jueves, 30 de enero de 2020

LOS ANTIGUOS VALORES




Pilar Alberdi


Agrandad la ciencia y disminuiréis al Hombre, estas palabras bien podrían ser el resumen de los últimos siglos. Agrandad a algún hombre y disminuiréis a la mayoría.
Es bueno leer a Hilarie Belloc, Gilbert K. Chesterton, C. S. Lewis. No es que una comparta todas sus ideas, pero cuán claros tenían los tiempos que les tocó vivir. Los tres alcanzaron a conocer el ascenso de los totalitarismos, y en los casos de Belloc y Lewis, también la Segunda Guerra Mundial. Los tres fueron católicos en un mundo de protestantes.
Hilarie Belloc defendió lo siguiente: a un declive espiritual de la humanidad, le sigue la tragedia; opinión compartida por sus compañeros. En su opinión: el último gran descenso comenzó con la Reforma, que retiró al hombre de la plena utilización de su libre albedrío, apartándolo de las consecuencias de sus actos. El racismo, la xenofobia, la delación, las persecuciones, los campos de exterminio, los bombardeos sobre civiles, la guerra, son parte de ese declive. La anterior gran caída, según el mismo autor, fue la del Imperio Romano, llegando la salvación ética con el cristianismo. Quizá, por eso, mantenía la esperanza de que el catolicismo, como respuesta a la caída humana del siglo XX, volviese a ocupar el espacio que había mantenido por siglos; algo que hoy sabemos imposible. Mil años de Historia, nos dice, tuvieron como base al cristianismo, y permitieron el paso de la esclavitud a la servidumbre, y después al campesinado; un proceso lento pero imparable: si el otro es mi hermano en la cristiandad es inmoral tenerle como esclavo. Tiempos de los viejos estamentos o «posiciones sociales» obtenidas por vía de nacimiento; a esto, le remplazó el Contrato, por el cual un hombre, una mujer, un niño se veían en la necesidad de vender su esfuerzo a un empleador, cuando no existían todavía ni las mínimas condiciones que establecieran las normas de ese proceso. Como Belloc explica en su Historia de la Reforma, las tierras de la Iglesia que se había quedado el rey, pasaron poco después a las principales familias de la nobleza británica. La acumulación del capital producto de ese rendimiento, facilitó la revolución industrial en Inglaterra y Escocia. Las propiedades de la Iglesia en el continente habían quedado más repartidas, aunque en principio habían pasado a la nobleza. El campesino, sin propiedad ni posibilidad de usar las tierras comunales, partía desheredado de las villas a las ciudades a cambio de la promesa mísera de un jornal, llegándose a obligar a trabajar a quienes no quisieran hacerlo. El veredicto de Belloc es: se había partido de un mundo de esclavitud, y se la había superado para acabar nuevamente de camino a ella; frente a la usura, la competencia y la soberbia del Capitalista más fuerte contra el tendero más pequeño, poco podía hacer la persona carente de suficientes recursos como para hacerle frente, aunque decidiese acudir a la justicia, el propietario más importante podría aguantar el tiempo del proceso judicial, mientras que para entonces, el pequeño tendero habría cerrado su tienda. No, los pequeños comerciantes y artesanos tampoco estaban a salvo. Recordemos la importancia que alcanzó el control de los trust y monopolios hasta mediados del siglo XX, especialmente, algo que se ha perdido, en gran medida.
Si miramos al presente somos conscientes de lo que ha traído la globalización: cierran las pequeñas tiendas; llegan los centros comerciales; la industria se deslocaliza y coloca sus nuevas fábricas en lejanos territorios donde abunda «mano de obra» más barata; muchos trabajadores debido a las consecuencias de las crisis pasan a ser autónomos; se hace necesario establecer sueldos mínimos; todo lo que tenga que ver con la seguridad social (jubilaciones, sanidad), incluso educación gratuita, está en peligro de ser privatizado; los agricultores no pueden mantener sus explotaciones debido a los altos costes de las materias primas y por los bajos precios que les imponen los distribuidores; se deshacen poco a poco los tejidos industriales de los Estados occidentales, mientras se favorece la llegada de productos fabricados o producidos en el extranjero a precios más bajos, debido a las condiciones imperantes en aquellos sitios. Unas pocas empresas a través de sus páginas web comercializan infinidad de productos en todo el mundo. En el día a día, muchos de los productos alimenticios que consumimos en occidente recorren una media de entre 3000 y 6000 kilómetros antes de llegar a nosotros.
Si Belloc es un autor con garra, es también, enormemente placentero leer a Gilbert K. Chesterton. Denuncia esa «cadena de la causalidad», absolutamente determinista a la que se acoge el protestantismo. Es, en su criterio «la peor cadena que pueden padecer los hombres». «El determinismo puede, así, conducir a la crueldad, del mismo modo que ha conducido a la cobardía». (Ortodoxia, pág. 39)
El querer encontrar una simple explicación materialista para todo, el reducir lo complejo a lo simple, conduce poco a poco de la racionalidad a la irracionalidad. Es mejor que aceptemos nuestros límites, incluidos los de la comprensión. Y por ello, también critica a los escépticos, quienes siempre dudan de las creencias de los demás, pero nunca de las suyas propias. Sin ninguna verdad no se puede vivir, hay que tener prioridades. Dice: «el misticismo es el secreto de la cordura». Lo que es para él ese misticismo, también lo explica. No es el fanatismo, el dogma, el fundamentalismo, la imposición o algo carente de sentido comunitario; es una elección, es el derecho a sentir, a imaginar, a fantasear, a creer, a no detenerse ante la frontera de lo que habitualmente llamamos realidad, que no es más que lo que cada uno o la época interpreta como tal, y que finalmente opera como siempre como un límite. «El hombre común ―expone Chesterton, y esto es importante― siempre es cuerdo porque siempre ha sido un tanto místico: ha admitido las vaguedades crepusculares, y siempre ha tenido un pie en la tierra y el otro en el reino de las hadas. Siempre se ha consentido la libertad suficiente para dudar de sus dioses; pero (a diferencia de nuestros modernos agnósticos) siempre se ha dejado libertad para creer en ellos. El hombre común siempre se preguntó más por la verdad que por la congruencia, y al encontrarse con dos verdades aparentemente contradictorias, las acepta a ambas y a su contradicción con ellas» o como añadirá poco después «todo puede entenderlo el hombre, pero solo mediante aquello que no puede entender». Pondré un ejemplo sencillo, las encuestas dicen que el 80 % de la población española es católica, una podría tener sus dudas, pero, teniendo en cuenta lo expresado por el escritor, con toda seguridad sea cierto. Hay un resto poderoso de creencia que está ahí, que aparece cuando hay que hacer frente a los problemas de la vida, cuando hay que dar cuidados, o simplemente en las festividades religiosas. Y aparece fuerte y poderoso, cuando se pierde a alguien, y entonces uno necesita a la vez, amarras y salvavidas. Entonces, parece que sabemos mejor quiénes somos.
Chesterton se declara feliz de estar en la vida, de haberla recibido, de ser parte de ella; conoce bien, y en su recuerdo conserva dulces momentos de la niñez, por ejemplo, aquellos cuentos infantiles que le contaban su madre y su institutriz. Frente a la ciencia peor, aquella capaz de aceptar la eugenesia, en resumen, la que sigue dictados políticos delirantes, hasta la bruja mala de un cuento era más sabia. «El hombre de ciencia dice: «’Córtese el tallo, y la manzana caerá’; y lo dice tan tranquilamente, como si una idea arrastrase por fuerza a la otra. Y la bruja del cuento, dice: ‘Sóplese el cuerno y el castillo del ogro se derrumbará’, pero no lo dice como si se tratara de un efecto que sigue necesariamente a una causa». Sin duda, que ella ha dado ya el consejo a muchos campeones y ha visto caer muchos castillos; pero no por esto la abandona su razón, ni su asombro ante la novedad del mismo hecho repetido; ni por eso se va dejando confundir paulatinamente hasta que conciba una relación mental necesaria entre el eco del cuerno y el desplomarse de la torre».
«En el asombro ―dirá― siempre hay un elemento de plegaria», «la prueba de la dicha es la gratitud». Y sabiendo esto, no le faltó valentía para denunciar lo que veía: «Nuestros mercaderes han adoptado el estilo de los príncipes mercaderes. Empiezan abiertamente a dominar la civilización del Estado» (La utopía capitalista y otros ensayos), pág. 23. Pero este libro, al que hoy podemos leer con este título, se publicó por primera vez en Gran Bretaña, tomen nota, con el siguiente: La utopía de los usureros. Porque eso era lo que preocupaba a estos intelectuales, el dominio de la usura y la competencia desleal con el consiguiente resultado de inhumanidad. Sobre los grandes empresarios, dirá: «Se empieza a contratar a hombres literarios para alabar personalmente a un hombre de negocios, como antes se solía alabar al rey». Evidentemente, sus palabras llegan como una premonición sobre nuestro presente. No hará falta citar aquí las adulaciones que habitualmente aparecen en algunos medios, tanto a empresarios como a banqueros o, simplemente, a millonarios. Y no, ni Belloc ni Chesterton eran comunistas, eran simplemente, cristianos. Es más, Belloc creía que el colectivismo llevado a la práctica, es decir al comunismo, era la elección fácil para la solución del capitalismo, y solo conseguiría producir una nueva clase social de gobernantes. Creía en la distribución de la propiedad, en todos los sentidos, y muy especialmente en el productivo, pero también asumía la dificultad de hacerlo posible.
Dentro de este conjunto de escritores católicos, C. S. Lewis, pese a considerarse él mismo como un «apologeta cristiano», propone llamar Tao al conjunto de creencias básicas orientales y occidentales que nos ha legado la tradición, con el objeto de no privilegiar a una u otra, sino a todas aquellas en las que percibimos la importancia de la conciencia individual, la lucha entre el bien y el mal, la responsabilidad ante la familia, la comunidad, las generaciones futuras, y uno mismo. También ante algo mayor que todo esto, del que somos parte: llámese universo, vida, eternidad o como se le quiera denominar, y que la humanidad recogió con su afán de explicaciones del cósmos o sobre sus expectativas de justicia y vida eterna, o sus relatos sobre el posible juicio final de cada uno; sirvan de ejemplos: el «pesado del alma» en la tradición egipcia, o el acompañamiento de la conciencia como única defensora del encausado ante la ley divina, en el zoroastrismo. Una creencia de enorme influencia (vigente en Persia, hoy Irán) para el judaísmo y luego para el cristianismo. De este modo, en el libro La abolición del Hombre, de Lewis, el autor hace un esfuerzo final recogiendo en el epílogo, frases de la filosofía china, egipcia, judía, musulmana, cristiana, de nativos americanos, etc. No están todas las culturas, no están todas las creencias, pero como muestra son suficientes. Yo, por ejemplo, he echado en falta, proverbios africanos.
En su sensato ensayo, explica cómo las nuevas ideologías toman en cuenta y a conveniencia solo partes de las creencias antiguas, afirmando unas en detrimento de otras, de tal manera que las ramas del árbol, por separado, se oponen al tronco básico.
Le preocuparon esas ideologías, igual que a los anteriores escritores que he citado, especialmente por la aplicación de la eugenesia. Las consecuencias bien pueden sintetizarse en estas palabras suyas: «Lo que llamamos poder del hombre sobre la Naturaleza resulta ser un poder ejercido por algunos hombres sobre otros con la Naturaleza como instrumento». Esto es importante: para que un hombre o un grupo de hombres, sabemos que en general son camarillas o grupos organizados local, nacional o internacionalmente, puedan ejercer este poder se han situado antes fuera del conjunto del resto de los hombres, a los que a partir de ese momento consideran meros artefactos, es decir, como una especie de aparato o máquina que puede hacer ciertas cosas, y a los que se puede programar o dominar en algún sentido. Si ayer la eugenesia, no sabemos a dónde pueden conducirnos temas actuales como el de la selección y modificación genética, y otros, de igual relevancia para la vida humana. ¿No perciben actualmente que a algunos de los hombres que defienden estos procesos, muchos son científicos, y a gran parte de los que mueven los intereses económicos que les respaldan, les sobran los hombres, estos hombres comunes que somos los demás? ¿Estos hombres que ya parecen valer menos que máquinas? ¿No intuyen cómo quieren, les encantaría modificar a unos, según ellos para mejorarlos, mientras que el resto se quedaría como está para sustituirlos en el futuro por robots o ciborgs? De «plutocracia», hablaban estos intelectuales en su tiempo, palabra que hoy no se usa, y que deberíamos traer ya a primer término, y ponerla en movimiento.
Creía Lewis, en ese momento, que los Estados «omnicompetentes» como nuevos dioses, más la «técnica científica» producirían lo que ya estaban viendo, una «raza de Condicionadores» que con su proceder (a través de la publicidad, la propaganda política, su autoritarismo), no solo estarían afectando lo realizado por las anteriores generaciones, las ideas y tradiciones legadas por estas, sino y muy especialmente estarían condicionando a las futuras. Negando la vieja conciencia, ellos sabrían cómo producir a conveniencia otras nuevas. A Lewis le preocuparon mucho esos Condicionadores: a nosotros también deberían preocuparnos los actuales.
«¿Qué quieren la mayoría de los Hombres? ―se pregunta Lewis. (Este genérico masculino, por supuesto, incluye a todas las personas). Lo que quieren básicamente son «las mismas cosas: comida y bebida, relaciones sexuales, diversión, arte, ciencia y la vida más larga posible para los individuos y la especie». Es verdad que puede que no a todos les guste lo mismo, indica, pero hay algo peor, ya que eso hasta podría solucionarse, y es que, quizá, a los Condicionadores (de los demás hombres) no les parezca bien que otros accedan a estos bienes básicos o a otros que podamos intuir e incluir en la lista, o, simplemente, que no estén pensando en las generaciones futuras. Se pregunta Lewis, ¿Por qué podrían o deberían importarles las generaciones del futuro? ¿Acaso les preocupan las actuales? Eso «es propio de gente con una cierta formación ética», y no es precisamente la de los Condicionadores y sus cómplices y socios, quienes si alguna vez estuvieron cerca de los valores tradicionales, ya han saltado al vacío.
Los tres pensadores alcanzaron a percibir en los elementos que llevaron a la Segunda Guerra Mundial, que la civilización podía estar enfrentándose a su final.
Belloc pensaba que los hombres tienen tendencia al juzgar la Historia del pasado, pensando que aquellos hombres sabían hacia dónde se dirigían, pero no, afirma convencido, porque si muchos lo hubieran sabido, él estaba seguro, que habrían dado marcha atrás o, al menos, deseaba creerlo.
Hoy, el ágora, es para algunos políticos y economistas la hora del telediario, vierten ahí sus palabras, pero todavía no han aprendido a poner leyes lo suficientemente justas, para que defiendan al hombre común del hombre importante, al pequeño comerciante del grande, al local del foráneo, al futuro propietario o al inquilino de una vivienda de la voraz usura financiera que eleva los precios a diario. Todavía no han comprendido o si lo han comprendido les falta valentía, que los Estados están siendo devorados por los flujos financieros con libertad de movimiento internacional; que los obreros, campesinos, jubilados están siendo maltratados. Las ciudades, esas grandes ratoneras en las guerras, se «gentrifican», la «turistificación» se intensifica, mientras los pueblos y ciudades periféricos se vacían, y aparece cada cierto tiempo un virus que puede provocar una pandemia, y se deshacen compromisos sobre temas fundamentales como los nucleares o ecológicos.
Si bien hemos dado una mirada a los siglos precedentes y muy especialmente hasta esa mitad del siglo XX, y si nos interesa dar un repaso a lo que va dando de sí el actual, entonces podemos leer obras como Alienación y aceleración del sociólogo Hartmut Rosa, o No society. ―El fin de las clases medias occidentales― del geógrafo Christophe Guilluy, conocido por sus teorías sobre la «Francia periférica», que tanto nos recuerda a lo que está ocurriendo con la «España vacía». La lucha de los habitantes más dañados, de «los perdedores de la globalización», han dado como resultado ―y esto no hay que olvidarlo― el Brexit, la elección de Trump, y el ascenso de los partidos fascistas que se presentan al electorado como nacionalistas, defensores de lo que es propio.
Esto es el mundo de hoy: un mundo reducido a un cuadrado de luz (la televisión, las pantallas de los teléfonos móviles, los ordenadores), que nos anticipa la noticia de la muerte de un jugador de baloncesto en accidente de helicóptero en la otra punta del mundo, que le da valor a él porque es el famoso frente al resto de víctimas que le acompañaban, pero que no nos explica lo que realmente hace su país en otros países donde abunda el petróleo, y un mundo así está carente de la verdad.
Para terminar, hago una aclaración. Probablemente, debí titular este artículo: Las antiguas virtudes; que exigen de quien a ellas aspire, reflexión y fortaleza de ánimo. En la quinta y sexta acepción de la palabra «virtud» del diccionario de la RAE, se dice: «Integridad de ánimo y bondad de vida», «Disposición de la persona para obrar de acuerdo con determinados proyectos ideales como el bien, la verdad, la justicia, la belleza».
El concepto «valor» toma el relevo de «virtud», a partir del «desencantamiento del mundo» (Weber), proceso de secularización mayoritaria. Al sentido de ese «valor», que parte de un principio económico, también van unidos los de «aprecio» y «menosprecio». La normalización del término, utilizado en un sentido ético, hace posible que hablemos de «valores humanos».
Cerrando la cuestión y ante la pérdida de humanidad de este Progreso, del que ya no sabemos a dónde se encamina, y del que se benefician, y al que dirigen unos pocos, parece más que nunca necesario apelar a la conciencia y los antiguos valores.


Referencias:
Chesterton, Gilbert K. La utopía capitalista y otros ensayos
Chesterton, Gilbert K. Ortodoxia
Belloc, Hilarie. La crisis de nuestra civilización
Belloc, Hilarie Historia de la Reforma
Lewis, C. S. La abolición del hombre
Guilluy, Christophe. No society. ―El fin de las clases medias occidentales―
Rosa, Harmut. Aceleración y alienación
Weber, Max. La ciencia como vocación

Nota sobre la fotografía:
me ha sido muy difícil encontrar una fotografía que se adaptase al sentido de este artículo, finalmente he tomado esta de la red, si a su autora o autor le molesta que esté aquí, me lo dice, y la retiro. Lo mismo vale para otros artículos publicados en este blog. Gracias.

jueves, 9 de enero de 2020

¿A QUIÉN IMPORTAN YA LAS GRANDES PREGUNTAS?


Pilar Alberdi

¿A quién importan ya las grandes preguntas? ¿Importaron alguna vez? Sin duda. Muchos de aquellos que consideramos hoy como clásicos, se hacían este tipo de preguntas. Se dirá que estaban en la tradición, que ese pensamiento formaba parte del canon clásico, que la ciencia del momento no podía responder a preguntas relevantes, y que por alguna parte del camino de la Historia que nos trajo hasta aquí, esas cuestiones se perdieron. Por ejemplo, ¿hasta qué punto somos libres en nuestras decisiones? Esa fue el tipo de pregunta esencial para Sócrates, Agustín de Hipona, Cicerón, Séneca o Marco Aurelio.
En De República se pregunta Cicerón: «Y ¿cómo hubiera podido ser cónsul, de no seguir desde la infancia esta carrera que desde el rango de équide en que nací me llevó al honor supremo? No puedes acudir cuando quieras en socorro de la República, estrechada en peligros si no te has colocado en la condición que te permite hacerlo».
Y percibía en esto una serie ordenada de causas, que al final formaron su destino; pero no creía en un destino preestablecido.
Opinión similar observamos en Séneca: «Una causa depende de otra. Una serie interminable lleva implícitos los acontecimientos privados y públicos. Por eso hay que soportarlo todo con valentía, porque las cosas no caen del cielo, como creemos, sino que vienen». Y sí, al final, el destino es el resultado final de ese devenir de acontecimientos, cuando se lo considera desde esa perspectiva.
En el mismo sentido, Cicerón afirmaba que algunas cosas son verdaderas desde la eternidad, puesto que sucedieron. Dice: «Escipión tomó Numancia», y estaba claro que así fue ,y no se podía negar; y Séneca parece darle la razón cuando opina «Hace tiempo que está decidido eso de lo que te alegras, y por lo que lloras», pero está decidido en la medida en que tú estás en una determinada posición y hay una sucesión de hechos y una serie de decisiones que en gran medida son parte del azar, así como de nuestro carácter y nuestras decisiones. Sócrates, intuyó claramente que llegaría el día en que sería juzgado públicamente, y de algún modo pasó parte de su vida preparando esa apología, porque en su carácter y proceder estaba y lo sabía casi con seguridad ese destino, por hechos a los que se había enfrentado y decisiones que había tomado libremente y que no aseguraban su vida. Por tanto, como refiere Platón, llegado ese día, no faltaron tres denunciantes y un jurado de 501 ciudadanos, de los cuales 280 lo condenaron a muerte. Si eso estaba en su destino, también se puede decir que un día lo estaba que yo leyese su apología, y desde la Acrópolis de Atenas buscase con la vista el lugar que ocupaba el foro.
El propio Cicerón afirma que creyeron en el destino: Demócrito, Heráclito, Empedocles, Aristóteles, y Crisipo en parte.
En su momento, Cicerón fue uno de los pocos romanos que conocía el griego, y tradujo algunas obras griegas. Incluso mantuvo como colaborador en su casa a un filósofo griego. Y todo eso, quedó inscrito en su destino, del mismo modo que la terrible muerte que le dieron; y cuya cabeza y mano derecha, sus asesinos, dejaron expuestas en lugar destacado de la tribuna de oradores, para regocijo de Antonio y de Fulvia, que le arrancó la lengua.
No puede haber destino decía antes que estos, San Agustín, porque sino, ¿qué significaría el libre albedrío? Nada. ¿Qué sentido tendría? Ninguno. Porque si no fuéramos responsables de nuestras decisiones, al menos de aquellas en las que podemos decidir, pues si no fuera así, no tendría ningún sentido regañar o castigar a nadie, ni imponer sanciones o leyes.
Y, frente a esa idea «compatibilista», en la que, si bien habrá cosas que nos vienen dadas y no podemos decidir, pero si podremos, deberemos hacerlo en otras, pasan los siglos y llegamos lentamente al protestantismo, y ahí vuelve irreductible aquella idea de un destino absolutamente determinista, defendido especialmente por Calvino. O has nacido bueno o has nacido malo, eso era todo; en eso consistía vivir. Triste suerte si has nacido del lado de los malos. El novelista Hermann Hesse, describe cómo en su bautismo, su severo padre dijo de él: «Este niño será bueno o malo, ya lo sabremos». Pero frente a esta clase de protestantismo, la Iglesia católica se mantuvo en los fundamentos del libre albedrío, somos capaces de decidir dentro de las circunstancias cómo debemos actuar, por tanto, somos responsables. Es verdad que los hechos, las circunstancias nos empujan, pero aún hay espacio para tomar decisiones. Los clásicos latinos afirmaban que, en la peor de las desgracias, la de ser esclavo, por ejemplo, aun les quedaba a los afectados, la libertad de quitarse la vida.
Pero ¿somos capaces de reflexionar lo suficiente como para que las grandes preguntas nos interesen? Evidentemente, de esto ya responde cada uno. Si para Kant existían los imperativos categóricos, por tanto, unas responsabilidades ineludibles que uno asume frente a su propia conciencia, Victor Hugo parece confirmarlo, explicando cómo una vez que se comprende el deber, es decir, aquello con lo que uno debe cumplir sí o sí, su vida puede pasar a ser un infierno, que también se acabará aceptando, a cambio de mantener la propia dignidad, apoyada en la responsabilidad. Para Tolstoi, un hombre que escribía a su mujer pidiendo que explicase a los hijos que tenían en común que nada caía del cielo y que los alimentos o las ropas que vestían, así como los cuidados que recibían eran fruto del trabajo de los demás; trabajo a los que esos niños y jóvenes no estaban sometidos gracias a su origen noble. Porque estaba, es verdad, esa nobleza superficial, que para Tolstoi era parte de su destino, pero también estaba la otra, la que llegó después, la del corazón, la que hacía posible que Tolstoi se sorprendiera de ser el propietario de siervos o de bosques. Un Tolstoi que solo reconocía como verdadera literatura aquella que mostrase la verdad de la condición humana con sus brillos, pero también con todas sus mezquindades. De ahí su respeto por Victor Hugo, el autor de Los miserables y Nuestra Señora de París.
Y, claro, por supuesto, que podemos decir que todo está en el destino, al final, lo está. Pero el valor está en intentar ser el que uno debe ser, encontrar ese camino, en gran parte totalmente ignorado, que se va haciendo día a día, porque de lo contrario solo queda el arrepentimiento de lo que no se hizo, no se vivió, o de lo que uno no se responsabilizó, y no cambió. Y las personas que acompañan a los moribundos lo saben, porque han escuchado sus últimas conversaciones. En ese sentido, Elisabeth Kübler-Ross, es siempre una autora recomendable en temas como los de la enfermedad, la muerte, y la conciencia.
Pero esa tradición fuertemente determinista, también está en Hegel. Y no cabe dudas de que la filosofía de Hegel influyó en su día, y avaló el colonialismo con su desprecio por otras culturas, porque en su sistema solo sobreviven las culturas fuertes, y las más débiles solo existen para gloria de las anteriores.
¿Somos libres? ¿Por qué nos creemos libres? Sin duda toda nuestra vida ha estado marcada por una serie de causas, que nos llevaron hacia adelante en una línea determinada, pero ¿en qué medida decidimos? ¿En qué medida dijimos «no» o «sí» cuando debíamos? ¿En que nos excusamos? ¿Por qué lo hicimos? Isaiach Berlín decía que, para tener opción de libertad, el agente debería poder actuar de forma contraria. Y Espinoza, que los hombres se creen libres porque «son conscientes de sus voluntades y deseos, pero son ignorantes de las causas por las cuales ellos son llevados al deseo y a la esperanza».
Hannah Arendt, una filósofa reconocida por su aporte al conocimiento de los totalitarismos, repitió una y otra vez en sus obras, que los hombres no reflexionan suficiente, y no lo hacen, porque en el día a día, es más fácil sobrevivir con prejuicios y siguiendo la moda de eso que se ha dado en llamar «la opinión pública».
Qué lejanas parecen hoy las palabras de Pico della Mirándola en su conocida Oración de la dignidad del hombre. Escribió: «Fue entonces cuando el Máximo artífice, sabiendo que no podía darle a esta criatura algo que fuese suyo propio, decidió que sería algo común tomado de todas las cosas singulares y propias de las demás. Tomo entonces al Hombre, obra suya imaginada como de naturaleza indeterminada, lo puso en medio del mundo, y le dijo: “No te he dado sede ni figura propia, ni menos aún algún peculiar don específico, ¡oh, Adán!, con el fin de que seas tú quien de manera libre escojas, bien por voluntad propia o bien por tu juicio, lo que tendrás y poseerás respecto de tu sede y de lo que haces. La naturaleza de las otras criaturas ya ha sido definida según las prescripciones de las nobles leyes que las constriñen. Para ti, en cambio, no habrá coerción irremediable, pues será tu propio arbitrio, que he puesto en tus manos, el que predefinirá lo que serás».
Y aquí estamos, y esto somos. Pero qué somos cada uno lo podrá contestar.
Esa oración eleva al ser. Construir una vida desde ese pedestal idealista debe marcar la diferencia. En un momento como el actual, en que la infantilización de una sociedad opulenta cree que todo le cae del cielo porque sí, precisamente de un cielo sin dioses, ya no se trata de alfabetizar, sino de humanizar.


Imagen: Renè Magritte "The month of the grapre Harvest", 1959.
Este artículo apareció publicado en El cuaderno, diciembre 2019.