jueves, 17 de noviembre de 2016
ÉTIENNE BONNOT DE CONDILLAC: EL ORIGEN DEL LENGUAJE
Pilar Alberdi
Me parece extraordinaria la figura del abad Étienne Bonnot de Condillac (1714-1780).
Vivió en una época en que el nacimiento de los Estados, frente a las anteriores monarquías; el auge de las lenguas nacionales y la necesidad de elaborar sus gramáticas, más el desuso del latín como lengua culta, facilitaron la pregunta esencial: ¿cómo fue que el hombre accedió al lenguaje y qué representa este?
Con una obra que destaca por su sencillez, claridad y economía abrió con sus escritos un camino hacia el pasado, pero no sólo eso, dejó para sus contemporáneos y para la posteridad una detallada explicación sobre el lenguaje como «método analítico».
Juan Jacobo Rousseau, autor entre otras obras del Discurso sobre la desigualdad social, dijo de él: «Había trabado amistad con el abad de Condillac que como yo, no era nadie en la literatura, pero que había nacido para llegar a ser lo que es hoy. Soy el primero, quizá, que vio su talento y lo estimó en lo que valía». Lavoisier, uno de los principales protagonistas de la «revolución científica», elogió a Condillac en su Tratado elemental de química. Allí agradeció lo que recibió tras la lectura de sus obras, destacando que gracias a él comprendió, que «el arte de razonar no es más que una lengua bien hecha».
Por todas estas razones y porque sé, que para una gran parte de los lectores, la obra de este pensador es desconocida, intentaré resumir en pocas palabras lo fundamental de su pensamiento.
Imaginemos a nuestros ancestros. A los primeros o a aquellos de entre los primeros. Están en un mundo apenas habitado y necesitan organizarse. Hay que cuidar de la prole, salir a cazar o recolectar frutos, actuar frente al medio.
Es verdad que pueden expresar sonidos con los que mostrar su dolor, alegría, esperanza o duelo. También algunos gestos, les servirían; tal vez dibujos elaborados sobre la tierra u otros elementos. Seguramente, la música que el hombre ha escuchado junto al curso de un río, en la llovizna y el viento, ya le ha hecho dar los primeros pasos de una danza.
Nos dice Condillac que aquellos sujetos al enfrentarse a la realidad de la naturaleza, lo primero que distinguieron fue, lo estoy diciendo con mis palabras, que se producían acciones. Es verdad que tenían el sonido para expresar la alegría de ver un animal que necesitaban cazar. Pero también había llegado el tiempo de “instituir” palabras. Es decir, aceptarlas de mutuo acuerdo para señalar aquello que querían designar: el sol, los animales. Al animal, casi con seguridad intuye el abad, le pondrían un nombre similar al sonido que emitiese. De este modo, el signo, comenzó a representar a aquello que designaba, estuviese cerca o lejos, fuese visible o no.
Lo que estaban haciendo es ver una secuencia y definirla; a esto Condillac le llama «lenguaje de acción». Cada escena que enlazaban con otra, por ejemplo: un animal que corría hacia un determinado lugar, constituía una secuencia, estipulaba un orden de los hechos, y cada acto que definían con «sonidos articulados» establecidos por convención, iba dando lugar al lenguaje. En la mayoría de las lenguas antiguas se pueden ver los ecos de la importancia de la acción nombrada por el verbo. Así, nos dice Condillac, al principio dirían «fruto querer Pedro» en lugar de «Pedro quiere un fruto», esto llegaría más tarde.
A estas escenas narrativas, Condillac las denomina, como hemos comentado, «lenguaje de acción». Cada una de ellas suponía un pensamiento elaborado. Poco a poco, la necesidad obligaba a dar más nombres a las cosas. Así, sin pretenderlo estaban elaborando una lengua y un sistema analítico al mismo tiempo.
Si hay un lenguaje innato es el de su posibilidad, dirá Condillac. La naturaleza nos ha dotado con un aparato fonológico adecuado para tal fin. El oído complementa la realización. El resto de los sentidos colaboran a que sea posible la comprensión y el discurso a través de las percepciones.
Nuestros ancestros miraban la pradera y esta les hablaba, les daba lecciones de cómo era el mundo y ellos tomaban nota. Así, el niño que nacía, gracias al lenguaje que se iba elaborando al mismo tiempo que el método analítico que portaba y secuenciaba, adquiría la experiencia de generaciones previas en su forma de relacionarse con el mundo y de interpretarlo. Lengua y análisis se complementaban. Pero, como bien indica Condillac, aquellas personas no tenían conciencia de estar creando una lengua ni de utilizar un método analítico. Y aquí surge la pregunta. Pero ¿lo tenemos nosotros? ¿Cómo se enseña la lengua en los colegios, se les instruye con historias como esta? ¿Se la ofrecemos como algo siempre vivo, modificable, en permanente proceso de configuración o nos conformamos con que sepan ajustar la palabra adecuada a la cosa, aprendan a leer en el tiempo que se estima pertinente y escriban con pocas faltas de ortografía? ¿Saben ellos que desde el momento en que comienzan a hablar y consiguen dominar su pequeño mundo con palabras ya están utilizando un método analítico o se encontrarán con esta palabra en la secundaria, sin saber que la han estado usando toda su vida?
¿Acaso, les explicamos que son los poetas y los escritores los que pueden elevar una lengua? Que son ellos los guardianes, al menos antes, cuando el nivel literario podía llegar a ser excelso. ¿Les contamos que está demostrado que en épocas de crisis sociales graves, la lengua puede tomar altura gracias a unos pocos escritores que mostrando la realidad desde la poesía y la narrativa la renuevan y con ello al pensamiento, como ocurrió en el Siglo de oro español?
Hay una crítica de Condillac a los filósofos por su darles vueltas a las palabras y los conceptos, y por querer aparentar un modo enteramente suyo de pensar, cuando el pensamiento es de todos y el método analítico que lo sustenta idéntico.
Pero por si esta crítica pareciera pequeña, que no lo es, Condillac reclama para la Naturaleza, la maestría de la enseñanza. Ahí estaba ella poniendo la vida en acción: el sol, la luna, las estrellas, las manadas de animales, los grupos humanos, la caricia que lleva al amor, la flecha que atrapa la presa. Y el hombre sólo tuvo que estar atento, escuchar lo que la naturaleza le decía, mirar en esa enorme pizarra de colores y nombrar las cosas para poner un orden.
Notas:
Obras de Condillac que han servido de referencia para este artículo: Ensayo sobre el origen del conocimiento humano, Lógica, De la influencia de las lenguas.
Foto: tomada el pasado mes de abril en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid de copias en papel de arte rupestre.
viernes, 11 de noviembre de 2016
PAUL VALÉRY: FILOSOFÍA DE LA DANZA
Por: Pilar Alberdi
«Se reúnen aquí tres textos en los que Paul Valéry busca desentrañar el misterio de la Danza, un fenómeno humano que lejos de ser mera diversión es un arte merecedor de todo el respeto por cuanto, entre otros valores y méritos que le son propios, reflejaría mejor que otros el misterio mismo de la creación artística».
Los tres textos de Valéry se corresponden con una conferencia pronunciada en un centro cultural francés a modo de presentación de la bailarina española, Antonia Mercé y Luque, conocida como La Argentina; el segundo corresponde a un capítulo de su obra Degas Danse Dessin, y el tercero, es un diálogo a la manera platónica, a través de las voces imaginadas de Sócrates, Fedro y Erixímaco.
Acompañan a los textos varias imágenes correspondientes a frescos, estatuillas y pinturas de bailarinas de tiempos griegos, romanos y actuales.
El libro lleva el título del primer texto. Con la habitual elegancia y distancia estética, siempre contenida, filosófica sin duda, que le caracteriza, Paul Valéry, sabe entrar a explicar qué es la danza, por qué atrae y estimula, porque es un regocijo para el espíritu de materia siempre tan delicada. Probablemente intuye que para una corta introducción que de paso a la danza de una bailarina, aunque se hallen en un salón cultural, no debe dejarse atrapar por la otra melodía, la de las palabras, que le llevarían a otra danza que conoce bien. Sin embargo, tiene claro que la danza «no se limita a ser un ejercicio, una diversión, un arte ornamental y, en ocasiones, un juego de sociedad». Recoge también un exceso de potencia, de vigor, de deseo de ir más allá de los pasos habituales, de exuberancia.
«Nuestros actos son finitos», dice. Sabiendo que unos nos llevan a otros sin cesar. Se admira de los animales que no se desasosiegan, que saben prestar atención a lo que sea verdaderamente fundamental para ellos. Piensa en esa vaca que pasta en un prado, a la que llega el murmullo de un tren para el que no dispondrá ni su mirada, mientras su hocico vuelve a tocar la húmeda hierba. En la vida de los hombres todo les distrae, lo superfluo y lo importante.
Pero, ¿los animales no danzan?, se pregunta. Por supuesto que sí, a su manera. Ahí, los juegos de los cachorros, el galanteo de los adultos; también, sí también, nuestro ideal antropomorfo confiriendo cualidades humanas a todo. ¿Serán juegos o cómo deberíamos llamarles? ¿Es danza? Entonces, ¿qué tipo de danza?
«Le parece que esa persona que baila se encierra, de algún modo, en una duración que ella misma crea, una duración hecha toda ella de energía instantánea, hecha de nada que pueda durar». Lo que desaparece, eso es la danza. Forma parte de esas cosas que son sublimes, que pueden repetirse pero que nunca serán iguales, que evocan, que crean mundos mágicos igual que la música. «Ese cuerpo parece haberse desprendido de sus equilibrios habituales», explica, «recuerda una peonza que gira sobre su punta y que reacciona con viveza ante el menor golpe», y luego, todo ese imprevisto que no es tal, que es cuidada perfección practicada cada día para que parezca espontánea.
Tuvo que ser glorioso ver bailar a La Argentina después de oír palabras que portaban la danza, que la asumían letra a letra, que deleitaban ya por su melodía.
En el segundo de los textos volveremos a sentir con renovada intensidad cómo la danza es exuberancia de vigor, cómo esos juegos de figuras parecen detenerse y con ellos detienen también el tiempo, cómo lo mágico sigue de puntillas a los bailarines, y cómo el «placer de danzar» se une al «placer de ver danzar».
Finalmente, el diálogo que ocupa el tercer texto, permite al escritor expresar sus opiniones a través de otros alter egos.
Al leer estas páginas, he recordado otros aspectos sociales que no están expresados aquí, pero que necesitarían su tiempo de análisis. La importancia de los bailes populares, y aquellas primeras danzas de la humanidad que como un lenguaje simbólico cruzaron generaciones.
También he recordado un dato que leí hace poco tiempo. La visita de Luis XIV a territorio español, en 1660, para asistir a un casamiento real en Lapurdi (País Vasco), provocó que viese cómo se le rendían honores a través de danzas vascas. Así, cuando en 1661, este monarca decide la creación de una academia real de baile, manda a llamar a los danzantes que había visto, y de ahí, que la danza académica incluya en las danzas de ballet, dos pasos que aportaron aquellos bailarines de Lapurdi, el «pas de basque» y el «saut de basque». Porque la danza es también y muy especialmente, comunicación y los aportes de unos y otros pueblos se pueden encontrar en aquello que hoy podemos apreciar con alegría.
Palabras de la contraportada:
«Ese cuerpo que baila parece ignorar lo demás, parece desconocer todo lo que le rodea. Es como si se escuchara a sí mismo y nada más que a sí mismo; como si no viera nada y sus ojos sólo fueran unas piedras brillantes, esas joyas desconocidas de las que habla Baudelaire, luces que de nada le sirven.
Será que la bailarina está en otro mundo, que no es el que se aparece ante nuestros ojos sino el que ella teje con sus pasos y construye con sus gestos».
La editorial: Casimiro libros. www.casimirolibros.es
Podrás encontrar esta obra en librerías a partir del 14 de noviembre.
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