Pilar Alberdi
Paul Valéry tiene el don de la claridad. No es al azar. ¿Cuánto se ha leído y comprendido para poder tenerlo? Mucho, sin duda. Ese don lo tenía Aristóteles, Platón, ¿cuánto habían leído y oído de los anteriores? De Sócrates en el caso de Platón, de los presocráticos. Sin la base de las ideas anteriores no se puede avanzar. Esas ideas nos invitan a aceptarlas o a cuestionarlas, a mejorarlas incluso, o a desestimarlas. Y los que leemos mucho, sabemos qué autores han leído y comprendido, y lo reconocemos especialmente en su claridad expositiva.
Decía George Steiner que de niño su padre le facilitaba la lectura de libros, tantos como quisiera, pero con la condición de que cuando los terminase de leer, debía entregarle un resumen, un análisis de unas pocas líneas. Llegado el caso, si no le había gustado o no lo había comprendido, debía explicar el por qué.
No hay razón clara sin esfuerzo; la mayoría de las veces el esfuerzo es invisible para los demás, solo quienes lo han realizado, lo reconocen. Mientras unos debaten si el Ulises de Joyce es difícil o imposible, otros, simplemente, nos hemos esforzado y lo hemos leído, y lo mismo hemos hecho con textos filosóficos que nos parecieron y aun nos siguen pareciendo difíciles. De esa dificultad, de ese camino lleno de piedras, también hemos aprendido a ser claros. Los intelectuales europeos del siglo XIX, citan constantemente su admiración por Cervantes y El Quijote; ¿quién lo ha leído completo en nuestros días, en España?
Paul Valéry escribió este texto La libertad del espíritu en 1939. Año que da inició la Segunda Guerra Mundial que duró más de 6 años. ¿Ha de asombrarnos que una persona inteligente se pregunte por el espíritu, qué cosa sea eso que llamamos espíritu sin necesidad de cubrir la palabra de un elemento religioso? Con este espíritu, trascendente sin duda, el de las ideas que alcanzan y llegan más allá de la mera materia, también se han topado las escritoras Hannah Arendt, María Zambrano. Cito solo dos, porque la lista sería larga entre las escritoras y escritores y cada uno ha explicado ese camino de una manera.
En un tiempo, el nuestro, que se quiere de «pensamiento único», desgraciadamente no faltan ejemplos anteriores en la Historia, el análisis de Paul Valéry nos transporta al pasado y al Mediterráneo. ¿Qué se dio allí? Lo explicaré con mis palabras: diversidad de culturas. ¿Qué más? Conocimiento entre pueblos, lo que suponía intercambio de cultura, y por supuesto, de objetos y palabras. De palabras, en primer lugar. Porque sin estas como puente de comunicación es imposible el resto. Sin ellas resultaría casi imposible indagar, conocer, repetir, cambiar, fusionar aunque se pueda, sí: observar, comprender, imitar, imaginar. Sabemos a poco que observemos que algunos bailes tradicionales de España se parecen a otros de distintas zonas de Europa. Lo que llamamos castañuelas ya existían con otra forma similar en Grecia, y así todo. No choque de culturas, sino encuentro.
El hombre nos dice Valéry, es el que transforma, por tanto la sociedad es transformadora. Hay ahí un aliciente basado en la experiencia y en la imaginación. Al hombre no le basta con hacer posible su vida y la de los demás, no le alcanza con lo primordial (comida, vestido, vivienda), quiere más.
Entre los «productores de espíritu» nombra a los escritores, los artistas, los filósofos, los sabios.
«El mismo navío —dice—, la misma barca traía mercaderías y dioses; ideas y procedimientos». Casi podemos ver esas barcas. El mundo de los griegos, romanos, cartagineses, egipcios, persas… Un mundo expandiéndose en un momento esencial de la Historia de la humanidad y, a la vez concentrándose vivamente a las orillas de un estrecho mar.
Pero el autor escribe su texto en 1939, y no puede evitar decir la verdad, porque precisamente esa verdad que él siente le hace libre, porque es una verdad que se hace a solas, y que incluso aunque no la comunicase le hace libre en base a la reflexión y la experiencia, en base a las muchas lecturas e indagaciones y percibe, en su época, la «sensación de disminución del espíritu». Así, lo que para otros es el día a día sin más, para una persona sensible a los cambios sociales supone una tragedia. El ajetreo del mundo moderno con sus prisas, el declive de lo importante frente a lo superficial trastornándolo todo. Para la mayoría de personas, sin duda, será más fácil vivir así, de esa manera, llevados por la corriente del momento, sin tener que hacer el esfuerzo de pensar por sí mismos. Y no se piensa desde la nada, se gana en pensamiento desde la lectura y el razonamiento de los demás. Eso lleva tiempo y ensimismamiento.
La artesana y el artesano del pasado pensaban mientras laboraban, y hasta cantaban y recitaban. Frente al fuego del hogar se hacían lecturas al anochecer. Y mientras uno leía, los hombres hacían pequeñas tareas, quizá tallaban una pipa o arreglaban un arreo de cuero, y las mujeres bordaban o tejían. Mis padres conocieron ese tiempo. El hombre moderno corre, no hay tiempo para hablar en el trabajo y menos para cantar. No se permite. No se labora ya en grupo para la comunidad, como antes se hacía en las tierras comunales compartidas o en la ayuda común entre vecinos. No hay trueque. Quien vive en un edificio, especialmente si lo hace de alquiler, quizá no conozca a la mayoría de sus vecinos. Y si es propietario conocerá a los más antiguos, solamente. En los pueblos se conocían todos. Todavía se conocen, pero también allí van con prisas.
En un tiempo en que se habla de “valores” y no de “virtudes”, el espíritu explica Valéry es un «valor» más y a la baja compitiendo contra otros valores. Ese valor «espíritu» se enfrenta en la vida diaria a otros valores, especialmente al político que marca el ideario social. A la política no le interesa la divergencia de ideas, ni aquello que socaba sus planteamientos, porque todo poder se opone a aquello que pueda dejarlo en entredicho, de ahí la censura, la ridiculización del que piensa diferente, unos medios de prensa sometidos al dinero del Estado. «Hay que confesar —dice Valéry— que en todos los casos, política y libertad de espíritu se excluyen» y como la política siguiendo sus propios fines distorsiona la realidad, falsifica y tergiversa, y llama libertad a lo que no es necesariamente libertad sino un sucedáneo.
«Nuestro hombre está perdido para el libro» escribe el autor. Está, me tienta decirlo, perdido para la vida en un mundo donde la nueva tecnología (smarthopones, ordenadores, tablets, televisores….) acaparan muchas de sus horas, mientras una política de la vigilancia, aplicada cada vez con más rigor, observa sus comportamientos sociales, y aprende de los datos que las personas ofrecen a través de esos dispositivos.
Solo me resta decir, ¡menos mal!, sí, ¡qué suerte para él!, para Paul Valéry, que no alcanzó a conocer nuestra época. Me pregunto qué habría hecho en nuestra situación. ¿Con qué armas luchar, con qué textos y qué libros cuando no se lee y cuando la libertad interior, es decir, esa fortaleza construida a partir de la experiencia y la reflexión, ya no se valora?
Paul Valéry (1871-1945). Entre sus obras destacan, entre otras: El cementerio marino, Variedad, Notas sobre poesía, Monsiur Teste, La conquista de la ubicuidad, Teoría poética y estética, Escritos sobre Leonardo Da Vinci, La libertad del espíritu.