Pilar
Alberdi
«A
un mundo que soportase su propio fin mientras no le sea negada su proyección
cinematográfica, no se le puede asustar con lo inconcebible» dijo Karl Kraus.
Estamos en ese momento, por lo tanto, es necesario preguntarse quiénes son los
«durmientes», es decir, los irreflexivos. Para ello necesitamos hacer un breve
recorrido por la historia de las creencias.
Comencemos:
los romanos llamaron «atheos» a los cristianos por la sencilla razón de no
practicar la adoración de los dioses del Imperio. (En realidad, no sancionaban
la falta de «creencia», sino la falta de práctica del rito). Por su parte, los
cristianos llamaron a aquellos adoradores de muchos dioses: «paganos». [1]
La
impiedad hacia los dioses ha sido siempre castigada. En Grecia, por ejemplo, a
los acusados de «asebeia» («impiedad»), se los desterraba. Siguieron ese camino
―entre otros― Anaxágoras, Protágoras, y Aristóteles. Exilio denigrante que se
negó a aceptar Sócrates cuando fue acusado de pervertir a los jóvenes, ir
contra las leyes de la Ciudad―Estado («polis»), y de impiedad hacia los dioses.
Sócrates eligió quedarse para dar ejemplo, ante los ciudadanos de la Asamblea,
incluso ante sus propios hijos, y eso le costó la vida. Estos hechos fueron
relatados con gran acierto por Platón, en el Fedón y también en su Apología
de Sócrates. El filósofo a punto de vivir los últimos momentos de su vida
se mantiene sereno, mientras defiende que hay algo superior, por encima de la
opinión común; algo que eleva a la persona capaz de reflexión a la par de los
mejores, de aquellos que, desde la libertad de elección mostraron una conducta
coherente, de los que más allá de un tiempo presente, continúan dando ejemplo.
Sócrates nombra a sus maestros. Es el
hombre quien da sentido a su propia vida. [2]
En
cualquier caso, es bueno recordar que no pasó mucho tiempo, antes de que los
mismos que le acusaran ―el poeta Meleto, el político Anito y el orador Licón―
fueran condenados a muerte por la falsedad de su testimonio. Pero ninguno de
los que aceptaron esa falsedad a la hora de votar fueron condenados. El pueblo
repite siempre la misma Historia. A más ignorancia, incultura e hipocresía, su
irresponsabilidad le llevará a vivir funesta suerte.
En
ese juicio del dejarse llevar por las opiniones ajenas, otros griegos,
sufrieron una pena similar, la del «ostracismo»; esta también implicaba
destierro. Cada cierto tiempo, se votaba en asamblea, en Atenas, para conocer
si había alguien en la «polis», al que la mayoría pudiera temer por su poder,
riqueza u otras capacidades personales. Para efectuar la votación se escribía
en conchas o trozos de arcilla, el nombre del acusado.
Sirva
de testimonio el caso de Arístides, ocurrido sobre el año 484 a. de C. El
relato pertenece a Plutarco: «Estaban en la operación de escribir las conchas,
cuando se dice que un hombre del campo, que no sabía escribir, le alcanzó una a
Arístides, a quien casualmente tenía al lado, y le encargó que escribiese
“Arístides”; y como este se sorprendiese y le preguntase si el tal Arístides le
había hecho algún agravio, el campesino respondió: “Ninguno, ni siquiera lo
conozco, pero ya estoy fastidiado de oír continuamente que le llaman “el
justo”. Oído esto, Arístides nada le contestó, y él mismo escribió su nombre, y
se la devolvió».
¿Merecía
Arístides ser condenado por una persona como aquélla?
Valga
esta introducción para realizar a continuación un pequeño recorrido por la base del pensamiento ateo, incidiendo,
de paso, sobre el monoteísmo y el «agnosticismo». Porque esta moneda, aunque
parezca tener tres caras, solo tiene dos, y si me apuran, una. ¿Qué sería de la
fealdad sin la belleza, del mal sin el bien, del ateo sin Dios?
El
motivo que me lleva a escribir este artículo es la lectura de varios libros
sobre ateísmo, escritos con espíritu
crítico, precisamente, por ateos. Y esto me parece fundamental. El último que
he leído ha sido uno de John Gray, titulado:
Siete tipos de ateísmos. Y a
este dedicaré los próximos renglones.
El
autor parte del concepto de «monoteísmo» para demostrarnos que el «misoteísmo»
(«odio a Dios») más beligerante como el del marqués de Sade, así como los ateísmos pretendidamente más
indiferentes a la idea de Dios, nunca se han alejado demasiado de lo que
subyace en la base de aquel, por eso, la mayoría de estos ateísmos han acabado
sustituyendo a Dios, de una manera u otra,
por conceptos que pueden ocupar, a su manera, el lugar providencial de
aquél. Estos conceptos pueden ser, por
ejemplo: Estado, Ciencia, Dinero, Democracia, Capitalismo, Partido, Revolución.
También puede ser el nombre de un líder,
por ejemplo, Hitler, Stalin, Musolini. Para hacer de un concepto un Dios, hay
que endiosarlo. Y si algo se endiosa, no admite crítica. Un pétreo velo cae
sobre la figura en cuestión. Y en la sociedad moderna la propaganda
(manipulación) ha sido esencial para
conseguirlo.[3]
John
Gray analiza algunas de las principales corrientes del ateísmo, sus consecuencias filosóficas más duraderas
(nihilismo, relativismo) y los resultados políticos (fascismo, nazismo,
comunismo) más conocidos. También pone su mirada sobre algunos de sus teóricos,
desde los filósofos de la Ilustración hasta Comte y el positivismo, pasando por
Darwin, Spencer, las ideas utilitaristas de Jeremy Bentham y Stuart Mill, acercándose a Bertrand Russell, pasando por
el Existencialismo, para llegar por último al Transhumanismo, pero sin nombrar
ni comentar otras corrientes o ideas actuales, que podrían adquirir en un próximo
futuro, tintes totalitarios o servir a dichos fines.
El
autor se define a sí mismo como ateo, por eso ha decidido escribir el libro,
porque lo es y se considera con derecho a opinar sobre el tema, y porque le
molestan las personas que se declaran ateas, simplemente, para no pensar más y
para dejar de hacerse las preguntas esenciales.
El ateo, en el fondo, no deja de ser un «creyente» en lo que él cree, y
eso precisa reflexión. De lo contrario, ¿qué es un ateo? Si uno es ateo debe saber por qué, pero
también debe ser capaz de conocer razonadamente el resto de creencias.
Gray
incluyó en Siete tipos de ateísmos un
acercamiento a cierto tipo de agnosticísmos. Por ejemplo, menciona a Saint
Simon y su Catecismo cristiano, es
decir, ese deseo primordial de una vuelta a los orígenes del cristianismo, antes de que se convirtiera en la religión
católica, ortodoxa, protestante y sus diversas ramas.
Critica
el racismo subyacente en las ideas de Paracelso, Voltaire, Comte, Frazer,
Morton, Julian Huxley; se acerca a la desesperación de Nietzsche frente al
«nihilismo» de su época y a «la muerte de Dios»; a la brutalidad y el goce por
la maldad que expresan algunos personajes de las obras del marqués de Sade; a
la desolación del escritor Joseph Conrad, afectado por las atrocidades que vio
personalmente en el Congo por el rey Leopoldo II, hacia 1876; al «si Dios ha
muerto, entonces todo vale» de uno de los personajes de la novela de
Dostoievski (Los hermanos Karamazov).
Su análisis también sobrevuela la visión
panteística de Spinoza sobre Dios; la de Hegel (Dios-Razón-Historia), los análisis de Lev Shestov y de Santayana
sobre la «contingencia» (posibilidad de que algo suceda o no) y la «necesidad»
(aquello imposible de evitar); comenta asimismo la filosofía de Nikolai
Fiodorov y su «cosmismo», como antecedente del camino seguido por la Ciencia
actualmente. También se acerca a las ideas de Dawkins; al marco anticristiano
en el que se movió el pensamiento de Nicolás Maquiavelo; al agnosticismo de
Platón, y recoge ―entre otros aportes―
el de C. S. Lewis y su importante libro La abolición del hombre.
El
ensayista nos recuerda las siempre muy actuales palabras de Aleksandr Herzen
sobre los irreflexivos: «¿Sobre la base de qué principios despertamos al
durmiente? ¿Qué podría incitar a la personalidad flácida y magnetizada por
nimiedades a sentirse descontenta con su forma actual de vida?» (Sobre la libertad). Es decir, cómo
podemos despertar al conformista, al nihilista? Pero sobre todo al irreflexivo,
tenga la creencia que tenga. Ya que este «durmiente» televisivo, este
internauta de las Redes Sociales, este
autómata dirigido, es el prototipo del hombre del siglo XXI.
A
Gray le preocupa ese «durmiente» instalado en un presente perpetuo sobre el que
ya no prima la reflexión.
Para
el autor, un ateo que haya dejado en suspenso las preguntas esenciales, es un
durmiente, del mismo modo que pueden serlo otros creyentes de otras ideologías
o credos religiosos, si se encuentran en similar situación. Este no-despierto,
no-atento, no-reflexivo acepta lo que es la «normalidad», lo que se adapta a la
«norma». Se conforma con su creencia mientras detesta la de los demás, a las
que, además, considera opuestas o inferiores a la suya.
¿El
durmiente tiene conocimientos? No, tiene una información superficial, la que le
dan. Recibe la que otros le preparan, en un batiburrillo de titulares con y sin
importancia, mezclados con habilidad para manipularle. A un dato económico
grave, al que falsean con un titular contradictorio, le contraponen un
accidente de trenes en la otra punta del mundo. La información, en resumidas
cuentas, siempre ha tenido y tiene unos pocos dueños.
¿Si
el «durmiente» no sabe que no sabe, es porque no quiere saber? Esta resulta una
pregunta esencial.
«Entender
que Dios no existe y no entender con ello que te has convertido en Dios, es un
absurdo» dice Fiodor Dostoievsky en Los
demonios. Pero ¿qué pueden significar estas palabras para algunos que como
semidioses deciden hoy cómo será el mundo de mañana o qué tipo de vida podrás
llegar a vivir tú o tus descendientes, y si tu vida tiene valor? La mayoría de los que hoy deciden esto, ¿son
ateos?¿son religiosos?
Dice
Gray: «un ateísmo verdaderamente efectivo debería preguntarse por esa fe ciega
que se tiene en eso que llamamos «la humanidad»., porque ¿qué es la humanidad?
―se pregunta― sino todos esos seres dispersos, tan diferentes unos de otros, en
distintas culturas». Debo confesar que esta síntesis final suya, además de
invitar a la desesperación, ¿si todos somos tan distintos y pensamos diferente
qué sentido tiene el término «humanidad»?, me perturba, porque yo creo en esa
humanidad en general al margen de la creencia de cada uno. Sin embargo, la
Historia nos ha demostrado el peligro de endiosar el concepto «humanidad».
Por
eso, me confortan más las palabras de otro ateo, el filósofo André
Comte-Sponville, autor del libro El alma
del ateísmo, al que también le molestan esos ateos que no piensan o los
otros que imaginan que por definirse como «ateos» no tienen una «creencia».
Dice: «Se trata de no ser indignos de lo que la humanidad ha hecho consigo
misma, ni por tanto de lo que la civilización ha hecho con nosotros. El primer
deber y el principio de todos los demás, consiste en vivir y actuar
humanamente. La religión no es suficiente ni nos exime de celo. El ateísmo
tampoco».
Notas:
[1]
Mahoma también desestimó a los muchos dioses en favor de uno solo, al cual no
se debía dar imagen.
[2]Otra
defensa de Sócrates, es la conocida como Apología
de Socrates de Jenofonte. Algo similar percibiremos después en los primeros padres de
la Iglesia, muchos de ellos filósofos, uniendo razón y fe, frente a los paganos.
[3]
El fascismo italiano mantuvo un acercamiento con la Iglesia Católica. No hubo
oposición desde el protestantismo y el catolicismo al nazismo, salvo
excepciones.
[3] En tiempos de la Revolución
Francesa el culto de las iglesias católicas fue sustituido por el culto a la
Razón, y poco después por el culto a la Razón y al Ser Superior. Más
información sobre este tema en mi artículo Cinco
caminos y una confluencia