Por Pilar Alberdi
¿Por qué quiero hablar de este libro de Víctor Hugo (1802-1885)? En especial, por una cualidad que posee: podemos estar o no de acuerdo con lo que dice el escritor, pero no podemos sustraernos a creerle al narrador. Y si algo necesita una obra, es que podamos confiar en su narrador. Y Victor Hugo, nos arrastra y nos lleva página a página.
Coincidió esta relectura con la de unos libros de ensayo de don Miguel de Unamuno, y mi sorpresa fue encontrar su prosa, con esa claridad y concisión, ese deleite por el ensayo, reflejada desde los primeros capítulos de
Los Miserables. Ahí en ese Víctor Hugo, había algo de nuestro Unamuno. Después, ya no hubo evocación alguna, porque la obra se encaminó por otros derroteros literarios y novelísticos, que nada tenían que ver con el autor español. Y, sin embargo, sí se parecían en lo fundamental, en el carácter de un hombre que sabe enfrentarse con valentía a su destino.
La lectura de
Los Miserables me hizo preguntarme quiénes son hoy en día "los miserables", pero esa respuesta la dejaré, para otro artículo. Y sé que al decirlo, ya está actuando en sus mentes, y ustedes mismos están buscando la respuesta. ¿Quiénes son hoy "los miserables"? ¿Son los jóvenes que no encuentran su primer empleo? ¿Aquellos que trabajan por sueldos mínimos? ¿Son los jubilados que ven perder día a día su nivel adquisitivo? ¿Acaso los trabajadores en paro? ¿Los inmigrantes?
Se da la circunstancia de que Víctor Hugo vivió dos años de su adolescencia en Madrid. Este hecho me parece fundamental. Como tantísimos autores europeos da un reconocimiento a Cervantes y al Quijote en su obra. Pero ¿qué autor europeo no lo ha hecho?
También se da el hecho de que era hijo de un coronel del ejército francés. Su forma de explicar el proceso por el que se desarrolla la caída de las monarquías, es, por paradójico que parezca, el de un pensador que, aún sabiendo lo que piensa y con qué ideas se siente a gusto y por cuales luchará en su ideario político, se va poniendo en la piel de los personajes que responden a todos los estratos sociales, y desde cada uno de ellos, ya sea en forma individual o de grupo, explica de qué modo viven los hechos, se alegran o sufren en ese proceso. Evidentemente, no es lo mismo ser un condenado a la guillotina que el verdugo; ni tampoco un orgulloso general que un soldado obligado a ir en una leva; o un sublevado que sediento de justicia levanta una barricada de un hipócrita oportunista que se subiéndose al carro del progreso, se aprovecha en beneficio propio.
Saber que a los 17 años, Víctor Hugo, editó una revista y que a falta de colaboradores, utilizó 11 seudónimos, nos da una idea de su vocación literaria.
Los miserables es una obra fundamental porque marca con su calidad una época literaria y social. En sus páginas no sólo hay un novelista, hay un pensador, alguien que analiza por sí mismo y que, aún dudando, no teme exponer sus opiniones. Ensayista de primera categoría no fue ajeno a la lectura y las representaciones teatrales. Le gustaba Corneille, y, por supuesto, los clásicos griegos y latinos, y no es necesario buscar estos datos en su biografía, los deja claros en su obra. En una época en que aún no existía el cine, sus novelas son películas. Baste con leer su novela
Nuestra Señora de París, que es más sencilla y corta para comprobarlo.
Pero
Los miserables como todas las grandes obras en las que encontramos al ser humano, es decir, a la persona en sus limitaciones más extremas es la obra de un hombre maduro y que ha pasado de los sesenta años. Casi esa misma edad tenía Cervantes (58) cuando escribió
El Quijote, y lo mismo ocurre con otros muchos escritores. De la juventud se puede esperar coraje, valentía, nuevas decisiones pero para alcanzar la maestría se necesita experiencia de vida.

Víctor Hugo despliega, de este modo, una serie de conocimientos importantes sobre los temas que toca. Si habla de la batalla de Waterloo nos dice quiénes eran los que saqueaban los cuerpos de los muertos, y cuando habla de sangre no se queda corto, si tenemos en cuenta que podía haber tres mil muertos aquí o allá, cuando se trata de una colina donde están los caídos en la batalla, nos dice que bajaban ríos de sangre o que había una laguna de sangre de la que los aldeanos, todavía abismados en negros nubarrones del pasado señalaban con la mano. El autor se esmera por detallarnos la época. Si habla de una cuerda de colgar la ropa indica que está hecha con crines de caballo, y nos detalla cómo se pagaban los impuestos en base al número de ventanas y puertas que una vivienda poseía, o de qué manera un jardinero con una campanilla atada a la rodilla debía caminar por el huerto de un convento recordando a las monjas la presencia de un hombre. Nos explica también quiénes podían, por su diferente precio, utilizar velas de sebo y quiénes de cera. Ni un libro de historia podría ofrecernos detalles tan fehacientes. Y tiene las escenas más dramáticas que quizá yo haya leído de madres con respecto a sus hijas. Es el caso de la madre de Cosette a la que vemos en plena juventud vender sus dos dientes delanteros superiores, y, por tanto, también la vemos ponerse en manos de un cirujano que se los sacará en su puesto de la calle y le dará dos napoleones, que le servirán para mantener a su hija. Antes se había hecho cortar el cabello, pues se pagaba a buen precio, teniendo en cuenta que servía para menesteres diversos, desde pelucas a rellenos de almohadones o jergones. La belleza de la juventud...a cambio del futuro de una hija. Son escenas tremendas, como lo son también las que acaban viviendo juntas una madre y su hija en la novela
Nuestra Señora de París, cuando por el odio que tiene la mujer a los gitanos, ya que piensa fueron los que le robaron a su hija cuando ésta tenía unos pocos meses, ayuda a retener a una gitanilla, y con su gesto la dispone camino de las manos del verdugo, para al final descubrir que es su hija.
Uno no sale indemne de este libro. Como en muchos otros, lógicamente, una acaba preguntándose hasta dónde es capaz de llegar la violencia humana, y la respuesta nos hace perder el equilibrio, porque ejemplos no faltan, crueles ahora mismo, pero en el pasado, estaban ahí, a la vista de todos, no sublimados por las películas que se pasan por la tele o en los multicines, donde para bien o para mal canalizamos algo del cazador y del guerrero que todos llevamos dentro.
Mis hijos leyeron de pequeños una versión de
Los Miserables editada por Disney. Todavía se conserva en casa ese ejemplar. Es más, estos días lo he tenido en las manos. Bajo el título de
El misterio de los candelabros se despliegan una serie de conocidos personajes infantiles. Allí está Cosette, la niña que dormía bajo la escalera, en una versión antigua de la Cenicienta bajo el terrorífico poder del matrimonio Thenardier, dueños de la posada
El sargento de Waterloo, o en una versión moderna de Harry Potter bajo la autoridad absurda de sus tíos y la competencia de su primo, pero con cara y cuerpo de una pequeña pata; allí el inspector convertido en un cuervo... Aún siendo una versión en tebeo, la obrita consiguió que sin ninguna influencia de mi parte, mis hijos leyesen y quedasen conmovidos por aquella versión breve de
Los Miserables. Y, cuando fueron adolescentes, con apenas doce o trece años, leyeron el libro. Para mí fue un ejemplo de lo que a un adulto le queda siempre por aprender de las experiencias vividas por sus hijos. ¿Quién me diría que a esa edad leerían
Los Miserables? Sin duda alguna, aquella historia del tebeo dejó una huella en sus vidas que el libro terminó de cerrar en su versión más madura.
Pero ¿de qué tienen que hablar las historias de ficción? Veamos. ¿Ayer y hoy? Sí. Evidentemente, las historias cuando son buenas, hablan de lo que ocurrió ayer, es decir en el pasado, y de lo que sucede hoy, es decir: en el presente... ¿Y cómo lo consiguen? Contando la verdad. Al menos, aquello más parecido a la verdad que una persona pueda sentir. Porque si algo causa asombro es cuánto pero cuánto se parecen el pasado y el presente. O lo que es igual, cuánto pero cuánto se parecen las personas ayer y hoy.
¿Qué son sino esos «hábiles» de la política, de los que habla Víctor Hugo, que no habiendo dado la vida por las ideas ni luchado por ellas, son los que acaban quedándose con el poder cuando se aquietan las terribles aguas de los cambios que después de tantas postergaciones surgen con una violencia y una furia indomable por todas partes? ¡Con qué facilidad describe ese séquito de aduladores y cortesanos que supone todo poder (sea el de los reyes, el de la revolución, el de Napoleón convertido en emperador o cualquier otro).

Víctor Hugo habla del «hormiguero humano». Con sus variantes, este concepto lo refiere en muchas ocasiones. Cuando se pregunta dónde se consiguen los esclavos, es decir, aquellos que se doblegarán a cambio de algo de comida o de seguridad, dice: «en la miseria». También las jóvenes muchachas que tienen que dedicarse a la prostitución y son fácilmente engañadas por hombres casados o no, pero sin escrúpulos y que no ignoran las consecuencias que pueden llegar a acarrear las conductas de las jóvenes, forman parte de ese séquito de futuras madres solteras que abandonarán a sus hijos o que sufrirán el peso de la vergüenza pública y de la pobreza.
¿No se parecen los grupos de niños que cita el escritor y que viven en las calles de París a aquellos que sabemos existen hoy en día en algunos países...? Él dice que son casi trescientos los que viven de ese modo en París, en esa época que cita la novela, cuidando los mayores de los pequeños. Los ve como «hilos rotos de la familia». Es tan fácil —piensa y lo afirma— que las familias desaparezcan y se destruyan en la miseria... Que cada uno se vaya por su lado, que cada cual se arregle como pueda... ¿No se parecen esos niños a los que viven en las ciudades del mundo actual? No hace falta que cite sus nombres, ustedes saben en qué partes del mundo están esos niños, a los que los policías acechan porque incordian y mendigan a los turistas, y molestan las ventas de los comerciantes y hacen mala propaganda. Y también surgen en países en guerra. Y a algunos, incluso, se los trata como a esclavos. ¿No son acaso los mismos niños que pululan por la obra de Hugo, aquellos a los que también persiguen los inspectores y los vigilantes? ¿Tenemos idea de cuántos niños se mueren hoy de hambre en el mundo?
Cuando Víctor Hugo habla de repartir la riqueza, no dice igualarla, porque entonces no se generaría más riqueza, dice repartirla con equidad. También habla de educar a los ricos e incluso de pagar impuestos según lo que se posee. Lo que parece un concepto moderno para la época.
Convencido de que las ideas son las que mueven el mundo, algo que opinaban también los clásicos, que cualquier cosa ya es en sí misma una idea, opina que cuando éstas se disparan no hay retroceso, y que todas las guerras en el fondo no son otra cosa que una lucha entre lo retrógrado o anticuado que no quiere desaparecer y el progreso que avanza sin demora. De ahí que se haga la pregunta «¿guerras justas e injustas?» y él mismo intente dar contestación, teniendo en cuenta que todavía está fresca la sangre en la guillotina, y que ésta, no ha sido sólo de reyes o nobles, sino también de los propios revolucionarios. Y por si quedasen dudas de sus planteamientos teóricos que surgen junto al desarrollo de la vida de los personajes, se plantea: «¿qué es la cuestión social?» Y se contesta: «¡Es la cuestión de los que tienen y la de los que no tienen!» Y ahí en esa frontera surgen
Los Miserables.
Es tal el acierto de lo que describe que sólo de esta obra suya, podríamos extraer mil frases notables.
Observemos este dato: al autor le preocupan los que hacen negocios con las guerras: habla de los «rezagados», esa especie de taberneros que montados en sus carromatos siguen a los ejércitos y venden vino y otros objetos, a cualquiera de los bandos en litigio. Primero siguen al bando elegido, pero luego, al vencedor. Y, entre medias, son los que saquean a los soldados muertos en los campos de batalla. Que tienen oro... El oro. Que unas buenas botas... Las botas. (Bertolt Brecht, excelente dramaturgo, supo sacar fruto a este tema en el siglo XX con su obra «Madre coraje» ambientada en la Guerra de los Treinta Años). También le preocupa lo que se gasta en el mundo en concepto de salvas realizadas en las fortalezas, así como las que al amanecer y al atardecer se disparan desde los buques de guerra... ¡Oh, cuánta pólvora se gasta en el mundo! parece decir. Y es que a él, en la época de su vida en que fue escrita la obra, a los 60 años y ya en plena madurez, le preocupan los temas serios: el hombre, la humanidad en su continuo camino por el desfiladero del destino hacia la muerte. Por eso, en el juicio que hace sobre su obra
Los Miserables, señala que el «personaje más importante» es «el infinito», y en segundo lugar «el hombre».
Cualquiera que se de una vuelta por esta obra comprenderá bien lo que eran los «olvidaderos» del rey, y también los «in pace», especie de cárceles de por vida a los que alguien se sometía por propia voluntad debido a lo que creía una falta, esto puede verse especialmente en otra obra fundamental de Víctor Hugo,
Nuestra Señora de París. También podrá conocer la importancia de conseguir reos que acabasen convertidos en «galeotes», ya que las naves a remos a las que eran condenadas estas personas de por vida, eran importantes para acercar a los grandes barcos a las calas, fondeaderos o puertos, haciendo estas naves el papel de los remolcadores. Y si quieren sentir cómo desaparecía para el mundo una persona tras el ingreso en una orden monástica severa, y cuál era el rito por el que simbólicamente se la separaba de la vida, esta es la obra donde pueden leerlo.
Por si este resumen, de las ideas que desprende la obra fuesen pocas, me gustaría llamar la atención sobre lo que opina de la comprensión del deber. Cuando cuando uno lo hace suyo, el cumplimiento del deber, da igual con respecto a qué, puede hacer de la vida de uno un infierno, aunque uno llegue a sentir desde esa posición "cerca a Dios" y la paz interior asegurada.
En fin, ¡qué duda cabe! Esta nota en mi blog es una invitación a la lectura de
Los Miserables de Víctor Hugo para quienes se sientan capaces de disfrutar con el placer de leer ensayo y novela, al mismo tiempo, y no se asusten del abismo al que los expondrán las palabras allí contenidas.
Esto es el hombre, viene a decir Víctor Hugo, al menos, así yo lo interpreto; no es más que ésto.