miércoles, 6 de septiembre de 2017

LA VEJEZ



Texto y foto: Pilar Alberdi

A Ernesto, con cariño.

Me gustan los viejos que tienen la osadía y la gallardía de vivir hasta el final, es decir, sintiéndose «vivos». Y cuando digo «viejos», también estoy diciendo «viejas». Me gustan los que no se rinden, los que sintiéndose aún útiles y activos no quieren jubilarse. Me encantan las viejas que cuidan con esmero las plantas de sus balcones o jardines, y reciben a sus nietas y nietos con los brazos abiertos y los achuchan a besos y preguntas como antes hacían con sus hijos. Adoro a esos viejos, no galanes sino educados, capaces de dejar su asiento del autobús a una mujer embarazada. A mí me ayudan a colocar la cesta del supermercado en su sitio después de hacer la compra y calculo que es simplemente por simpatía con mis cabellos tan blancos como los suyos, no porque me perciban vieja.
Respeto a las personas como mi padre, a la que pregunté un día, en una residencia para ancianos, si para aquel hombre que estaba cerca nuestro y que ya no razonaba bien, tenía sentido, ahora que no podía recordarlo, todo lo que había hecho en su vida. Y mi padre, que era mucho más viejo que yo ahora, me contestó con un «sí» rotundo, entero como un círculo, como una «o», y eso que sólo le era posible afirmarlo con su rostro o sus manos ya que no podía hablar. Aprecio sinceramente a esas viejas como mi madre, con sentido de la belleza, capaz de hablarle a las flores y que decidió a los 70 años que iba a aprender a pintar cuadros al óleo. La admiro en su firmeza, en su sed de vida.
Me gustan esas viejas y viejos que encuentro por el camino costanero y que salen a caminar cada día para venerar la vida, incluida la suya.
Sonrío del «capital» que halaga a los jóvenes haciéndoles creer que son «lo más», cuando luego les recompensa con salarios de miseria. Quien quiera conocer a la verdadera juventud, sólo la encontrará en los viejos, no digo en todos; en muchos, en muchísimos. Por eso me gustan las viejas como yo que ni siquiera creen que valen más que un naranjo.
Parece que hoy era para mí, el día de los «me gusta», pero es algo que hasta nuestros nietos ya han aprendido bien. Cuando nos reunimos y cuando mi esposo o yo, las personas de más edad sentadas a la mesa, decimos: «Vamos a brindar», ellos dicen «¡Por la vida!».
Me gustan, por tanto, también las viejas y viejos escritores como Margaritte Yourcenar que esperó a la vejez, tomando notas toda su vida, para expresar lo que ella creía que podría ser el pensamiento cenital de Adriano; o los viejos como Tolstoi, que siempre portaba en su amplia camisola de «mujik», una libreta para apuntar lo importante, no fuera a suceder que la idea como una hoja de otoño se la llevase el viento.
Ayer, mientras caminaba tomé una foto a las gaviotas en la playa. Había treinta por lo menos. Si uno se acerca, ellas levantan el vuelo, y de verdad, creo que todos sentimos el deseo de acercarnos, aunque sepamos cómo atacan a las palomas. Pero seguí mi camino, viendo cómo la arena reflejaba las ondas paralelas que había dejado de madrugada la máquina que limpia la playa cada día. Y fue entonces, cuando por el camino pedregoso, unos pasos por delante de mí, entre flores de noche, lirios de mar y algunos cactus, cuando vi una pluma de gaviota que habría traído hasta allí el viento, no encuentro otra explicación, tan bonita, tan como de escritores de otra época, fina, gris con la punta negra, y sentí ante la sorpresa de ese pequeño tesoro lo mismo que los admiradores ojos siempre atentos de mi niñez sentían en una lejana playa, frente al Atlántico Sur, cuando la espuma del mar, a causa del viento, tan veloz en aquellas latitudes, se desgajaba de las olas y a veces corría rodando por la playa, sobre las abandonadas huellas de las gaviotas que, en ese momento, estaban en el cielo y chillaban.