Pilar Alberdi
¿De qué modo se oculta la verdad? ¿Con qué fin? Estas parecen ser las preguntas esenciales con las que nos interpela la Historia. No fue diferente en la época de Agustín, obispo de Hipona. Él intentó contestar algunas.
Su obra, La ciudad de Dios contra los paganos (De civitate dei) es una refutación del alegato de estos para culpar a la nueva religión, el cristianismo, de la caída de Roma, la Ciudad Eterna.
Estos son los hechos. En 410 Alarico, rey de los godos toma Roma. El saqueo dura tres días durante los cuales se respetó la vida de los cristianos que se habían refugiado en los templos. Incluso se llevó a los templos a aquellos que se manifestaron como tales. Las razones: los godos eran cristianos arrianos; antes, parte de las tribus germano orientales vencidas por el Imperio, luego mercenarios al servicio de este; por tanto, como pueblo oprimido y esperanzado, cristiano y antitrinitario. Estas divisiones, más en lo teológico que en lo ético, provenían de los primeros tiempos del cristianismo. Finalmente, el arrianismo, que no aceptaba la Santísima Trinidad y solo aceptaba a Dios, desaparecería.
En calidad de obispo de Hipona, y ante la caída de Roma, Agustín recomienda la ayuda a los romanos que llegan a Cártago, pero denuncia la caída de Roma como fruto de los «ánimos soberbios», la «ambición» y la «codicia» romanos, es decir, como hechos fáciles de identificar en el transcurso de la Historia y que muchos no quieren ver. Es más, a pocos días de tal suceso, refiere Agustín, prefieren comenzar a olvidarlo rememorando viejas y gloriosas gestas. Pero lo que acababa de vivir Roma era el resultado final de sus acciones. Sin embargo, los paganos justifican la caída de la Ciudad Eterna con la prohibición de sus dioses, que eran muchos, tras la legalización del cristianismo por Licino y Constantino.
Agustín escucha y desaprueba. Insiste en que las estatuas de los dioses, aunque sean muchas, no ofrecen garantías, sólo ofrecen falsas seguridades. Si Roma ha caído afirmará, es por sus errores, ya que «Dios corta lo que está podrido» (…) «¿Lo que Cristo guarda, ¿se lo lleva acaso el godo?» (…) «No, Dios obra con justicia y quita a los niños malos las golosinas de las manos» (…) «Lo que ha sucedido ha sucedido porque el mundo tiene que meditar». No se puede ser más claro. Así es como ha escrito también sus Confesiones, sus Soliloquios, así es como prepara sus sermones.
«El mundo tiene que meditar». Pensar es algo que Agustín no dejó de hacer en toda su vida. Son brillantes sus diálogos con la razón. Sus aportes a la Teoría del lenguaje con su reflexión sobre el signo. De su afirmación: «Existo, puesto que dudo» han surgido otras varias oraciones similares pasando por la muy conocida de Descartes (Pienso, luego existo), la de Diderot (Siento, luego existo), hasta llegar a la de Jean Paul Sartre (Existo, luego pienso).
Agustín es un cristiano que se ha hecho sacerdote después de vivir con una mujer y tener un hijo. Por tanto, tiene una experiencia de vida y ha leído mucho. Incluso abrió una Escuela de Retórica. Con este haber convoca para los veintidós libros que forman esta magna obra los saberes de historiadores como Varron y Salustio. A través de ellos tira del hilo de la Historia y se pregunta: ¿cuándo los Romanos conquistadores han respetado los templos de los demás pueblos? Y la respuesta es, nunca. Encuentra a través de estos historiadores las palabras dichas por Julio César al Senado, los romanos saqueaban, violaban, se llevaban a los muchachos, acosaban a las madres, les quitaban y mataban sus pequeños hijos de pecho, desolaban sus ciudades y sus templos, ensangrentaban las calles, herían y descuartizaban los cuerpos. ¿Por qué alguien iba a tener piedad de Roma?
En su diálogo contra los poetas piensa como Platón y Aristóteles; que los poetas deberían mostrar el bien, solo el bien, especialmente para que lo aprendan los más pequeños. Como el bien es el punto de mira, parece que mostrar el mal y las pasiones no serviría para justificar tal arte.
Dialoga con los presocráticos, con los neoplatónicos… No en vano tardará catorce años en acabar su obra, al mismo tiempo que escribe otras y cumple con sus obligaciones como sacerdote.
Su defensa de las mujeres es clara. Critica a los romanos por festejar el suicidio de Lucrecia. Las mujeres están al margen del daño que se les hace en las guerras. Ellas no tienen culpa alguna. La vida es sagrada. También acusa a los romanos de impedir que las mujeres heredasen. Durante el tiempo que estuvo en vigencia la ley muchas quedaron en la indigencia, solo por su condición de mujeres.
En De civitate dei Agustín muestra opiniones y discusiones de la época que hoy nos parecen de máxima actualidad: ¿cuál es el tratamiento que se debe dar a los animales? ¿Se les puede matar? El planteamiento es el siguiente: en las tablas de Moises se dice «No matarás», pero no se indica a quién. Sin embargo, si se dice en las mismas tablas «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Por eso, algunos de sus contemporáneos, dando por hecho que no se debe matar al prójimo, se preguntan: ¿se puede matar a los animales? Agustín intenta contestar a estas preguntas. Ofrece su punto de vista.
Decía Bergson que el pasado siempre está ahí, y que si hicieras como que lo colocas en un reloj de arena, y le das la vuelta, vuelve a pasar. Y así una y otra vez. El pasado es un devorador del presente y del futuro, y esto es lo que se siente con la lectura de este tipo de obras; en ellas está reflejada, sin duda, nuestra humanidad y nuestra inhumanidad, porque además, reflejos de aquellos tiempos, de los anteriores y los que le sucedieron somos nosotros, y esta lucha imperial de las grandes potencias actuales por «dirigir» dicen, el mundo económica o guerreramente que percibimos en cuanto vemos los noticiarios o leemos las noticias, nos preocupa.
La Ciudad Terrena y la Ciudad de Dios siguen en pie, pero aquí, en el mundo tal como la describió San Agustín. Los axis mundi también, esos ejes, esas puertas de acceso a lo celestial a través de los templos y en especial de la fe. Los campos cósmicos también (cielo, tierra, infiernos). Auschwitz fue un infierno entre muchos. Los bombardeos sobre Oriente Próximo, otro. Son símiles que alcanzan para describirnos, para retratar los infiernos que creamos. El hambre en el mundo; el cambio climático. La lectura permite una hermenéutica, una interpretación, actual, demasiado actual.
Es imposible no recordar las descripciones de la Ciudad Sana y la Ciudad Enferma que retrató Platón en la República. La primera es aquella que se formó para solventar las necesidades básicas de un grupo de personas. La segunda es que la que llega después con el comercio, la creación del dinero, el deseo de ampliar a costa de otros pueblos el propio territorio, surgen nos dice Platón, nuevas profesiones antes innecesarias, como las de los bañadores, los orfebres, los porquerizos. Platón no quiere una «ciudad de cerdos», en el sentido de una vida solo material, quiere una civilidad con valores por ese camino siempre áspero y difícil que conduce al conocimiento de la justicia, el amor y la belleza. Esto no quiere decir que su República ideal sea perfecta.
La Ciudad de Dios de San Agustín quiere lo mismo, por eso está enfrente de la Ciudad Terrestre, conviven juntas interpelándose. Para Agustín hay valores superiores a los que detenta Roma. Y señala un peligro, el de la codicia que se esconde tras las guerras: «Por eso, el suscitar guerras y continuarlas, como extensión del reino, sojuzgando gentes y pueblos, a los malos les parecerá felicidad y a los buenos necesidad». Repitamos esta última parte… «A los malos les parecerá felicidad [por lo que esperan obtener] y a los buenos necesidad [porque la perciben inevitable]». Y ahí está el peligro, el de ayer y el de hoy, el que se pueda imponer, el que se pueda convencer (manipular) a las buenas gentes de que es necesario lo que no es y de que es inevitable lo que es perfectamente evitable. Así intentan convencernos hoy de que unos muros levantados aquí o allá son peores que otros levantados más aquí o más allá, como si todos los muros no fueran lo que son, o que la pobreza no se puede erradicar o que el ser humano (la mayoría) acabará siendo sustituido por robots u otros medios de inteligencia artificial, y que esto que se anuncia hoy como una «buena nueva», será presentado como normal en un próximo y relativamente breve futuro y habrá que aceptarlo sin más, poniendo a las máquinas por encima de la humanidad.
Recordemos que sólo han pasado poco más de 1600 años desde que Agustín escribiese De civitate dei. El pasado que nos sigue y nos pisa los talones, corre para avisarnos… Pero, ¿oímos lo que nos dice?