viernes, 27 de agosto de 2010

CORAZONES DE PLOMO



Por Pilar Alberdi



Podría decir: corazones de plomo, los mejores. Esto es lo que parecen insinuarnos los cuentos infantiles. Hay algo en esos corazoncitos de plomo que no podrían tener jamás los de oro, porque el oro está emparentado con el deseo de riqueza y los de plomo con la pobreza.
Dichas estas palabras, voy a hablar de un cuento de Oscar Wilde, titulado El príncipe feliz, que tiene como referente, bajo mi punto de vista, otro de Hans Cristhian Andersen, El soldadito de plomo. Y si me apuran, también relación con la Vida de Gautama Budha. Pero comencemos ya por la primera historia. En vida, el Príncipe feliz vivía en el Palacio de la Despreocupación donde no se permitía la entrada del dolor. Convertido en una estatua y con la ayuda de una golondrina descubrirá poco a poco que el dolor existe en el mundo..
Poco a poco descubre que con su corazón de plomo percibe lo que no sentía antes con su corazón humano, le es revelado el dolor, y la comprensión le lleva a querer regalar cuanto posee a los más pobres. Pero ¿qué posee en ese alto pedestal donde se encuentra y sobre el que va cayendo la nieve del invierno? Un rubí en la empuñadura, dos zafiros en sus ojos y el cuerpo laminado en oro. Así, con ayuda de la golondrina que va demorando la partida a regiones más cálidas y que cada día que pasa se siente más agotada, el príncipe regala sus joyas a una pobre costurera que tiene a su pequeño hijo enfermo; a un escritor que desea acabar una obra y que vive en una gélida buhardilla; a una pequeña cerillera a la que se le han caído las cerillas al río, y ya no podrá obtener ganancia alguna con su venta, y sí, acaso, alguna reprimenda por parte de su familia.
Mientras tanto, la golondrina insiste día tras día en que se tiene que ir a Egipto a ver los ibis rojos y las orillas del gran río y las pirámides. Pero la golondrina aún se ve llevada a cumplir un encargo más; debe dar a los pobres de la ciudad, las láminas de oro que habían hecho tan hermosa la estatua del príncipe. Y cuando la tarea fue cumplida, una noche especialmente gélida, el corazón de plomo del príncipe se partió en dos, y la golondrina se murió de frío a sus pies.
Cuando las autoridades descubrieron en qué estado se encontraba la estatua del príncipe, a la que compararon con la de un «pobre», decidieron derribar la estatua porque «lo que no es bello no es necesario». Y mientras discutían entre sí, cada uno de ellos, pensaba lo bien que quedaría representado en estatua sobre ese pedestal que iba a quedar vacío.
Unos días después, la estatua del Príncipe Feliz fue retirada y unos hombres la llevaron a fundir, mientras los grandes señores de la ciudad discutían en qué se iba a utilizar ese plomo. (Generalmente se utilizaba para fabricar balas de cañón). Sin embargo, el encargado de la forja descubriría algo extraño, y fue que el corazón de plomo del príncipe no se fundía, y harto ya de intentarlo, lo arrojó desesperado sobre un montón de desperdicios en donde también estaba la golondrina muerta.
En ese momento, Dios le pidió a un ángel que bajasa a la ciudad y le trajese las dos cosas más valiosas que encontrase en ella, y el ángel le llevó: el cuerpo de la golondrina muerta y el corazón de plomo del príncipe.
Pero aún me queda por decir algo más. Veamos qué sucedía en el relato El soldadito de plomo. Voy a intentar ser breve. Un niño festeja su cumpleaños. Entre los regalos recibe una caja con soldados. Sólo uno es diferente: le falta una pierna. De una u otra manera se ve envuelto en varias peripecias: la primera noche cuando todos duermen, juega con los demás juguetes entre los que hay una bailarina que danza apoyada en un solo pie y de la que el soldadito se enamora perdidamente. También hay un duende que lo amenaza conque le pasarán cosas malas. De hecho, a causa de los juegos de los niños, al día siguiente, el soldadito cae del balcón a una alcantarilla, se aleja empujado por la corriente del agua, llega al mar y se lo come un pez, quien, a su vez, es capturado por un pescador. Poco después, la criada de la casa en la que vive el niño va al mercado, compra el pez ,y cuando lo abren, el pequeño recupera el soldadito que para entonces ya estaba perdidamente enamorado de la bailarina, a quien no había dejado de añorar mientras vivía sus aventuras. ¡Y aquí es donde se percibe el gran acierto de Andersen y su psicología! La bailarina igual que el soldadito está apoyada en un solo pie.
Pero el maléfico duende sigue haciendo de las suyas, y mientras un travieso niño arroja al soldadito al fuego de la estufa, la bailarina es llevada hasta la boca abierta de aquel fuego por el viento. Al final de la historia, sólo queda de ambos: una lentejuela y el corazón de plomo que el fuego no alcanza a fundir.
Las historias me han dejado el anhelo de conocer cuáles serían las dos cosas más valiosas que encontraría un ángel en esta ciudad o en la tuya, y también el deseo de que hacia el final de mi vida mi corazón haya sido capaz de tener, aunque más no sea, unos pocos gramos de esa clase de plomo...

domingo, 15 de agosto de 2010

LOS MISERABLES



Por Pilar Alberdi


¿Por qué quiero hablar de este libro de Víctor Hugo (1802-1885)? En especial, por una cualidad que posee: podemos estar o no de acuerdo con lo que dice el escritor, pero no podemos sustraernos a creerle al narrador. Y si algo necesita una obra, es que podamos confiar en su narrador. Y Victor Hugo, nos arrastra y nos lleva página a página.
Coincidió esta relectura con la de unos libros de ensayo de don Miguel de Unamuno, y mi sorpresa fue encontrar su prosa, con esa claridad y concisión, ese deleite por el ensayo, reflejada desde los primeros capítulos de Los Miserables. Ahí en ese Víctor Hugo, había algo de nuestro Unamuno. Después, ya no hubo evocación alguna, porque la obra se encaminó por otros derroteros literarios y novelísticos, que nada tenían que ver con el autor español. Y, sin embargo, sí se parecían en lo fundamental, en el carácter de un hombre que sabe enfrentarse con valentía a su destino.
La lectura de Los Miserables me hizo preguntarme quiénes son hoy en día "los miserables", pero esa respuesta la dejaré, para otro artículo. Y sé que al decirlo, ya está actuando en sus mentes, y ustedes mismos están buscando la respuesta. ¿Quiénes son hoy "los miserables"? ¿Son los jóvenes que no encuentran su primer empleo? ¿Aquellos que trabajan por sueldos mínimos? ¿Son los jubilados que ven perder día a día su nivel adquisitivo? ¿Acaso los trabajadores en paro? ¿Los inmigrantes?
Se da la circunstancia de que Víctor Hugo vivió dos años de su adolescencia en Madrid. Este hecho me parece fundamental. Como tantísimos autores europeos da un reconocimiento a Cervantes y al Quijote en su obra. Pero ¿qué autor europeo no lo ha hecho?
También se da el hecho de que era hijo de un coronel del ejército francés. Su forma de explicar el proceso por el que se desarrolla la caída de las monarquías, es, por paradójico que parezca, el de un pensador que, aún sabiendo lo que piensa y con qué ideas se siente a gusto y por cuales luchará en su ideario político, se va poniendo en la piel de los personajes que responden a todos los estratos sociales, y desde cada uno de ellos, ya sea en forma individual o de grupo, explica de qué modo viven los hechos, se alegran o sufren en ese proceso. Evidentemente, no es lo mismo ser un condenado a la guillotina que el verdugo; ni tampoco un orgulloso general que un soldado obligado a ir en una leva; o un sublevado que sediento de justicia levanta una barricada de un hipócrita oportunista que se subiéndose al carro del progreso, se aprovecha en beneficio propio.
Saber que a los 17 años, Víctor Hugo, editó una revista y que a falta de colaboradores, utilizó 11 seudónimos, nos da una idea de su vocación literaria.
Los miserables es una obra fundamental porque marca con su calidad una época literaria y social. En sus páginas no sólo hay un novelista, hay un pensador, alguien que analiza por sí mismo y que, aún dudando, no teme exponer sus opiniones. Ensayista de primera categoría no fue ajeno a la lectura y las representaciones teatrales. Le gustaba Corneille, y, por supuesto, los clásicos griegos y latinos, y no es necesario buscar estos datos en su biografía, los deja claros en su obra. En una época en que aún no existía el cine, sus novelas son películas. Baste con leer su novela Nuestra Señora de París, que es más sencilla y corta para comprobarlo.
Pero Los miserables como todas las grandes obras en las que encontramos al ser humano, es decir, a la persona en sus limitaciones más extremas es la obra de un hombre maduro y que ha pasado de los sesenta años. Casi esa misma edad tenía Cervantes (58) cuando escribió El Quijote, y lo mismo ocurre con otros muchos escritores. De la juventud se puede esperar coraje, valentía, nuevas decisiones pero para alcanzar la maestría se necesita experiencia de vida.
Víctor Hugo despliega, de este modo, una serie de conocimientos importantes sobre los temas que toca. Si habla de la batalla de Waterloo nos dice quiénes eran los que saqueaban los cuerpos de los muertos, y cuando habla de sangre no se queda corto, si tenemos en cuenta que podía haber tres mil muertos aquí o allá, cuando se trata de una colina donde están los caídos en la batalla, nos dice que bajaban ríos de sangre o que había una laguna de sangre de la que los aldeanos, todavía abismados en negros nubarrones del pasado señalaban con la mano. El autor se esmera por detallarnos la época. Si habla de una cuerda de colgar la ropa indica que está hecha con crines de caballo, y nos detalla cómo se pagaban los impuestos en base al número de ventanas y puertas que una vivienda poseía, o de qué manera un jardinero con una campanilla atada a la rodilla debía caminar por el huerto de un convento recordando a las monjas la presencia de un hombre. Nos explica también quiénes podían, por su diferente precio, utilizar velas de sebo y quiénes de cera. Ni un libro de historia podría ofrecernos detalles tan fehacientes. Y tiene las escenas más dramáticas que quizá yo haya leído de madres con respecto a sus hijas. Es el caso de la madre de Cosette a la que vemos en plena juventud vender sus dos dientes delanteros superiores, y, por tanto, también la vemos ponerse en manos de un cirujano que se los sacará en su puesto de la calle y le dará dos napoleones, que le servirán para mantener a su hija. Antes se había hecho cortar el cabello, pues se pagaba a buen precio, teniendo en cuenta que servía para menesteres diversos, desde pelucas a rellenos de almohadones o jergones. La belleza de la juventud...a cambio del futuro de una hija. Son escenas tremendas, como lo son también las que acaban viviendo juntas una madre y su hija en la novela Nuestra Señora de París, cuando por el odio que tiene la mujer a los gitanos, ya que piensa fueron los que le robaron a su hija cuando ésta tenía unos pocos meses, ayuda a retener a una gitanilla, y con su gesto la dispone camino de las manos del verdugo, para al final descubrir que es su hija.
Uno no sale indemne de este libro. Como en muchos otros, lógicamente, una acaba preguntándose hasta dónde es capaz de llegar la violencia humana, y la respuesta nos hace perder el equilibrio, porque ejemplos no faltan, crueles ahora mismo, pero en el pasado, estaban ahí, a la vista de todos, no sublimados por las películas que se pasan por la tele o en los multicines, donde para bien o para mal canalizamos algo del cazador y del guerrero que todos llevamos dentro.
Mis hijos leyeron de pequeños una versión de Los Miserables editada por Disney. Todavía se conserva en casa ese ejemplar. Es más, estos días lo he tenido en las manos. Bajo el título de El misterio de los candelabros se despliegan una serie de conocidos personajes infantiles. Allí está Cosette, la niña que dormía bajo la escalera, en una versión antigua de la Cenicienta bajo el terrorífico poder del matrimonio Thenardier, dueños de la posada El sargento de Waterloo, o en una versión moderna de Harry Potter bajo la autoridad absurda de sus tíos y la competencia de su primo, pero con cara y cuerpo de una pequeña pata; allí el inspector convertido en un cuervo... Aún siendo una versión en tebeo, la obrita consiguió que sin ninguna influencia de mi parte, mis hijos leyesen y quedasen conmovidos por aquella versión breve de Los Miserables. Y, cuando fueron adolescentes, con apenas doce o trece años, leyeron el libro. Para mí fue un ejemplo de lo que a un adulto le queda siempre por aprender de las experiencias vividas por sus hijos. ¿Quién me diría que a esa edad leerían Los Miserables? Sin duda alguna, aquella historia del tebeo dejó una huella en sus vidas que el libro terminó de cerrar en su versión más madura.
Pero ¿de qué tienen que hablar las historias de ficción? Veamos. ¿Ayer y hoy? Sí. Evidentemente, las historias cuando son buenas, hablan de lo que ocurrió ayer, es decir en el pasado, y de lo que sucede hoy, es decir: en el presente... ¿Y cómo lo consiguen? Contando la verdad. Al menos, aquello más parecido a la verdad que una persona pueda sentir. Porque si algo causa asombro es cuánto pero cuánto se parecen el pasado y el presente. O lo que es igual, cuánto pero cuánto se parecen las personas ayer y hoy.
¿Qué son sino esos «hábiles» de la política, de los que habla Víctor Hugo, que no habiendo dado la vida por las ideas ni luchado por ellas, son los que acaban quedándose con el poder cuando se aquietan las terribles aguas de los cambios que después de tantas postergaciones surgen con una violencia y una furia indomable por todas partes? ¡Con qué facilidad describe ese séquito de aduladores y cortesanos que supone todo poder (sea el de los reyes, el de la revolución, el de Napoleón convertido en emperador o cualquier otro).
Víctor Hugo habla del «hormiguero humano». Con sus variantes, este concepto lo refiere en muchas ocasiones. Cuando se pregunta dónde se consiguen los esclavos, es decir, aquellos que se doblegarán a cambio de algo de comida o de seguridad, dice: «en la miseria». También las jóvenes muchachas que tienen que dedicarse a la prostitución y son fácilmente engañadas por hombres casados o no, pero sin escrúpulos y que no ignoran las consecuencias que pueden llegar a acarrear las conductas de las jóvenes, forman parte de ese séquito de futuras madres solteras que abandonarán a sus hijos o que sufrirán el peso de la vergüenza pública y de la pobreza.
¿No se parecen los grupos de niños que cita el escritor y que viven en las calles de París a aquellos que sabemos existen hoy en día en algunos países...? Él dice que son casi trescientos los que viven de ese modo en París, en esa época que cita la novela, cuidando los mayores de los pequeños. Los ve como «hilos rotos de la familia». Es tan fácil —piensa y lo afirma— que las familias desaparezcan y se destruyan en la miseria... Que cada uno se vaya por su lado, que cada cual se arregle como pueda... ¿No se parecen esos niños a los que viven en las ciudades del mundo actual? No hace falta que cite sus nombres, ustedes saben en qué partes del mundo están esos niños, a los que los policías acechan porque incordian y mendigan a los turistas, y molestan las ventas de los comerciantes y hacen mala propaganda. Y también surgen en países en guerra. Y a algunos, incluso, se los trata como a esclavos. ¿No son acaso los mismos niños que pululan por la obra de Hugo, aquellos a los que también persiguen los inspectores y los vigilantes? ¿Tenemos idea de cuántos niños se mueren hoy de hambre en el mundo?
Cuando Víctor Hugo habla de repartir la riqueza, no dice igualarla, porque entonces no se generaría más riqueza, dice repartirla con equidad. También habla de educar a los ricos e incluso de pagar impuestos según lo que se posee. Lo que parece un concepto moderno para la época.
Convencido de que las ideas son las que mueven el mundo, algo que opinaban también los clásicos, que cualquier cosa ya es en sí misma una idea, opina que cuando éstas se disparan no hay retroceso, y que todas las guerras en el fondo no son otra cosa que una lucha entre lo retrógrado o anticuado que no quiere desaparecer y el progreso que avanza sin demora. De ahí que se haga la pregunta «¿guerras justas e injustas?» y él mismo intente dar contestación, teniendo en cuenta que todavía está fresca la sangre en la guillotina, y que ésta, no ha sido sólo de reyes o nobles, sino también de los propios revolucionarios. Y por si quedasen dudas de sus planteamientos teóricos que surgen junto al desarrollo de la vida de los personajes, se plantea: «¿qué es la cuestión social?» Y se contesta: «¡Es la cuestión de los que tienen y la de los que no tienen!» Y ahí en esa frontera surgen Los Miserables.
Es tal el acierto de lo que describe que sólo de esta obra suya, podríamos extraer mil frases notables.
Observemos este dato: al autor le preocupan los que hacen negocios con las guerras: habla de los «rezagados», esa especie de taberneros que montados en sus carromatos siguen a los ejércitos y venden vino y otros objetos, a cualquiera de los bandos en litigio. Primero siguen al bando elegido, pero luego, al vencedor. Y, entre medias, son los que saquean a los soldados muertos en los campos de batalla. Que tienen oro... El oro. Que unas buenas botas... Las botas. (Bertolt Brecht, excelente dramaturgo, supo sacar fruto a este tema en el siglo XX con su obra «Madre coraje» ambientada en la Guerra de los Treinta Años). También le preocupa lo que se gasta en el mundo en concepto de salvas realizadas en las fortalezas, así como las que al amanecer y al atardecer se disparan desde los buques de guerra... ¡Oh, cuánta pólvora se gasta en el mundo! parece decir. Y es que a él, en la época de su vida en que fue escrita la obra, a los 60 años y ya en plena madurez, le preocupan los temas serios: el hombre, la humanidad en su continuo camino por el desfiladero del destino hacia la muerte. Por eso, en el juicio que hace sobre su obra Los Miserables, señala que el «personaje más importante» es «el infinito», y en segundo lugar «el hombre».
Cualquiera que se de una vuelta por esta obra comprenderá bien lo que eran los «olvidaderos» del rey, y también los «in pace», especie de cárceles de por vida a los que alguien se sometía por propia voluntad debido a lo que creía una falta, esto puede verse especialmente en otra obra fundamental de Víctor Hugo, Nuestra Señora de París. También podrá conocer la importancia de conseguir reos que acabasen convertidos en «galeotes», ya que las naves a remos a las que eran condenadas estas personas de por vida, eran importantes para acercar a los grandes barcos a las calas, fondeaderos o puertos, haciendo estas naves el papel de los remolcadores. Y si quieren sentir cómo desaparecía para el mundo una persona tras el ingreso en una orden monástica severa, y cuál era el rito por el que simbólicamente se la separaba de la vida, esta es la obra donde pueden leerlo.
Por si este resumen, de las ideas que desprende la obra fuesen pocas, me gustaría llamar la atención sobre lo que opina de la comprensión del deber. Cuando cuando uno lo hace suyo, el cumplimiento del deber, da igual con respecto a qué, puede hacer de la vida de uno un infierno, aunque uno llegue a sentir desde esa posición "cerca a Dios" y la paz interior asegurada.
En fin, ¡qué duda cabe! Esta nota en mi blog es una invitación a la lectura de Los Miserables de Víctor Hugo para quienes se sientan capaces de disfrutar con el placer de leer ensayo y novela, al mismo tiempo, y no se asusten del abismo al que los expondrán las palabras allí contenidas.
Esto es el hombre, viene a decir Víctor Hugo, al menos, así yo lo interpreto; no es más que ésto.

viernes, 6 de agosto de 2010

¿PARA QUIÉN ESCRIBO?




Por Pilar Alberdi

A Ernesto.

Dice Sthepen King que él escribe para Thabita, su mujer, y que disfruta mirándola sonreír o ponerse seria ante sus narraciones. Que en todo momento querría interrumpirla para preguntarle qué le hizo gracia y que no, y cuál pasaje fue mejor que otro.
En resumidas cuentas, él escribe en primer lugar para la persona que tiene a su lado, o mejor, escribe cerca de la persona que tiene a su lado. Aquella que también es parte de su vida, ¿su otro yo, su polo opuesto, el otro lado de su diálogo?
En ese caso, yo también podría decir que escribo para Ernesto, y para el resto de personas que están en nuestra vida cotidiana: hijos, sobrinas, hermanas, nietos, sobrinonietos (que aún no saben leer pero mueven entre las manos sus libros de tela y los libros de los padres que entresacan de las estanterías y esa es una noticia agradable, indica que serán buenos lectores, que podremos conversar de literatura, arte, cine, teatro, música, y tantos temas más, y que acaso, ellos mismos sean creadores). Pero como también sé algo de psicología, también comprendo que hay otras razones que subyacen en el periplo de la infancia, y nos hacen seres proclives a la imaginación y a la creación.
Pero a lo que iba, a punto de cumplir un año más en mi vida, en este artículo quiero dar mi reconocimiento a la familia, a la cercana y la extensa, y a mi pareja, en especial, por las horas en que leyó incontables manuscritos míos, me escuchó como lo haría un terapeuta, y me apoyó siempre en cuanto he emprendido: cursos, talleres, estudios, trabajo, etc. Gracias por todo, y también por las incontables películas que vimos juntos; los conciertos de Año Nuevo de la filarmónica de Viena, y a ver Ernesto, cuando nos toca de verdad que salgamos elegidos en el sorteo que permite acudir a esa cita anual para cumplir tu sueño y compartirlo juntos.
Un escritor, una escritora en este caso, que vive siempre en el límite entre realidad y fantasía, precisa un ancla segura, y en mi caso ha sido, la familia.
Pero al margen de ésto, que forma el día a día, da la impresión de que los escritores nos dedicamos a llenar un gran vacío que hubo al inicio de nuestra vida, al margen de que también escribamos por puro deleite personal y, lógicamente, por que estamos apasionados por las lecturas y relecturas que hemos hecho de otros escritores. Todo ese mundo de valientes héroes con los cuales nos identificamos, esa larga serie de sentimientos que son los de los personajes pero que también hacemos nuestros.
Sirva de mayor comprensión esta anécdota. Hace apenas unos meses Ernesto y yo estuvimos de viaje por Argentina y Chile. Acudimos en este último país a visitar las Casas Museo de Pablo Neruda: la de Santiago, la de Valparaíso y la de Isla Negra, ésta última con su particular encanto, y en cuya cercanía reposan los restos del poeta y su mujer Matilde Urrutia. Dentro de la casa que mira al mar, entre innumerables recuerdos traídos de diversas partes del mundo, había un humilde caballo embalsamado. En el pasado, el equino, había permanecido ante el escaparate de una tienda como reclamo publicitario. Para Neruda que lo veía todos los días cuando era un niño e iba de camino al colegio, ese caballo debió ser un deseo, quizás el de escapar de un húmedo pueblo, y de un padre de pocas palabras, y cuando el poeta se hizo mayor, y ya era famoso, todo lo famoso que se podía ser en su época, tanto como para recibir un premio Nobel, logró hacer realidad el sueño de poseerlo. Después de comprarlo, le pidió a un amigo que lo pintara reconvirtiendo el equino embalsamado en un precioso caballo blanco a manchas azules y doradas. Es un caballo cielo. Un espejo del corretear de nubes por el aire del atardecer. Casi un mito griego. Un Pegaso en tierra. Como al animal le faltaba la cola, el día de la cena de presentación de esa maravillosa adquisición a sus amigos, les pidió que trajeran alguna cola de caballo para ponerle. Y fueron tres, los amigos que las consiguieron y se las llevaron, y las tres de distintos colores. De ahí que, hasta el día de hoy, el caballo blanco de manchas azules y doradas luzca sus tres colas de colores, aunque alguna aparezca colgada de las crines. Pero eso, la tardía posesión de un caballo, es decir, de un sueño, con el que galopar lejos… muy lejos, no modificó los hechos: la madre del poeta había fallecido al mes del nacimiento de Pablo Neruda. Y ningún caballo, nunca, por más colas y colores que tuviese, podría llenar ese vacío, del mismo modo que quizá nunca lograron llenarlo los poemas que escribió, aunque para su inconsciente fuera como estar más cerca de lograrlo. «Puedo escribir los versos más tristes esta noche…»
Esta anécdota de Pablo Neruda me recordó la del escritor Charles Dickens, quien a los doce años, fue obligado por las necesidades familiares a trabajar en una fábrica de betún para calzado. Hablamos del siglo XIX. Y también de la inmensa pobreza que había en Gran Bretaña y en Europa. El padre del futuro escritor había sido condenado por impagos a la prisión de deudores de Marshalsea. Allí lo acompañó su familia, incluido Charles, situación que la ley permitía, probablemente por no dejar sin techo a los indigentes, ya que, además, la mendicidad estaba prohibida. Y quien se encontrase en esa situación, además de ser expulsado de las calles, podía llegar a ser sentenciado, de la manera más absurda a trabajos forzados consistentes en hacer girar una rueda de molino que no molía nada. A mí, que los castigos siempre me parecieron absurdos, especialmente esos castigos de colegio en que por lo que ha hecho uno, se castiga a todos, con la pretensión de que alguien se convierta en delator, cosa que los niños y los jóvenes jamás harán, ese castigo me parece de los más absurdos que he tenido ocasión de conocer. Lo cierto, es que todos los días al ir al trabajo, el pequeño Charles, veía un castillo. Y de mayor, el escritor del célebre relato La Canción de Navidad, se compró ese castillo y vivió en él. También se convirtió en un defensor de los pobres e hizo de ellos, los personajes principales de sus libros, ahí están sus paupérrimos niños, ahí su admiración por algunos autores, por ejemplo por Cervantes, y que se refleja sin ocultamiento en el comienzo de su obra Oliver Twist, donde escribe «Una ciudad cuyo nombre no creo necesario citar aquí y a la cual no me parece oportuno dar un título imaginario» que nos recuerda, inevitablemente, a aquel lugar de La Mancha cuyo autor, Cervantes, tampoco quiso volver a recordar. Así, y pese a hablar de los pobres, él logró vivir en la opulencia, en ricas viviendas, en distintos países y no siempre feliz, luchando con editores inescrupulosos, con su compañía de teatro, con problemas familiares de los que formaba parte importante.
Pienso en la niña que yo fui, un año miré con añoranza un Cinexim que había en una juguetería, creo recordar que la juguetería estaba en la esquina de las calles Independencia y Belgrano de mi ciudad natal. Pero ¿qué es un Cinexim frente a un caballo con manchas azules y doradas como nubes y tres colas de colores diferentes o un castillo al que anhelas entrar mientras miras tus zapatos rotos? No recuerdo cuántos años tendría yo por entonces: ¿siete, ocho? No creo que llegase a nueve... Lo miré durante muchos días, y corrieron los meses. Lo pedí para algún cumpleaños, y pasaron también Navidad y Reyes. Pero no lo conseguí. Supongo que me regalaron una muñeca o unos calcetines. Algo propio de niñas o algo útil y necesario. Luego, no pude recuperarlo más. ¿Cómo se recuperan esas cosas para el alma? ¿Qué buscaba yo completar, qué esencia recoger, qué magnífico tesoro poseer con aquel Cinexim capaz de reproducir las vidas de unos dibujos animados que, además, no emitían sonido; sólo eran figuras en movimiento gracias a una pequeña manivela que hacía correr la película de la mano de un niño.
En el garaje de nuestra casa aún conservamos algunos juguetes de cuando nuestros hijos eran pequeños. Los dejaron en la casa de los «futuros abuelos» para cuando fuesen llegando los nietos. Entre esos juguetes hay un Cinexim de color azul (los del pasado eran grises), ya no de manivela sino a pilas, que le regalamos a nuestro hijo pequeño. No tengo dudas de que ese regalo estuvo condicionado por mi antiguo deseo; lo mismo que los regalos de muñecas que a mí me hicieron eran fruto de los deseos no conseguidos de mi madre. Pero ese Cinexim no era mi Cinexim. Nunca lo sería. Lo mismo que mis muñecas nunca suplieron las que faltaron a mi madre.
Quizá lo que yo tenga de más parecido con Neruda y con Dickens —salvando las distancias literarias y su maestría ante la que me inclino— no es el objeto de mi deseo, sino que los tres acortamos nuestros nombres. El primero se llamaba Neftalí Ricardo Reyes Basoalto; el segundo Charles John Huffman Dickens y yo María del Pilar Alberdi Zubizarreta. Demasiados nombres y apellidos. Y aún podríamos decir que tuvimos suerte comparándonos con nuestros respectivos predecesores, pues era costumbre de aquellas épocas poner hasta cinco o seis nombres… Al final, el primero recortó los suyos y se quedó con Pablo Neruda, un seudónimo; y Charles y yo (perdón por el tuteo pero la lectura nos ha hecho amigos con los años…) nos quedamos con un nombre y un apellido cada uno.
Si estudiamos las biografías de los escritores vemos niños y niñas huérfanos o cuyos padres se llevaban mal o estaban separados o vivían situaciones dolorosas en las que abundaban la soledad, el desamparo, el incesto, el maltrato, la indiferencia, el castigo o la humillación. Pese a eso, hay escritores que le cuentan al mundo que tuvieron infancias felices. Pero no fue el caso de Dostoiewki, Chejov, Virginia Wolf, Margarita Duras y así, miles. Si la realidad fuera tan bella ¿para qué necesitaríamos esas historias donde se hace justicia y se pone a cada uno en su sitio, y las cosas, de verdad, son como nos gustarían?
Dicen que uno valora la alegría y los pequeños momentos de felicidad según fue su dolor, y yo soy muy optimista. Pero no puedo negar que algunos días recuerdo con nostalgia aquel Cinexim, aunque ahora la palabra esté escrita aquí con todas sus letras, y yo, de algún modo, haga mío el objeto. Es más, el otro día recibí una muy buena noticia sobre la posible publicación de un libro mío, y por la noche soñé que caminaba hacia el garaje, y recogía como una niña que recibe un regalo muy deseado, el Cinexim que fuera de mi hijo. Le quitaba el polvo. Le daba al botón, y lo ponía a andar. Allí estaban, aparecían en movimiento, el Pato Donald, Minnie, Gofiee, y todos aquellos personajes que habían hecho mi niñez feliz. En mi sueño, recogía el Cinexim azul y lo llevaba a mi despacho, donde lo colocaba en la parte superior de una estantería frente a mi escritorio. Después levantaba la vista y veía las alegres figuras de Pluto, Mickey Mouse Y Gofiee que hay en el envase de cartón de colores del Cinexim. Y es, puedo asegurarlo, ese sueño cumplido y tan real como ustedes, seguramente, no puedan llegar a imaginar, es lo más parecido que tengo, a aquello que un día fue el deseo de una niña de siete, ocho o nueve años… Y que ahora, en la madurez de la vida, todavía se sorprende cuando ve cumplirse alguno de sus sueños.