viernes, 24 de febrero de 2017

OSCAR WILDE: FILOSOFÍA DEL VESTIDO



Pilar Alberdi

«En los últimos años, hemos asistido, tanto en América como en Inglaterra, a un notable desarrollo del gusto artístico. Resulta ya imposible entrar en las casas de cualquiera de nuestras amistades y no percibir de inmediato grandes cambios. Ahora se cuidan más los colores, se escogen formas más delicadas; como si se supiera que el arte también puede estar en los objetos más comunes de las casas, confiriéndoles algo de gracia, algo de hermosura». Ese avance también llegó al vestido, pero más lentamente de lo que le hubiera gustado a su autor.
Oscar Wilde (1854-1900) escribió esas palabras al comienzo de su artículo Filosofía del vestido publicado en el New York Tribune, el 19 de abril de 1885. Anteriormente, algunos periódicos británicos habían publicado fragmentos de sus conferencias sobre el tema del vestido. La prueba de su manifiesto interés por este tema, la obtenemos del siguiente dato, entre 1887 y 1889, Oscar Wilde fue el editor de la revista femenina Woman’s World. Desde esa tribuna promoverá un tipo de vestimenta cómoda para la mujer, y no dudará en atacar acérrimamente esos instrumentos de tortura, esa tiranía de los miriñaques, corsés, y polisones, verdaderas incomodidades para la mujer de su tiempo. Para Wilde, un vestido de mujer debía responder al estilo griego, y caer desde los hombros sin más, acompañando la figura. De ahí que detestase todo lo que se añadiese a la cadera, así como la obligación impuesta a las mujeres de tener una determinada medida de cintura. Ese estilo griego pero moderno se aprecia en palabras como estas: «Es cierto que, en muchos de los últimos vestidos de París que he podido ver, parece darse cierto reconocimiento del pliegue. Pero por desgracia esos pliegues son todos ellos artificiales, cosidos, de modo que pierden todo su encanto. El pliegue de un vestido no es un hecho dado, un añadido con cargo a la factura, sino un determinado efecto de luz y sombra que resulta exquisito en la medida en que es evanescente».
Piensa que la moda de su época, especialmente la de las mujeres, aunque no duda en opinar sobre la de los hombres, es un disparate, efímera y, en cierto modo, también fea. La prueba, añade, es que se la cambia cada seis meses: «la malsana necesidad de cambio que la moda impone a sus vanidosos y desorientados devotos». Devotos a los que oprime y castiga. Para su gusto, además, «la moda va pasando del horror al horror». Y, por si fuera poco, se desentiende de la personalidad de sus admiradores, ignora si son altos o bajos, pálidos o morenos, imponentes o livianos, y exíge a todos que se atavíen del mismo modo, mientras va inventando alguna nueva atrocidad» como por ejemplo lazos, volantes y otros adornos, que colocados sobre el vestido distraen la mirada. Similares críticas expresará sobre los colores y los estampados, con dibujos demasiado grandes, en Inglaterra; solicitando se fabrique mayor cantidad de tejido de lana que permita sustituir al de lino, especialmente en invierno.
Hacer modo es conocer el cuerpo, pero, el de todos… Es algo que cualquier niño sabría…«si el niño estudia la figura humana, aprenderá mucho sobre las valiosas leyes del vestir. Aprenderá, por ejemplo, que la cintura es una curva muy bella y delicada ―cuanto más delicada más bella―, y no, como gusta en imaginar el modisto, un violento ángulo recto que de repente surge en medio de una persona. El niño aprenderá también que el tamaño nada tiene que ver con la belleza».
Me pregunto qué pensaría hoy Oscar Wilde del vestido de nuestro tiempo. De esas «pasarelas de la moda» por la que desfilan modelos extremadamente delgados. Del modo de producción, en países en desarrollo con bajísimos salarios. Moda que vemos anunciada en los telediarios, en parte por su extravagancia; mientras añoramos algo que tenga que ver con la cultura: un buen libro, por ejemplo, más de uno, muchos.
Y por extensión, me pregunto, porque ¿no es acaso también una manera de modelar el vestido?, qué opinaría sobre el aumento de pechos y glúteos.
Wilde vive en ese tiempo en que aparecen por primera vez las faldas-pantalones o divided skirt. Vestimenta que él aprueba decididamente, llegando a afirmar con rotundidad que en el futuro la ropa de la mujer se parecería a la de los hombres. Afirmando que no existía eso, que algunos pretendían denominar: «un vestido exclusivamente femenino».
Creía que el siglo XX, sería el de las mujeres. Y no se equivocó, aunque quede tanto por mejorar. Lo dedujo tomando en cuenta el papel que estaban configurando las mujeres en Estados Unidos, quienes ocupaban ya numerosos cargos en los sectores de la edición y de la prensa.
Acusado, juzgado y encarcelado por homosexual, exiliado luego a Francia donde cambió su nombre, tuvo un triste final, en el que no faltó un acercamiento a la religión católica.
Pensaba que el éxito pertenecía a los fuertes y el fracaso a los débiles, y así lo manifestó en numerosas ocasiones. Sin embargo, su figura se ha mantenido en pie. Su obra continúa interesando, hay algo en él, ese mirar la vida más íntima de los demás como luego lo hiciera Virginia Woolf, mostrando lo que está bajo la superficie de las palabras, que nos sorprende y nos atrapa a la vez. Por eso, les invito a que lean estos artículos y conferencias sobre el vestido y, al mismo tiempo, a que se interesen por el resto de sus obras: El retrato de Dorian Gray, Salomé, La importancia de llamarse Ernesto, De profundis, y La balada de la cárcel de Reading.


Palabras de la contraportada:
«Tener buen aspecto y estar bien vestido es una necesidad. Tener un propósito en la vida, no».
«La moda es tan solo una forma de fealdad tan absolutamente insoportable que debemos cambiarla cada seis meses».

Enlace a la editorial Casimiro Libros

jueves, 9 de febrero de 2017

«¿DÓNDE ESTABA EL PIANO EN EL NEOLÍTICO?»




Pilar Alberdi


«Pensar y ser son una y la misma cosa». Parménides


Si como quien quiere llegar a una ciudad, preguntásemos por cuál camino se accede a la Metafísica, deberíamos contestar que en la Metafísica se está, pues implica las preguntas esenciales al ser y al sentido de la vida, a las palabras últimas como aquellas que sugirió Leibniz de «¿Por qué algo y no la nada?». Instancia esta, la de la pregunta, que al no ser contestada, permite la pervivencia de la Metafísica.
La Metafísica, entonces, es parte del ser que tiene las preguntas, aunque no obtenga las respuestas pretendidas, lo cual no es tema baladí. La pregunta esencial no es ya «cómo» sino «por qué». Luego, así como cada palabra contiene significados, cada pregunta porta las secuencias de la preocupación del sujeto portador, se llamen estas: Dios, Metafísica, Ontología, Teísmo, Deísmo, Ateísmo, el mal, el bien e incluso el Humanismo. Son solo los eslabones de una larga cadena.
Las preguntas se han formulado desde la religión, la filosofía racionalista, el empirismo y positivismo, los avances científicos, la modernidad, el devenir de lo que aún no está dicho y queda por decir, lo que se ignora, lo que se averiguará, lo latente, el mito. Pero siendo preguntas de seres humanos solo pueden conformarse con encontrar medias verdades, escarceos, palabras que juegan al escondite.
Quizá por esto, Filosofía y poesía se tocan por los vértices, del mismo modo que Filosofía y Religión se tocan también, según Leo Strauss, cada una buscando su acontecer en la palabra, su tesoro, la revelación, el inquietante todo.
Podríamos decir que «la época» marca el carácter de las preguntas, y crea los modelos teóricos y las instituciones que podrían dar una o más respuestas.
Se ha tardado nada menos que cien años en confirmar la teoría de las ondas gravitacionales formuladas por Albert Einstein, y unos cuantos menos para el hallazgo del boson de Higgs. Pero a la ciencia parece no molestarle esa incertidumbre que sí acecha a la metafísica y sus planteamientos afines; la ciencia en su modernidad soporta ese imaginario, lo sustenta como una verdad, mientras duda del imaginario propuesto por las creencias religiosas. Aceptar esto, es aceptar de entrada que la Metafísica y la ontología tienen que defenderse solas en un siglo en el que el viven la mayoría de los científicos que han existido en el mundo. Puede la ciencia hablar de «multiversos» (que no puede demostrar), pero sospecha de ese «otro mundo» prometido en las Religiones del Libro.
Lejos de mi intención defender aquí a la Metafísica frente a la Ciencia, por ejemplo. Lo cierto es que la Metafísica se defiende sola. Baste decir que el sujeto portador de la pregunta existe. Este es el principio.
Decía Víctor Hugo: «El molino ya no existe, pero el viento que lo movía continúa soplando». Y eso es precisamente lo que ocurre. El viento que da empuje a la Metafísica continúa pasando, circula en forma de preguntas.
Quizá, deberíamos comenzar por indagar quién es el ser que pregunta. ¿Es siempre el mismo? Sabemos que no, que cada persona, es única en sí misma, similar a otras socialmente y parte consustancial de su época.
Tal vez, deberíamos continuar el análisis a partir de la pregunta. ¿Qué cuestiona la pregunta? ¿Qué quiere saber? ¿Se define por la época? La pregunta indaga, ruega, exige, quiere saber sobre el sentido de la vida.
Lo curioso es que la Modernidad que comenzó con Descartes y su Discurso del Método, que otorgó entonces un espacio fundamental a la «razón subjetiva», incluso haciéndola aparecer como «razón objetiva», se afirmó en la duda («Pienso, luego existo») para, a continuación, afirmar la existencia de Dios. De este modo, la «razón Moderna» nace desconfiando de las viejas ideas para acabar, casi en el mismo instante proclamándolas de nuevo. La razón que comienza en la Modernidad, la que anticipó Francis Bacon con la metodología de su Novum Organum (1620), la que pusieron en marcha Copérnico, Kepler, Galileo, tiembla en pleno siglo XVII, mientras las guerras de religión se expandían y surgían nuevos llamamientos a la tolerancia, y de Nuevos Mundos recién descubiertos comenzaban a llegar las noticias de otras gentes, otros lugares, otras creencias.
¿Qué hace, pues, que el ser sea un problema para la Metafísica o esta para el ser? La imposibilidad de afirmaciones sobre los principios últimos. San Agustín que mucho sabía del tema, se anticipó afirmando: «Quaestio mihi factus sum» («Me he convertido en un problema para mí mismo». Es decir, en un hombre que se pregunta, que busca respuestas, y, sobre todo, que duda, no de que esas posibles respuestas existan sino de que puedan ser halladas.
En la historia de la filosofía, Aristóteles se atrevió a llegar hasta la frontera de la Metafísica y allí se detuvo, en la «fisis». Su maestro, Platón, sin embargo, impulsó un pie más allá del peligroso límite y volvió de allí con su teoría de las «ideas innatas» y un más allá que prometía el «eterno retorno», en el fondo, la posibilidad de una vida inmortal. Como si esto no fuera suficiente, dejó en su obra Apología de Sócrates unas frases que pone en boca de su maestro, sobre la creencia de éste, en que hay algo más allá y de que en caso que no lo hubiere, «ni allí ni aquí puede pasarle nada malo al hombre bueno», convencido de que la prueba por la que pasa: la denuncia que le han puesto por blasfemia e impiedad hacia los dioses, la acusación, juicio, defensa y posterior condena a muerte por la Asamblea de la polis, que él acepta, es consecuencia de un ser que, en esencia, es «bueno». En cualquier caso, comenta que no le desagrada la idea de encontrarse en el Hades con aquellos hombres que ha que admirado tanto, como Hesíodo, Homero (aunque los haya criticado, al fin y al cabo eran poetas que debían ser erradicados de su teórica República), o aquellos jueces legendarios y al mismo tiempo famosos como Minos, Radamanto, Éaco y Triptólemo, sin duda, más justos que los que a él le habían sentenciado a muerte.
Dice Sócrates (a través de Platón) que debido a su edad puede permitirse profetizar, pero ¿qué persona a partir de los sesenta años, no busca con mayor esperanza, si cabe, las respuestas que no ha encontrado durante toda su vida? ¿Y todo por qué? Por qué hay un límite que se hace más cercano, es decir más visible con los años y es el del final de la vida. Se ha vivido. Se juzga esa vida, y también el de las generaciones que llegan y pasan una detrás de otra, todas haciendo el mismo recorrido. De la nada a la nada, de la oscuridad a la oscuridad, del no ser al no ser.
Pero, ¿qué es ser y qué es no-ser? No pretendo emular a Parménides, ni alcanzar su sabiduría. Me conformaré, en este caso, con mis propias deducciones y me apoyaré en las de otros. Por ejemplo: en el piano que no estaba en el neolítico y que apareció más tarde. Hay algo que intuimos y que se nos escapa, y que San Agustín acertadamente definió del siguiente modo: «Confiesa que tú no eres la verdad, pues ella no se busca a sí misma» [2]. Por tanto, a la verdad no solo vale con buscarla hay que encontrarla en nuestro camino.
De este modo y, al margen de determinismos, posibilismos y libertarismos, quien tiene una respuesta tiene un mundo. Para unos el territorio será el de la Metafísica y lo Óntico, para otros, el de la Ciencia, para otros, si cabe, el de la Religión y sus múltiples formas de expresión. En el fondo, seguramente, todos hilos de la misma madeja.
Pero el poeta que como los ancianos tiene algo de profeta, que aúna el todo y lo sintetiza, sabe muy bien que una pregunta, si está bien hecha, contiene la mitad de la respuesta.

Lo irracional, lo racional y el piano que no estaba en el neolítico [1]

Me parece evidente que «el piano que no estaba en el neolítico», un tema propio de poetas, no va a interesarles a los racionalistas. Nunca se les hubiera ocurrido buscarlo allí. Si sabemos de los dinosaurios es porque hemos encontrado sus huellas, incluso fósiles, podrían contestarnos los positivistas. ¿Por qué otra razón, sino, estaríamos buscando, desearíamos encontrar restos de dinosaurios? Pero el piano que no estaba en el neolítico avanzó de siglo en siglo como un tesoro invisible, como esa verdad no encontrada de la que hablaba San Agustín, buscando darse a conocer. Para ello, sólo tenía que llegar su momento. Un momento en el que el «simio modificado» (Dawkins) lo encontrase en su camino. Por cierto, un camino largo y por momentos oscuro; admirable sin duda, pese a lo bueno y lo malo, o precisamente gracias a este Principio en los contrarios, sin duda, tan especial como dramático. Y en ese camino, terrorífico tantas veces, nos dirá Voltaire: «Sólo tenemos una pequeña luz para orientarnos: la razón. Entonces viene el teólogo, dice que alumbra poco y la apaga». Esa luz… Pero también se podría decir lo mismo en sentido contrario. Acaso el metafísico, el religioso sienta que el científico también puede acercarse y apagarle la luz.
Hume criticará que el hombre haya confundido la naturaleza con un regalo, o que calculase que los generosos dioses esperaban ser o temidos o adorados o ambas cosas. Einstein dirá que ese era un proceso natural en la búsqueda de explicaciones. Espinoza, quien fue capaz de escribir en su siglo aquello de «Dios o sea la naturaleza» también criticó los prejuicios y la creencia en los milagros, así como la intolerancia y las guerras religiosas. En el camino de la racionalidad, del Teismo se pasa al Deismo en la búsqueda de una Religión natural que en el fondo pueda sustituirla. Pero «el mal», es difícil de explicar.
Después del descubrimiento de nuevos mundos en el Renacimiento y el «giro copernicano», también llegó el «giro antropológico» con la filosofía de Kant. No hubiera sido posible sin el protestantismo y su variante hermenéutica de dejar al hombre solo, en diálogo con la palabra revelada en la Biblia, pero tampoco hubiera sido posible si la madre de Kant no hubiese sido pietista; un grupo dentro del protestantismo que apelaba a privilegiar las decisiones individuales y la ética del individuo, frente al «determinismo» y la negación del «libre arbitrio» de otros grupos protestantes. Así, Kant, dirá que el ser tiene la última palabra en cuanto a la Ética y definirá sus dos conocidos «imperativos categóricos» superando la moral de la época. En su búsqueda personal, como en la de Descartes, estaban Dios y la Metafísica. Y en su intento justificativo, el «conocimiento a priori» sirvió a Kant como principio fundamental para el que aporta, considera él, un claro ejemplo matemático; ese conocimiento a priori, que luego otros le negarían como fue el caso de Frege.
Fue más tarde, cuando llegaron los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el nazismo como una fábrica de exterminio de disminuidos físicos, opositores políticos ,homosexuales y judíos, en los campos de trabajo, concentración y muerte.
Unos años después, Sartre, al señalar que no puede haber «un sentido a priori de la vida» pondrá el foco en la responsabilidad frente a la propia existencia: si «Dios no existe», al menos existe el hombre. De hecho, mientras en el siglo XVIII se decía que si Dios no existía habría que inventarlo (Voltaire), en el siglo XIX se le dará por muerto a través de las voces de Nietzsche y Dostoievsky. «Si verdaderamente la existencia precede a la esencia ―exponía Sartre―el hombre es responsable. Así, el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y hacer recaer sobre él la responsabilidad total de su existencia», la suya y la de los demás. (…) «Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres».
Visto así, no hemos cambiado mucho. Esperamos que mañana amanezca y que no falte comida en los supermercados a donde podamos ir a comprarla. Que las guerras que hay en el mundo se mantengan lejos de nosotros. Igual que esperamos seguir teniendo trabajo o salud. La esperanza, sin duda, ella también es parte de la pregunta, es decir, de la metafísica que porta el hombre; de ese querer saber de la ciencia, de esa intuición de la poesía.
Para Freud, la religión era una «ilusión», un «delirio colectivo»; la cultura un «malestar». Para Lenin, la religión era el «opio del pueblo». Para Nietzsche, el fin de la religión significaba «el budismo», la «Nada», un abismo; sin embargo, curiosamente, entrevió como Platón la idea del eterno retorno y lo que le obsesionó fue que fuera el «retorno de lo mismo».
La Nada… Kant tiene 65 años cuando comienza la Revolución Francesa y Hegel, 19. En esta Odisea, Hegel representará uno de los últimos esfuerzos en concretar una filosofía totalizante, cuya base precisamente estará en la religión. Justificará los procesos históricos como necesarios en el plan de Dios. Un plan donde siempre ganan los más fuertes y poderosos. Había conocido el empuje de la Revolución Francesa. Fitche y Schelling también serán contemporáneos de esa Revolución. Un poco más tarde, y ya desde una óptica social que pone el punto de mira en las estructuras económicas de lo social, Marx intentará otra filosofía, no con el fin de describir lo que acontece, sino de que pueda ser cambiado.
Podríamos decir que el ser que tiene presencia y se cuestiona es el ser epocal, el que deviene Historia. Estaba en Hegel, en su posición etnocéntrica, en su defensa del Estado; en Marx y Engels con su ontología del ser social y su comprensión de las condiciones económicas que imperaban en el liberalismo de su tiempo.
La pregunta avanza en una carrera de relevos. Todos los seres, incluidos los poetas y los filósofos portan preguntas. Así también los religiosos, los ateos, los agnósticos… Muchas se repiten, no se agotan de una generación a otra. Así van llegando Nietzsche, Dilthey, Husserl, Heidegger; Le Boon y Max Weber en sociología. Manifestándose una crisis de la razón clásica, frente a las nuevas líneas de pensamiento iniciadas por aquellos primeros «filósofos de la sospecha».
Mientras tanto, mientras tantas mujeres y hombres se hacían la pregunta por el sentido de la vida, por el bien y el mal, se colonizó el mundo, se mató y esclavizó. Ocurrió la tragedia de la Primera Guerra Mundial y de la Segunda, y, finalmente, se llegó a eso que Hannah Arendt llamó «la banalidad del mal», donde la impiedad y la perversión se justificaban por la obediencia a los jefes y al grupo. Aquello que Camus llamó: «la moralidad de la pandilla». Y que resurge a diario en tantos puntos del planeta.
Pero si creemos que estas cuestiones acabaron, nos equivocamos.
Persiste un racionalismo con arreglo a fines, que se oculta además a la población, y que cada día hace más ricos a algunos, mientras se desinforma más que se informa en los medios de comunicación.
Es imposible que frente a realidades como estas el hombre no se haga preguntas, porque en el camino de su devenir está lo óntico que, al final, resulta siempre que para nuestra convivencia es ético.
Evidentemente, la sensatez y la cordura de la racionalidad es un mito, lo racional puede llegar a ser tan irracional como quiera presentarse. Dependerá del papel con el que se envuelva el discurso. Desvelar estas cuestiones es tarea permanente. A esta labor se han dedicado entre otros, filósofos como Horkheimer, Adorno, Arendt, Rawls, Deleuze, Derrida, Agamben, Froom, Foucault, Bauman y tantos más.
Y ahora sí, y ya por última vez en este ensayo, nos queda reconsiderar nuevamente la pregunta: ¿El piano que estaba oculto en el neolítico estaba allí o aquí? Evidentemente parece que aquí. Al hacer la pregunta por él, lo hemos traído a nuestro encuentro. Para la Historia apareció en el siglo XVI, de la mano de Bartolomeo Cristofori, y en ese momento se le llamó «clavecín».
Quien acepte esto tiene la mitad de la cuestión ganada: la pregunta acompaña al hombre, tanto como este acompaña a la pregunta. Sin respuesta posible, continuamos avanzando a solas con la pregunta. Unas veces es personal, otras social. Pero acaso, en un rincón del camino hallemos la respuesta.


Citas:
[1] Castoriadis, Cornelius. Sujeto y verdad. Tusquets. México, 2013. Frase: «¿Dónde estaba oculto el piano en el neolítico?»
[2] San Agustin. De civitate Dei.