martes, 18 de mayo de 2021

BALADA TRISTE DE LOS NIÑOS QUE FUIMOS



 Pilar Alberdi

 

 Yo vivía entre sentimientos.

En las tardes de verano, en aquel garaje que nos parecía inmenso, el grupo de amigos jugábamos a la «gallinita ciega». Contra la pared, colgada de un clavo, había una bolsa de pan duro; niños salvajes, ¡con qué gusto lo devorábamos!

Aquella era vida, la de la niñez; estaba toda entera, como una fruta madura.

El tiempo de la niñez era otro tiempo; se perdió.

La familia latía a un ritmo; nosotros, al nuestro.

Éramos tan niños de la calle que, las familias, algunas, eran como una noche oscura por la que caíamos al atardecer.

Los niños se pasan los primeros años de su vida mirando sus dedos para aprender a contar.

Uno se sube al tren de los recuerdos, y no sabe en qué estación se detendrá. ¿Será Platero, ese pequeño, peludo y suave burro el que nos reciba, o tal vez El Principito?

Los niños no saben nada del azar; por eso, tampoco saben nada de la vida. A un verdadero niño no se le pregunta qué quiere ser de mayor.

La niñez desapareció con las primeras caricias adolescentes.

El Dios de nuestros padres nos consoló de los primeros golpes. Caímos muchas veces; otras tantas nos levantamos.

Cuando uno es niño aprende a atarse el nudo de las zapatillas para hacer hacerse mayor.

En verano, el alquitrán de las calles se derretía. Entonces, aprovechábamos  para hacer canicas. Pequeños rebaños de ovejas negras que rodarían más tarde a nuestras órdenes.

Balada triste de los niños que fuimos. Canción de la infancia nunca olvidada: «¡Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan! Piden pan, no les dan».

Llegamos a otro país, y allí aprendimos a comer fresas silvestres.

La niñez es un recuerdo que se hace mayor.

Donde los adultos veían solo niños, nosotros lo éramos todo: el principio y el fin.

¡Admirar, admirar, admirar! Oler el perfume de las flores. Emocionarse, habitarse, deleitarse... Éramos filósofos y no lo sabíamos.

Alimentábamos nuestros juegos con más juegos.

Conocimos la muerte por los polluelos que caían de los nidos de los árboles, y aprendimos a ser sus fieles sepultureros. Construíamos cruces con palitos, y rezábamos por las mamás y los papás pájaros que se quedaban solos.

Las bicicletas de nuestros hermanos nos quedaban grandes. Pedaleábamos de pie. Las aceras eran infinitas y de colores.

Dos moscas copulando y volando juntas, eran como ver una atracción de circo.

A veces, jugábamos a desaparecer; y otras, como si fuéramos niños ricos, regalábamos nuestros viejos juguetes.

No teníamos nada, y lo teníamos todo.

No hubo lágrimas más saladas que las de la niñez.

Salvamos nuestra dignidad y nuestro orgullo rebelándonos, a veces, tan en silencio que nadie lo supo.

«¡Por una chocolatina, un mundo!» Ese fue nuestro lema.

¿Cómo no íbamos a ser felices? Teníamos toda la vida por delante, y no lo sabíamos.

 

 

Nota: en 2017 escribí por aquí un artículo sobre "la vejez". Os dejo el enlace .

sábado, 1 de mayo de 2021

DE ATEOS Y CREYENTES ―Los durmientes―

   

                                              

Pilar Alberdi

 

«A un mundo que soportase su propio fin mientras no le sea negada su proyección cinematográfica, no se le puede asustar con lo inconcebible» dijo Karl Kraus. Estamos en ese momento, por lo tanto, es necesario preguntarse quiénes son los «durmientes», es decir, los irreflexivos. Para ello necesitamos hacer un breve recorrido por la historia de las creencias.

Comencemos: los romanos llamaron «atheos» a los cristianos por la sencilla razón de no practicar la adoración de los dioses del Imperio. (En realidad, no sancionaban la falta de «creencia», sino la falta de práctica del rito). Por su parte, los cristianos llamaron a aquellos adoradores de muchos dioses: «paganos». [1]

La impiedad hacia los dioses ha sido siempre castigada. En Grecia, por ejemplo, a los acusados de «asebeia» («impiedad»), se los desterraba. Siguieron ese camino ―entre otros― Anaxágoras, Protágoras, y Aristóteles. Exilio denigrante que se negó a aceptar Sócrates cuando fue acusado de pervertir a los jóvenes, ir contra las leyes de la Ciudad―Estadopolis»), y de impiedad hacia los dioses. Sócrates eligió quedarse para dar ejemplo, ante los ciudadanos de la Asamblea, incluso ante sus propios hijos, y eso le costó la vida. Estos hechos fueron relatados con gran acierto por Platón, en el Fedón y también en su Apología de Sócrates. El filósofo a punto de vivir los últimos momentos de su vida se mantiene sereno, mientras defiende que hay algo superior, por encima de la opinión común; algo que eleva a la persona capaz de reflexión a la par de los mejores, de aquellos que, desde la libertad de elección mostraron una conducta coherente, de los que más allá de un tiempo presente, continúan dando ejemplo. Sócrates  nombra a sus maestros. Es el hombre quien da sentido a su propia vida. [2]

En cualquier caso, es bueno recordar que no pasó mucho tiempo, antes de que los mismos que le acusaran ―el poeta Meleto, el político Anito y el orador Licón― fueran condenados a muerte por la falsedad de su testimonio. Pero ninguno de los que aceptaron esa falsedad a la hora de votar fueron condenados. El pueblo repite siempre la misma Historia. A más ignorancia, incultura e hipocresía, su irresponsabilidad le llevará a vivir funesta suerte.

En ese juicio del dejarse llevar por las opiniones ajenas, otros griegos, sufrieron una pena similar, la del «ostracismo»; esta también implicaba destierro. Cada cierto tiempo, se votaba en asamblea, en Atenas, para conocer si había alguien en la «polis», al que la mayoría pudiera temer por su poder, riqueza u otras capacidades personales. Para efectuar la votación se escribía en conchas o trozos de arcilla, el nombre del acusado.

Sirva de testimonio el caso de Arístides, ocurrido sobre el año 484 a. de C. El relato pertenece a Plutarco: «Estaban en la operación de escribir las conchas, cuando se dice que un hombre del campo, que no sabía escribir, le alcanzó una a Arístides, a quien casualmente tenía al lado, y le encargó que escribiese “Arístides”; y como este se sorprendiese y le preguntase si el tal Arístides le había hecho algún agravio, el campesino respondió: “Ninguno, ni siquiera lo conozco, pero ya estoy fastidiado de oír continuamente que le llaman “el justo”. Oído esto, Arístides nada le contestó, y él mismo escribió su nombre, y se la devolvió».

¿Merecía Arístides ser condenado por una persona como aquélla?

Valga esta introducción para realizar a continuación un pequeño recorrido  por la base del pensamiento ateo, incidiendo, de paso, sobre el monoteísmo y el «agnosticismo». Porque esta moneda, aunque parezca tener tres caras, solo tiene dos, y si me apuran, una. ¿Qué sería de la fealdad sin la belleza, del mal sin el bien, del ateo sin Dios?

El motivo que me lleva a escribir este artículo es la lectura de varios libros sobre  ateísmo, escritos con espíritu crítico, precisamente, por ateos. Y esto me parece fundamental. El último que he leído ha sido uno de John Gray, titulado:  Siete tipos de ateísmos. Y a este dedicaré los próximos renglones.

El autor parte del concepto de «monoteísmo» para demostrarnos que el «misoteísmo» («odio a Dios») más beligerante como el del marqués de Sade,  así como los ateísmos pretendidamente más indiferentes a la idea de Dios, nunca se han alejado demasiado de lo que subyace en la base de aquel, por eso, la mayoría de estos ateísmos han acabado sustituyendo a Dios, de una manera u otra,  por conceptos que pueden ocupar, a su manera, el lugar providencial de aquél.  Estos conceptos pueden ser, por ejemplo: Estado, Ciencia, Dinero, Democracia, Capitalismo, Partido, Revolución. También puede ser el  nombre de un líder, por ejemplo, Hitler, Stalin, Musolini. Para hacer de un concepto un Dios, hay que endiosarlo. Y si algo se endiosa, no admite crítica. Un pétreo velo cae sobre la figura en cuestión. Y en la sociedad moderna la propaganda (manipulación) ha  sido esencial para conseguirlo.[3]

John Gray analiza algunas de las principales corrientes del ateísmo,  sus consecuencias filosóficas más duraderas (nihilismo, relativismo) y los resultados políticos (fascismo, nazismo, comunismo) más conocidos. También pone su mirada sobre algunos de sus teóricos, desde los filósofos de la Ilustración hasta Comte y el positivismo, pasando por Darwin, Spencer, las ideas utilitaristas de Jeremy Bentham y Stuart Mill,  acercándose a Bertrand Russell, pasando por el Existencialismo, para llegar por último al Transhumanismo, pero sin nombrar ni comentar otras corrientes o ideas actuales, que podrían adquirir en un próximo futuro, tintes totalitarios o servir a dichos fines.

El autor se define a sí mismo como ateo, por eso ha decidido escribir el libro, porque lo es y se considera con derecho a opinar sobre el tema, y porque le molestan las personas que se declaran ateas, simplemente, para no pensar más y para dejar de hacerse las preguntas esenciales.  El ateo, en el fondo, no deja de ser un «creyente» en lo que él cree, y eso precisa reflexión. De lo contrario, ¿qué es un ateo?  Si uno es ateo debe saber por qué, pero también debe ser capaz de conocer razonadamente el resto de creencias.

Gray incluyó en Siete tipos de ateísmos un acercamiento a cierto tipo de agnosticísmos. Por ejemplo, menciona a Saint Simon y su Catecismo cristiano, es decir, ese deseo primordial de una vuelta a los orígenes del cristianismo,  antes de que se convirtiera en la religión católica, ortodoxa, protestante y sus diversas ramas.

Critica el racismo subyacente en las ideas de Paracelso, Voltaire, Comte, Frazer, Morton, Julian Huxley; se acerca a la desesperación de Nietzsche frente al «nihilismo» de su época y a «la muerte de Dios»; a la brutalidad y el goce por la maldad que expresan algunos personajes de las obras del marqués de Sade; a la desolación del escritor Joseph Conrad, afectado por las atrocidades que vio personalmente en el Congo por el rey Leopoldo II, hacia 1876; al «si Dios ha muerto, entonces todo vale» de uno de los personajes de la novela de Dostoievski (Los hermanos Karamazov). Su análisis también sobrevuela  la visión panteística de Spinoza sobre Dios; la de Hegel (Dios-Razón-Historia),  los análisis de Lev Shestov y de Santayana sobre la «contingencia» (posibilidad de que algo suceda o no) y la «necesidad» (aquello imposible de evitar); comenta asimismo la filosofía de Nikolai Fiodorov y su «cosmismo», como antecedente del camino seguido por la Ciencia actualmente. También se acerca a las ideas de Dawkins; al marco anticristiano en el que se movió el pensamiento de Nicolás Maquiavelo; al agnosticismo de Platón, y recoge ―entre otros aportes―  el de C. S. Lewis y su importante libro La abolición del hombre.

El ensayista nos recuerda las siempre muy actuales palabras de Aleksandr Herzen sobre los irreflexivos: «¿Sobre la base de qué principios despertamos al durmiente? ¿Qué podría incitar a la personalidad flácida y magnetizada por nimiedades a sentirse descontenta con su forma actual de vida?» (Sobre la libertad). Es decir, cómo podemos despertar al conformista, al nihilista? Pero sobre todo al irreflexivo, tenga la creencia que tenga. Ya que este «durmiente» televisivo, este internauta de las Redes Sociales,  este autómata dirigido, es el prototipo del hombre del  siglo XXI.

A Gray le preocupa ese «durmiente» instalado en un presente perpetuo sobre el que ya no prima la reflexión.

Para el autor, un ateo que haya dejado en suspenso las preguntas esenciales, es un durmiente, del mismo modo que pueden serlo otros creyentes de otras ideologías o credos religiosos, si se encuentran en similar situación. Este no-despierto, no-atento, no-reflexivo acepta lo que es la «normalidad», lo que se adapta a la «norma». Se conforma con su creencia mientras detesta la de los demás, a las que, además, considera opuestas o inferiores a la suya.

¿El durmiente tiene conocimientos? No, tiene una información superficial, la que le dan. Recibe la que otros le preparan, en un batiburrillo de titulares con y sin importancia, mezclados con habilidad para manipularle. A un dato económico grave, al que falsean con un titular contradictorio, le contraponen un accidente de trenes en la otra punta del mundo. La información, en resumidas cuentas, siempre ha tenido y tiene unos pocos dueños.

¿Si el «durmiente» no sabe que no sabe, es porque no quiere saber? Esta resulta una pregunta esencial.

«Entender que Dios no existe y no entender con ello que te has convertido en Dios, es un absurdo» dice Fiodor Dostoievsky en Los demonios. Pero ¿qué pueden significar estas palabras para algunos que como semidioses deciden hoy cómo será el mundo de mañana o qué tipo de vida podrás llegar a vivir tú o tus descendientes, y si tu vida tiene valor?  La mayoría de los que hoy deciden esto, ¿son ateos?¿son religiosos? 

Dice Gray: «un ateísmo verdaderamente efectivo debería preguntarse por esa fe ciega que se tiene en eso que llamamos «la humanidad»., porque ¿qué es la humanidad? ―se pregunta― sino todos esos seres dispersos, tan diferentes unos de otros, en distintas culturas». Debo confesar que esta síntesis final suya, además de invitar a la desesperación, ¿si todos somos tan distintos y pensamos diferente qué sentido tiene el término «humanidad»?, me perturba, porque yo creo en esa humanidad en general al margen de la creencia de cada uno. Sin embargo, la Historia nos ha demostrado el peligro de endiosar el concepto «humanidad».

Por eso, me confortan más las palabras de otro ateo, el filósofo André Comte-Sponville, autor del libro El alma del ateísmo, al que también le molestan esos ateos que no piensan o los otros que imaginan que por definirse como «ateos» no tienen una «creencia». Dice: «Se trata de no ser indignos de lo que la humanidad ha hecho consigo misma, ni por tanto de lo que la civilización ha hecho con nosotros. El primer deber y el principio de todos los demás, consiste en vivir y actuar humanamente. La religión no es suficiente ni nos exime de celo. El ateísmo tampoco».

 

Notas:

[1] Mahoma también desestimó a los muchos dioses en favor de uno solo, al cual no se debía dar imagen.

[2]Otra defensa de Sócrates, es la conocida como Apología de Socrates de Jenofonte. Algo similar percibiremos después en los primeros padres de la Iglesia, muchos de ellos filósofos, uniendo razón y fe, frente a los paganos.

[3] El fascismo italiano mantuvo un acercamiento con la Iglesia Católica. No hubo oposición desde el protestantismo y el catolicismo al nazismo, salvo excepciones.

[3] En tiempos de la Revolución Francesa el culto de las iglesias católicas fue sustituido por el culto a la Razón, y poco después por el culto a la Razón y al Ser Superior. Más información sobre este tema en mi artículo Cinco caminos y una confluencia