciones, pero hay un dato interesante, sus hijos (de diferentes matrimonios) lo quieren y lo apoyan, y están con él en todos los actos, y eso, no me parece a mí que pueda conseguirse, si de verdad no lo quisieran. Como hijos, han comentado que sus padre nunca les impuso qué debían ser en la vida, y una de sus hijas ha dicho que de su padre aprendió que la palabra «imposible» es solo el comienzo de algo, un punto de apoyo para conseguir aquello que se desea. Y Trump, si algo desea en este momento, es gobernar para los americanos. Dice él que en la empresa privada ya ha conseguido el éxito y ha sido feliz obteniéndolo, y ahora lo desea para América. Evidentemente, no es un Obama queriendo parecerse a un Kennedy, es un Trump. Un empresario que en las últimas décadas del s. XX pasó serias dificultades para sacar adelante sus empresas. Por eso, supongo yo, le resultará intrascendente que a alguien puedan no gustar sus modos o sus palabras.
En su último discurso (El americanismo será nuestro credo), en la Convención Republicana que le ha proclamado como candidato al gobierno de la Nación, es cuando ha dicho por fin que ya podía hablar con más sinceridad, con más pero no con toda, intuyo. Evidentemente, aunque lo intentó desde el principio, no pudo evitar dar algún susto, y todavía los que dará. Pero si lo pensamos, basta que uno se salga de lo corriente, de lo que se espera que debe pensar todo el mundo, para que comience a asustar de verdad.
¿Qué dice Trump? (Al final pondré un enlace a su último discurso en español). Lo que está diciendo es que no está de acuerdo con la política internacional de su país, con la política llevada a cabo en Oriente Próximo, indirectamente al mostrar su reticencia sobre el papel en que la OTAN desarrolla su tarea, justificando en que otros no pagan lo que deberían económicamente para ser protegidos, lo que está diciendo es que Estados Unidos gasta una enorme, extravagante cifra de dinero que va a parar a las empresas armamentísticas, que son las verdaderas reinas de la economía norteamericana y las que imponen criterios de política y guerra, y todo esto para mantener un Imperio que bien puede llevarles a la ruina. Evidentemente, no habla mal en su discurso de los Busch, estos a fin de cuentas, son republicanos, y tampoco era cuestión de tirar bombas contra los suyos cuando intenta hacerse con sus votos, pero si lo hace contra Hillary Clinton. De ella dice que debería estar en prisión por sus pésimas políticas en Oriente Próximo, que evidentemente, no decidía ella sola, pero si fue ella la que declaró en un juicio, lo publicó The Atlantic y existe un vídeo, que ellos habían sido los creadores del grupo terrorista Daesch, luego llamado ISIS y posteriormente EI. Lo extraño es que nadie se preguntase cómo los medios de información iban cambiando estos nombres de mutuo acuerdo. Lo que sucede con los medios de comunicación es que tienen dueños, forman grandes corporaciones, y sus redes son tentáculos muy poderosos que en connivencia con la banca, los fondos de inversión y otros, hacen visibles las noticias que les interesan y otras no. Por supuesto, también hay economistas, periodistas y escritores a su servicio. Sinceramente, ¿cuántos periódicos tendría una que leer al día y en cuántos idiomas para poder sacar alguna conclusión relevante de lo que realmente sucede? Por ejemplo, y perdonen que me desvíe un minuto del tema, Francia declaró que tras el reciente atentado de Niza sus aviones salieron a bombardear puestos del EI en Siria. Solo he encontrado en un periódico español y he visto más noticias en las Redes Sociales, que lo que Francia bombardeó estas pasadas noches han sido poblaciones causando numerosos muertos y heridos.
Evidentemente, Trump es un peligro, y lo es para quienes sostienen que contratos como el TTIP o el TISA y otros que afectarían a Europa, gravemente, pueden resultar igual de malos para EEUU. No habla precisamente de estos contratos, aunque dice que se mirarán con lupa todos, pero sí comenta de otros firmados con otros países de su zona, por ejemplo con México. Incluso se ha atrevido a decir que si es necesario se marcharán de la Organización Mundial de Comercio. Veamos, la cuestión es sencilla, es igual de sencilla que para Europa, pero aquí también hay intereses para ocultarla, porque hay evidentemente una Europa de primera, de segunda y de tercera. Lo que sabe bien Trump es que el capitalismo financiero (banca, grandes fondos de inversión) y corporativo (multinacionales) de hoy en día, no tiene patria. Esto es un problema. Antes tenían patria, sí, por ejemplo, la mismísima Norteamérica, pero ahora no, y perjudica por igual a una país latinoamericano que a uno asiático, a un país del sur de Europa, o a un Estado de USA. Trump conoce bien esto y ha dicho que no permitirá que ninguna empresa radicada en su país, se deslocalice, es decir, se marche a México porque allí le sale más barata la mano de obra. Ya ha visto cómo han desaparecido tantas, dejando como lastre un altísimo número de desempleados. Si lo votan como presidente, ninguna empresa más podrá marcharse sin pagar económicamente por las graves consecuencias que ello conlleva, y si quieren irse tendrán que pagar una indemnización. También se queja Trump del comercio chino y de cómo este país devalúa su moneda para obtener ventajas, además, de la gran cantidad de copia de productos, que salen de allí, por los que no pagan derechos sobre patentes.
Por supuesto, Trump, no teme a Putin, ese fantasma que levantan los demás. Es más, cuando Putin intervino en Siria, el ahora candidato por los republicanos declaró que Rusia había conseguido en tres meses lo que la Alianza de países que decían estar luchando contra el EI, es decir, EEUU, Canadá, Inglaterra, Alemania, Francia, Arabia Saudita, Israel, etc, no habían conseguido en años, porque sin bombardear las carreteras, ni los miles de camiones que sacaban crudo hacia Turquía, ni aquellos que llevaban alimentos para compra-venta en las poblaciones tomadas por el EI, no se puede destruir a nadie. Además, ¿saben ustedes cuánto cuesta un vuelo de una hora de esos aviones? Más de cien mil euros. Yo creo que muchos pensábamos esto, que allí, para desgracia de la población (entre Siria y otros países se ha afectado la vida de más de cien millones de personas) se estaba jugando una guerra espantosa mientras se destruían ciudades y se expoliaba a la zona de su petróleo, y se obligaba a la gente a marcharse. ¿O no? (Si hasta Blair, ha emitido, después de una investigación, su particular «mea culpa» sobre el ataque a Irak). La diferencia fundamental que yo veo ahora mismo entre Rusia y USA, y es un pequeñísimo ejemplo, lo sé, pero tan importante siempre que en su día no lo vieron ni Napoleón ni Hitler, es que si ocurriese algo, Rusia, como en el pasado será defendida por su pueblo. De hecho no hace mucho el gobierno ruso implementó en las escuelas un plan para rescatar el respeto al pasado y a la tradición, y se recuerdan y se cantan canciones rusas en los colegios. Si se pierde el pasado, y el valor de la gente del pasado, se pierde un pie dónde apoyarse. Norteamérica, un país nuevo, tiene básicamente un ejército de mercenarios, es decir, de empresas que contratan soldados que envían al frente. Y armas similares, las tienen los dos potencias.
Entonces, recapitulemos un poco: ¿qué quiere fomentar Trump? El trabajo. No está a favor del capitalismo financiero. ¿Cómo dice querer hacerlo? Incentivando la construcción, por ejemplo, y potenciando a las empresas.Evitando la deslocalización; revisando contratos internacionales, reduciendo gastos. ¿De qué otro modo? Negando la entrada de productos. Es decir, estamos ante el viejo «proteccionismo», frente a una globalización que perjudica a los ciudadanos a quienes los Estados, y esto lo vemos día a día, no defienden. ¿O hace falta poner ejemplos? Yo creo que no.
Decir que «el libre mercado se regula solo» y un resto de frases parecidas, que solo hace más ricos a algunos ricos y más pobres a la mayoría de la población mundial, solo nos indica que estamos dentro de los «prejuicios» de la época, algo sobre lo que el filósofo Gadamer llamó la atención, con mucha razón en su día. Si te has aprendido de memorilla ciertas cosas, no tendrás visión para criticarlas.
Si la mitad o más del comercio mundial se realiza entre las filiales de las distintas multinacionales, es normal, que intenten que se hagan unas políticas y no otras, bendicen la «globalidad», hasta ser capaces de decir que el agua para consumo humano, la que hoy gestionan los Estados, hay que privatizarla, igual que quieren privatizar la sanidad o la educación. Sí, desde su punto de vista se puede todo, eso es lo que tiene el poder, obligar a las pequeñas o medianas empresas a que les trabajen con marcas blancas o en exclusiva, pagar sueldos de miseria, provocar que el pequeño comercio desaparezca, trasladar constantemente sus empresas a los paises que les ofrezcan la mano de obra más barata, y que, además, sus beneficios acaben en los paises en donde tienen sus centrales.
Por supuesto que Trump, asusta, ¿o alguien tiene dudas?



Enlace al discurso de Donald Trump en la Convención República, julio de 2016: El americanismo será nuestro credo

sábado, 23 de julio de 2016

Escena con nietos



Pilar Alberdi

Voy a contarles una escena que podría repetirse en cualquier hogar español. He preferido definir el país para que se pueda comparar con otros. Sin duda, es posible con aquellos que tienen unas creencias similares, una posición económica y política parecidas.
Tenemos un manojo de nietos que van de los tres a los once años. Un regalo de la vida. No sé qué tal versión de abuelos somos con mi esposo, pero intentamos ser accesibles. Y, ahora, que ya peinamos cabellos blancos, ser así, no es poca cosa. Sumamos a eso, pequeños detalles como que mi esposo se desviva para conseguir suficientes cohetes, petardos, buscapiés para armar (quiero dejar constancia de que nuestros vecinos, vivimos en un barrio de casas bajas, no se quedan atrás) una buena traca para Año Nuevo, fecha en que siempre nos reunimos en familia. Sin ser chinos ni poner en movimiento dragones, queremos que los dioses se enteren de que ha comenzado el año y seguimos aquí. A las estrellas, ya sabemos que no alcanzaremos a perturbarlas. Los dos, hacemos hueco en vacaciones para que los pequeños de la familia colaboren en la cocina, algo que les encanta; con el abuelo hacen pasta fresca y le ayudan a preparar las tartas. Conmigo, preparan las comidas habituales. Nuestros pequeños ayudantes, muy atareados el resto del año con las tareas escolares, en vacaciones de Navidad, Semana Santa o en verano, nos ayudan lo mismo a picar pimientos que cebollas o pasar las croquetas por huevo y pan rallado. Y, además, saben respetar e incluso organizar los turnos. De tal modo que son capaces de hacer confluir sus juegos y la cocina.
Pero yo quería contarles otra historia, no ésta. Ocurrió hace poco, en Madrid, en donde coincidimos hace un par de semanas, y nos reunimos en familia. Estaban los cinco nietos sentados en un amplio sofá, habían estado jugando con sus tablets y cerca ya de la hora de cenar, mi hija les pidió que dejasen ya de jugar y pusieran en el televisor dibujos animados. Obedecieron. Yo que estaba detrás, sentada a la mesa del salón, mire con ellos un par de dibujos animados, mientras pensaba que no estaban logrando llamar la atención de los niños, puesto que el más pequeño, se sentó en el suelo y comenzó a levantar una estructura con piezas de colores de esas que imitan ladrillos. Pronto se ofreció a ayudarle otro de los pequeños, y entre ellos se pusieron de acuerdo para seguir adelante con el juego. Mientras los niños mayores conversaban, la televisión seguía emitiendo imágenes y sonido, realmente, para nadie. Bueno, para mí que la estaba mirando. En los dibujos, un muchacho que se las daba de «muy listo» resolvía un caso de tipo detectivesco, mientras trataba de tontos al resto de sus compañeros y a los adultos. El segundo programa de dibujos animados erasobre una patrulla de perros. Entre conversaciones e imágenes a las que no prestaban atención, los niños mayores decidieron poner otros dibujos. Eran de esa clase de dibujos animados con violencia gratuita, superioridad mal entendida, un poco como una de las series anteriores pero de manera más grave, había armas, golpes y malas contestaciones, algo así como aquellas series de El gordo y el flaco o Los Tres chiflados que veíamos nosotros de niños, pero en plan más violento. Me pregunté si las cadenas de televisión no deberían elegir bien los programas que compran, así que cuando mi hija volvió a aparecer, le dije:
—No sé qué opinarás, pero o yo he perdido la costumbre de ver dibujos animados o estos son muy violentos.
Mi hija los miró un minuto y dijo: —Pero, ¿cómo podéis ver esto? Mejor una película.
—Vale —contestó uno de los niños mientras comenzaba a buscar una película. ¡Ay que ver lo hábiles que son con las nuevas tecnologías! Pasaron varias películas y yo vi la carátula de Narnia. Justamente había estado hablando con mi nuera sobre ese libro, y entonces ella me recordó, que ya se lo había pasado para que lo leyera la niña.
Cuando vi que ponían Narnia, me alegré y pensé: «¡Qué gran historia!», y me dispuse a disfrutar del momento como una niña más. Y entonces ocurrió… La primera secuencia comienza con la insinuación de que hay una guerra, y unos niños —los protagonistas— están preparando maletas para hacer un viaje; luego se ve una estación de tren a donde los llevan y allí muchas madres (algún padre, los demás deben estar en la guerra) que los ayudan a subir al tren y los despiden. No hay demasiadas lágrimas, la contención dramática está bien conseguida, tanto que se parece poco a las verdaderas escenas de este tipo que hemos podido ver en documentales, por ejemplo, como cuando durante la Guerra Civil Española se enviaron niños a Francia, Inglaterra y Rusia. Sin embargo, nuestros nietos que poco antes se habían manifestado tan desafectos a dibujos animados que no lograban llamar su atención, comenzaron a moverse e inquietarse y a hacer preguntas sobre lo que les ocurría a los niños de la película: «Pero, ¿a dónde van?», «¿Por qué se marchan solos?», «¿Por qué no van las mamás?» Y cuando mi nuera y mi hija se acercaron, ellos volvieron a preguntar, alguno ya puesto en pie, como reclamando justicia, por favor, qué era eso de mandar a los niños lejos, y, además, solos.
—Mamá, ¿y tú qué harías? —preguntó el que estaba en pie, y que unos días después cumpliría seis años.
Para entonces yo les había explicado que se trataba de una guerra y que los adultos intentaban poner a salvo a los niños. También les dije que eso ocurría hoy en día.
Entonces mi hija, me miró, intentó ponerse al tanto en un par de segundos de lo que ocurría, y tomándose tiempo para reflexionar, dijo:
—¿Yo?
—Sí, ¿nos mandarías solos? —insistió otro de los niños.
Mi hija, contestó: —No, nosotros nos iríamos juntos.
Mi nuera, que acaba de acercarse, también fue interpelada y contestó de manera similar.
Los niños se quedaron en paz. Los que se habían puesto en pie, tomaron asiento. Había una solución mejor que la de mandarlos solos, si ocurriese algo, existía la posibilidad de marcharse juntos. (Al menos, y esto es lo que estaba en el aire: lo intentarían. Y en esa promesa implícita estaba la solución), y la reflexión había sido elaborada, con preguntas de los niños y respuestas de los adultos.
Para entonces Lucy, jugando a las escondidas, había entrado en el gran armario de la mansión, se había desplazado entre abrigos de piel y, de repente, estaba en el maravilloso mundo de Narnia, nevaba, había farolas de luz encendidas y pronto apareció el fauno.
Como era el momento de cenar, se apagó el televisor. En la mesa no se habló más del tema. Además, los niños, a esa hora de la noche suelen estar muy cansados y, los padres, agotados.
Pero ahí estaba lo evidente, unas escenas de Narnia habían logrado lo que no habían conseguido los dibujos animados, mover sus conciencias, les habían obligado a enfrentarse a la realidad que vivían otros niños, a un problema concreto que sucede también en el presente y que, sin duda, les pareció muy grave.

jueves, 14 de julio de 2016

Griselda Pollock: Jean François Millet



Pilar Alberdi

«Entender la obra de Jean François Millet (1814-1875) ―explica Grisselle Pollock― supone entender la centralidad que concede al campesino y a las labores del campo» (…) «Al observar sus figuras de campesino, no se acaba de saber si estamos ante una invitación a adentrarnos en un idílico mundo rural de armonías pastoriles o ante el manifiesto sobre lienzo de un defensor del socialismo humanitario».
Jean François Millet nació en Gruchy, en Normandía, en una familia campesina. Es allí donde aprende latín con el párroco del lugar y en dónde un par de pintores valorará positivamente su incipiente obra. Evidentemente, no era una familia campesina convencional. Su madre tenía dotes artísticas. Su padre era organista y calígrafo. Uno de sus hermanos fue cura, otro médico, un tercero hizo un viaje alrededor del mundo. El propio Jean tomará rumbo a París, repitiendo la historia de cientos de miles de campesinos, obligados por los bajos rendimientos económicos de las cosechas y las expropiaciones, a acudir a las ciudades con el fin de encontrar un futuro en las nuevas fábricas, los talleres y comercios, no menos que en la burocracia estatal. Así fue la realidad que se encontró: «Y París, negro, lleno de barro y de humo, donde llegué una tarde, fue para mí la más penosa y decepcionante de las sensaciones». Un mundo comenzaba, allí donde otro había acabado.
En París intentó abrirse paso como pintor. Pero, ¿qué burgués querría adquirir cuadros con motivos de campesinos, pintados por alguien que, además, se consideraba un campesino y no renegaba de su origen? La ciudad le pasa rápidamente factura: para sobrevivir acaba pintando desnudos de mujer. Para entonces su primera esposa había fallecido a causa de la tuberculosis. Todavía después, formalizaría un segundo matrimonio.
La Revolución de París de 1848, igual que el resto de revoluciones que se sucedieron en un corto período de tiempo en otras ciudades europeas, le abre las puertas del Salón, que por primera vez en 1849, no impone un criterio previo de selección.
Sin embargo, la ciudad no puede dar lo que promete: felicidad. Por eso, toma la decisión de volver al campo. Elige un pueblo: Barbizon. Allí encontrará lo que buscaba y se creará una escuela de pintura que será representada con ese nombre. Escribe en una carta sobre su forma de vida: «Me dirá que esto siempre es soñar y un sueño triste, aunque delicioso. Uno está sentado bajo los árboles, sintiendo un gran bienestar, toda la tranquilidad de la que cabe gozar, ve uno venir por un pequeño sendero a una pobre figura cargada con un haz de leña; el modo inesperado y siempre asombroso en que aparece esta figura remite instantáneamente hacia la triste condición humana, hacia la fatiga». El pintor se somete y reverencia aquello que pinta. Su intención recorre por entero su proyecto: «Ojalá pudiera hacer sentir a los que miran lo que hago, los terrores y esplendores de la noche. Ojalá pudiera hacerles oír los cantos, los silencios, el ruido del aire».
Del natural, toma bocetos que luego pinta en el taller. Nunca trabaja sobre un solo cuadro sino sobre varios. A todos les da esa profundidad y ese aire envolvente propio de los atardeceres. Las figuras suelen ser más oscuras que el entorno que las rodea; las líneas del horizonte se mantienen a los lados para dar profundidad. Su pintura no refleja lo que pueda ver un visitante de un pueblo del interior, sino lo íntimo, lo que sucede allí, lo que solo pueden ver algunos, lo que merecería ser llamado a ocupar el primer plano, por ejemplo, al pie de un árbol un campesino realiza un injerto; en otra imagen, una niña juega y abraza las piernas de sus padres; en una más, las espigadoras, condición de los más pobres, de los que nada tienen, recogen los restos de mies de entre los terrones soleados de la tierra. Hay una imagen que sublima a todas: la pareja campesina que reza con la cabeza baja a la hora del Ángelus.
La ciudad atrapa y domina, contrae el espíritu, quizá por eso se busca liberar al ser con salidas al mar, a los grandes parques públicos, al campo. La pintura también cumple así su nuevo destino. Todo la favorece. Las pinturas al óleo comenzaban a venderse en pomos, y los caballetes portátiles facilitaban la salida al aire libre para pintar. También la lectura está en su apogeo. Con Millett y quienes le siguieron se afianzó el Realismo. Luego llegarían los Impresionistas, quienes también admirarían las obras de los que no fueron corrompidos por los nuevos tiempos. La enorme influencia de Millett, llegará hasta los cubistas. Dalí le dedicará varios reconocimientos, muy especialmente, algunas obras, recreando a su admirado Ángelus.
A veces, bastan unas palabras para definirse, quizá pocas como estas de Jean François Millet expresen su confianza en los temas que pintaba: «Creen que me pueden domar, que pueden imponerme el arte de los Salones, ¡pues, NO! Campesino nací y campesino moriré… Permaneceré firme en mi terreno, sin retroceder ni un zueco». Y así lo hizo. Sobrevivió gracias a las compras que de sus cuadros hicieron algunos amigos y pequeños coleccionistas. No muchas décadas después, comenzaban a revenderse o subastarse a precios exorbitantes. Para entonces, él había fallecido y sus descendientes continuaban siendo pobres, de ahí que reclamasen una parte de esos derechos. Es lo que tiene el comercio, que no entiende lo que vale realmente el arte: una vida, muchas vidas, tantas horas de dedicación y estudio.
Algunas de sus obras más influyentes pueden verse en el Museo de Orsay de París. Solo en dibujos se conservan más de seiscientos.
Aquí los nombres de algunos de sus cuadros más conocidos: Pastora con rebaño, El cribador, Ángelus, La batidora, El sembrador, Mujer de la lámpara cosiendo



Palabras de la contraportada:
«Misticismo bíblico, nostalgia de una infancia rural, conservadurismo pastoral, expiación burguesa, agrarismo revolucionario… ¿cómo entender esa majestuosa presencia del campesino y de las labores y horas del campo en la obra de Jean François Millet (1814-1875)»

La editorial: Casimiro.

viernes, 1 de julio de 2016

GUSTAVE LE BON: PSICOLOGÍA DE LAS MULTITUDES


Pilar Alberdi

Gustave Le Bon (1841-1931) escribió entre otras obras: la Psicología de las multitudes y la Psicología de las Revoluciones.
Voy a intentar resumir ambas lecturas. Lo primero que hay que decir es que el texto Psicología de las multitudes (1896) dio base al de Sigmund Freud, La psicología de las masas (1921). Freud inicia el suyo con numerosos párrafos de aquél, distribuidos a lo largo de las primeras páginas, y sorprendentemente critica que el autor no haya dicho nada que otros no hayan dicho antes, lo que pone en muy mal lugar a Freud. ¿Si no dijo nada nuevo por qué toma tantos párrafos de Le Bon? Además, Le Bon citó en su obra sus referencias, entre ellas las del historiador Taine. Lo peor de este hecho es que al final de su texto, Freud, alabará la obra de Le Bon en dos ocasiones, y digo lo peor, en el sentido de que algo no hizo bien al principio, cuando al final no puede ya evitar darle el mérito correspondiente. Sé que estos detalles pueden parecer menores, pero no lo son. Todo lo ocurrido nos informa de lo acertado del análisis de Gustave Le Bon, que, lógicamente, escribe desde una posición burguesa y para un público lector burgués, en una época determinada, y aquí en vez de censurar ese matiz, apelamos a la interpretación que, desde otro momento histórico, el nuestro, podemos hacer, intentando sacar lo que pueda valer para este.
Hechas estas aclaraciones, doy inicio al comentario de la Psicología de las multitudes.
Ya en la introducción nos anuncia: «Los hombres se gobiernan por ideas, sentimientos y costumbres». Este pensamiento se proclama deudor de un planteamiento base para el texto general. Aunque en algún momento las revoluciones pueden ser criminales, porque la multitud puede actuar violentamente, la verdadera revolución suele estar en el cambio de ideas (hoy diríamos «paradigmas»): religiosos, científicos y sociales. Las revoluciones sociales y religiosas, por ejemplo, la Revolución Francesa y el protestantismo, nos resultan más conocidas. Las científicas que son las más lentas en producirse, son también las que al cabo del tiempo, modifican más directamente la vida de las personas.
Detrás de todas estas revoluciones, sin excepción, aunque pueden darse otras explicaciones, y Le Bon ofrece más justificaciones, la más importante, es «el descontento». Que no suele ser de un día sino de años y siglos.
El término «masa» sirve al autor para explicar un conjunto de personas que en una determinada situación pueden moverse a hacer algo con algún fin. Unas estarán motivadas conscientemente, y el resto inconscientemente; estas serán las que actúen por sugestión e ilusión.
Numerosos políticos han sabido utilizar este efecto, como fue el caso de Hitler. De quien no se tienen dudas, que leyó esta obra.
Por ejemplo, dice Le Bon, que no es lo mismo una multitud que permanece sentada que otra que está de pie. Que las marchas y los cánticos ayudan, además, a ponerla en movimiento, a que vibre al unísono. Recuérdese las puestas en escenas teatrales de Hitler, a quien Le Bon no conoció, y se verá que, además, de cumplir con estos requisitos, en general, las convocaba al atardecer cuando la gente, después de un día de faena, estaba más cansada y más dispuesta a dejarse llevar por el pensamiento de otro o, al menos, a dejar pasar ideas que quizá, en otro momento, no admitiría ¿Qué había conseguido Hitler, para conseguir su favor? Vencer el «descontento». ¿Cómo? Con créditos internacionales y promoviendo la industria militar, con lo que obtuvo un alto número de puestos trabajo. ¿Qué más aportaba? El ideal de algo grande, una gran nación alemana que nunca más sería derrotada y humillada como en la Primera Guerra Mundial, y sobre todo prometía un poder colosal. Escrito esto así, nos recuerda temas preocupantes de la actualidad referidos a la militarización de algunos países, las guerras económicas, de momento no se trata tanto de conquistar territorio como mercado, y la pretendida imposición de la globalización. Tema que no entraré ahora a valorar. Si Le Bon hubiese alcanzado a ver el nazismo, habría dicho simplemente que apelaba a los «sentimientos» y deseos más inconscientes de la gente, pero también se podría decir los más básicos (un sueldo, vivir), ya que sin estos no se puede mover a las masas. Reconozco que la palabra «masa» nunca me ha gustado y que me repele tanto como «raza», lo que no impide que yazgan ambas bajo la realidad presente, larvadas de muy diferentes modos. Para el caso también podría decir que no me gusta «multitudes», porque creo que en esta se diluye, el sentido que se le puede otorgar a «masa» y que incluye, el de cierta «manipulación», algo que incluso la prensa puede realizar con notable éxito.
Si comparamos ese tiempo, teatral en cuanto a las puestas en escena de los sentimientos públicos y su control, y las emociones públicas en los programas televisivos donde debaten políticos del presente, creo que, aunque se logran algunas emociones y mover algunos sentimientos, ante la televisión, eso de estar en casa, sentado, cómodo, y quizá picoteando algo de comida, no podrá mover muchas voluntades.
A la vieja historia del pueblo acudiendo a Versalles a buscar lo que le habían dicho que había allí, pan, alimento básico en esa época para la mayoría, y aunque pan no se llevaron, si al rey que acabó en París, hay que sumar estos datos, previos, que señala Le Bon: «el influjo de los escritos filosóficos» precedentes (Voltaire, Diderot, Rousseau…); «las imposiciones de la nobleza» que no aceptaba como iguales a los burgueses, muchos, incluso más ricos que aquellos; «el progreso científico» (el heliocentrismo, las nuevas matemáticas, la cantidad de libros que se editaron a partir del protestantismo y, en Francia, muy especialmente, la Enciclopedia y otros tipos de volúmenes sobre historia natural). Aparte de lo que ya he sumado como aclaración personal, a lo indicado por el autor, y solo para ampliar las referencias, indicaría que el único «estamento» de la población que pagaba impuestos era el de los campesinos, los pagaba al rey, y al clero a través del diezmo, y ambas eran de carácter obligatorio.
Para que se aprecie esta correlación del «descontento» a través de los años y los siglos, y esto es importante, el tiempo de duración de ese descontento, quisiera recordar a Tomás Moro, estadista inglés, quien escribió en 1515, su Utopía, la primera de este tipo, donde narraba la vida de una comunidad idealizada en la que los campesinos, aquellos de los cuales vivían todos los demás, eran respetados y cuidados en la vejez, gracias a que todos los habitantes, sin excepción, debían trabajar seis horas al día. Valga esta indicación para comprender cómo los males se perpetúan en el tiempo sin darles solución hasta que estallan.
Pero Le Bon, habla, esencialmente de Francia. Y hace una reflexión muy importante: las masas son «conservadoras». Como dice Le Bon, se «necesitan siglos para formar un sistema político y siglos para cambiarlo». Miremos atrás: ¿cuánto duró aquello que denominamos hoy «feudalismo», cuántos siglos tiene ya el «capitalismo»? Los cambios no pueden hacerse de un día para otro.
Hay una frase esencial del autor que se puede aplicar no solo a la política, sino a la literatura, a la publicidad que intenta moldear a diario nuestras vidas. Esta frase es: «El poder de las palabras está relacionado con las imágenes que evocan», evidentemente, palabras como «libertad», «igualdad», «pueblo», «patria» son apreciadas por aquellos que puedan darles valor, y no siempre representan lo mismo para todos. La palabra «patria» en boca de unos u de otros no es lo misma. Pero las palabras se desgastan, cambian sus significados y su afectación con las épocas y los sucesos, con los momentos históricos y el devenir. Esto, y está bien decirlo aquí, no lo han inventado algunos sociólogos o filósofos de hace dos días, no, ya se había utilizado en el siglo XIX, como tantas otras que también se sabían. Incluso en la antigüedad, cuando Platón apela a las Ideas innatas, no está haciendo otra cosa más que querer fijar para siempre algo, el significado de belleza o verdad, frente al caos y el horror.
Una masa es «un rebaño servil» que necesita de un «pandillero» para llevarla adelante. Así lo expresa Le Bon. El pandillero podría ser un buen pastor, pero no suele suceder así. Generalmente tiene sus intereses y está rodeado de un grupo de amigos o amiguetes que imponen su impronta, sus deseos y su moral, que puede llegar a ser todo lo baja que uno se pueda imaginar como ocurrió con el nazismo. A esto, Albert Camus, le llamó: «la moral de la pandilla».
El pandillero y sus amigos, cuando las tornas les van bien, apelan a su prestigio (ascenso), a sus victorias, y esperan obediencia gracias a los que se van sumando. Pero, y aquí está el problema, la masa no es agradecida. La masa cuando se pierde el poder que antes se tenía o cuando ve rebajado el prestigio por el que se adscribió a un movimiento, cambia de opinión. Porque la masa que es básicamente «conservadora», la que se mueve cuando ya se ha iniciado todo, la que se suma al carro del éxito, esa, solo es fiel a sí misma hasta el final. Y lo suyo, es ser conservadora.
Como hoy en día, la educación está extendida y normativizada, la variación mental que hoy podrían tener las multitudes en un territorio concreto es mínimo, ya que el pensamiento y la opinión común se parecen. Además, Le Bon, aclara: «Un líder solo rara vez se halla por delante de la opinión pública», lo habitual es al revés.
Por último, añadiré algunas líneas como comentario de La Psicología de las Revoluciones. De la clasificación de las revoluciones, ya hemos citado su división en religiosas, sociales y científicas. Un detalle, suelen comenzar por la cúspide, no por el pueblo; yo añadiría simplemente que suelen comenzar por los que tienen más conocimiento de la situación y por los que asumen la necesidad del cambio, en el caso de la Revolución francesa, los burgueses propietarios, no el pueblo que nada tenía. Los burgueses a los que les faltaba el signo de la relevancia que detentaba por entero la nobleza, porque podían tener riqueza, pero no tenían la distinción que otorgaba ser noble. De hecho, aunque proclamadas las palabras «justicia, libertad, fraternidad», la Revolución no igualó a las mujeres con los hombres, dejando a la mitad de la población sin sus derechos, aunque sí garantizó los derechos de propiedad de los hombres burgueses, después de haber expoliado parte de la riqueza al clero y la nobleza, algo que más tarde les restituiría, una cuarta parte aproximadamente, Napoleón. El cambio que se llevó a cabo desde la constitución de la Asamblea Nacional, a la Constituyente, la Legislativa, la Convención, el Directorio, el Consulado de Napoleón y su posterior coronación, las guerras en Europa con Prusia y Austria, más la expansión imperialista, ocurrió en pocos años, y fue una vuelta atrás en diferentes aspectos, aunque, sin duda un avance irreversible en otros, como en la constitución de los futuros Estados y la unión burguesía-democracia parlamentaria, superando a la de electores.
Aunque la obra de Le Bon, está dedicada a sus pares, no duda en señalar los cambios habidos en las diferentes constituciones que se fueron sucediendo. En la Constitución de 1789 el art. 1º de la Declaración de Derechos exponía que «Los hombres nacen y permanecen libres y poseen los mismos derechos»; en la constitución de 1793, Art. 3º, pasó a señalar que «Todos los hombres son iguales por naturaleza», y en la Constitución de 1795, ese artículo 3º decía, simplemente: «La igualdad consiste en que la ley es la misma para todos». Al final, ¿todos los movimientos se traicionan a sí mismos? Algo para pensar.
Un detalle importante que resalta Le Bon, una Revolución no es posible si no participa el ejército o si no se abstiene. Y no es algo que pueda ocurrir de un día para otro. Para los hechos que se han citado, habría que sumar un factor como el analfabetismo (el autor no indica nada al respecto al analizar la Revolución francesa, como tampoco toma en cuenta a las mujeres). Pero el analfabetismo de esa época era del 70% y el campesinado vivía en la miseria, mientras la Revolución Industrial y la expropiación de las tierras comunales los empujaban a las ciudades, convirtiéndolos en obreros de los grandes talleres. En su obra, El dinero (1913), Peguy (1873-1914) escribe: «Ya no hay pueblo. Todos son burgueses. Nosotros hemos conocido y hemos tocado la vieja Francia. ¿Quién lo creerá? (…) El mundo ha cambiado menos desde la venida de Jesús que en los últimos treinta años».
Me permito hacer otra aclaración que, llegados a este punto, me parece necesaria: si la Revolución del 17 cuajó en Rusia, fue por las condiciones en que vivían los campesinos, siervos hasta la segunda generación incluida, y analfabetos, la llamada «gleba» («terrón de tierra»), que se podía vender con la propiedad o por separado, de hecho, a estas personas se las vendía en los mercados de ganado. Recordemos la posición de Tolstoi, sus conflictos personales y los que mantuvo con su familia y el zarismo, que finalmente le llevan a la liberación de todos los siervos de sus tierras y a crear una escuela para ellos, así como una defensa pública de los derechos básicos.
En resumen: dos obras de actualidad, por las que el tiempo ha dejado esa sensación de que los hechos en el fondo cambian poco y que nos hablan de la manipulación, y también de cómo bajo el momento superficial de los acontecimientos hay creencias fijas que se mantienen por siglos. Creer que, porque en un momento dado pueda haber un cambio social superficial, este se consolidará, es no conocer estas leyes no escritas.