viernes, 18 de octubre de 2019

GENTE PEQUEÑA DE LA HISTORIA



Pilar Alberdi

Dijo Pascal: «Una ciudad, un campo, de lejos, son una ciudad, un campo; pero, a medida que nos acercamos son casas, calles, tejas, hombres». Qué razón tenía este hombre, este filósofo al fin, bajo el peso de su severa teología, y al que tanto preocupó esa Nada, de la que provenimos, y ese Infinito que nos espera.
Pero ¿qué es una ciudad sino un afecto? La ciudad no engaña. Ella es en su puro devenir, la misma, tanto en la melancolía de la distancia como en la alegría espontánea del reencuentro. Sin embargo, cuando el ideal se ha fijado en el tiempo, tantas veces ocurre que nos cuesta reconocerla. ¿Qué tenía entonces que ya no tiene? ¿Cuál era su secreto encanto? La cuestión está en saber acercarse. ¿Cómo? En sigilo, como si ella no lo supiera, lo cual es cierto, ¿cómo podría ella saber que nos marchamos hace tiempo o que hemos regresado?; no lo sabe; ni siquiera sabe que continuamos reconociendo los nombres de las calles o que ya no intentamos repetirlos de memoria, porque nos ha vencido el tiempo o la distancia, que acaso adopten la misma forma. «Es la edad…» diremos, y ella tampoco oirá que envejecemos. Entonces, la ciudad, altiva y desdeñosa como siempre ha sido, rica en sus ajuares y distante en el trato, indiferente a nuestra presencia, impertérrita, cemento puro donde el sol estalla refulgente cada día, es la que mira al mar o la que mira al campo. ¿Y nosotros? Aire que mueve la brisa frente a sus balconadas, nos sentimos vivos en las motas de sol que caen entre el follaje de los falsos plátanos.
La ciudad, no es una sola, no, ella es mágica, se reinventa cada día, y si se trata de ser, es por lo menos dos, ambas con sus propios intereses. La de los turistas, que llevan granos de arena entre los dedos de sus pies, desde la playa al hotel, pero también la de las gaviotas, aire que se mece en el aire, que regresan de los campos por las tardes, después de haber seguido alborotadas, sobrevolando bajo, los surcos abiertos por los tractores, donde la oscura tierra, siempre fértil, ofrece lujosos manjares de insectos y lombrices.
De acuerdo, la ciudad es eso, pero es más que eso. A ella hay que acudir con un sigilo renovado, cautelosamente, como los gatos, o en puntillas como los niños cuando quieren darnos un susto. Hay que ponerse alas nuevas para visitarla; nada de drones, ¡no!; hay que hacer de la imaginación una cometa y volarla alto, muy alto. Hay que tratarla, si cabe, a la ciudad, como una antigua compañera de juegos infantiles, que lo fue, sin duda. Invitarla a jugar al escondite, otra vez, como antaño lo hicimos. Insistirle. Contar, vehementemente: «1, 2, 3…» para que se confíe, para que de nuevo corra a esconderse, para que espiándola por el rabillo del ojo, descubramos cuál es su secreto refugio, mientras continuamos contando «4, 5, 6…» hasta llegar al «10», y sepamos o creamos saber, de verdad, dónde irá a esconderse la próxima vez, entre el batiburrillo de nuestros recuerdos. ¿Acaso en un día de playa? ¿Tal vez en el primer beso que dimos de adolescentes?
Sí, la ciudad, esa ciudad, la que ni conserva ni devuelve lo acontecido en ella. No por egoísta, sino por esquiva; no por soliviantarnos, sino por sorprendernos; no por quedarse quieta ante nuestros pasos sino por protegernos. ¿De qué? De los recuerdos. ¿Y de qué más? También del tiempo.
A veces, la ciudad muestra su lado más humano. Allí están o no están ya, algunas de las personas que más quisimos.
A lo mejor, tal vez solo «a lo mejor», al recuerdo que para cada uno representa una ciudad hay que acercarse despacito para que no se aleje como lo haría un fantasma de otro fantasma. Inútil preguntarse: ¿dónde está la ciudad de nuestra niñez? No la encontraremos ya.
La ciudad, ¡qué cosa la ciudad, y tan sola!
Pero mejor, lo dijo Jules Laforgue, el joven escritor uruguayo, uno de los inspiradores del verso libre en Europa, allá por el siglo XIX. Eran «gente pequeña de la Historia, aprendiendo a leer, arreglándose las uñas, prendiendo cada noche la mala lámpara, enamorados, golosos, vanidosos, locos de elogios, de apretones de manos y de besos, viviendo con chismes de capillas, diciendo: “¿Cómo estará el tiempo mañana? Ya viene el próximo invierno… Este año no tuvimos ciruelas».
Son frases de todos y de nadie. Frases a las que nos obligan las circunstancias, la llegada de las estaciones, las diversas ocupaciones.
Sin duda, en la repetición está el encanto; y nosotros, en resumidas cuentas, seguimos siendo como aquellos, esa gente pequeña de la Historia.


Nota: Jules Laforgue (1860-1887), escritor; nació en Uruguay, vivió en Francia, fue el introductor junto a Baudelaire del verso libre en ese país.

Publicado en El Cuaderno, octubre 2019.