Pilar Alberdi
«¿Por qué filosofar?» esta es la pregunta. Encontramos la respuesta de Jean François Lyotard (1924-1998) dispuesta en cuatro lecciones, y todas ellas conducen a una cuestión: «pensar duele».
Vayamos por partes, la primera lección desarrolla la relación entre deseo y filosofía, y encuentra que la filosofía es el deseo desplegándose sobre sí mismo. La segunda, se ocupa del problema del origen de ese deseo que alimenta la labor filosófica; deseo que no existe en la Historia, sino en cada uno de nosotros como personas que intentamos vivir nuestro día a día. La tercera lección se preocupa por la palabra y su relación con la filosofía. La palabra como pensamiento, pero, sobre todo, como acción. La cuarta señala ese pensamiento radical esclarecedor que exige la transformación de la realidad y al que nos vemos abocados.
Lyotard retoma aquí cuestiones y preocupaciones que había expresado en otras obras. Por ejemplo, ese conflicto, por lo menos entre dos partes, siempre constante, que presenta en La diferencia; o el que se plantea en las condiciones del saber sobre las sociedades más desarrolladas en La condición posmoderna, en donde la ciencia entra en conflicto con los relatos y metarrelatos salvadores (utópicos), que ya no parecen tener espacio en el mundo actual, favoreciéndose su transformación en fábulas, debido a que la ciencia pasó a ser fundamento no sólo de sí misma sino de otras áreas del conocimiento y la realidad social. Para metarrelatos salvadores, el siglo XX; imposible quedarnos con los mismos en el siglo XXI.
Lyotard, en diversos textos y entrevistas ha intentado, pues, responder a la siguiente cuestión: «¿Qué es el valor, qué es seguro, qué es el hombre?». Cuestiona: ¿Podrán pensar las máquinas? ¿Estarán dispuestas a sufrir? Porque su definición es que «pensar duele». Pensar obliga a enfrentarse a lo que ha hecho aparición, a lo que exige ser meditado y cuestionado. No es, pues, un tema de repetición y calculabilidad sin sentimientos. Eso, es otra cosa.
Todas estas cuestiones y más están presentes en el libro que nos ocupa. En el trasfondo subyace su preocupación de para qué sirve el conocimiento, además de «para ser vendido» y de «ser consumido para ser valorado», como si tuviera que justificarse por su «valor de uso», y no por el tesoro de ese conocimiento en sí.
Después de lo dicho, parece necesario que el filósofo se dedicase a la difícil tarea de preguntarse: «¿Por qué filosofar?» A la que opone en principio la respuesta más obvia, «¿por qué no?» que, a su vez, obliga a hacer nuevas preguntas.
La filosofía es ese duelo por la falta de unidad, idea que recoge de Hegel. Y aunque plantea si filosofar y desear van juntas, hay otros momentos en los que intuye que es la filosofía la que sigue al deseo, para acabar contestándose que no, que van juntas, que se despliega el deseo a través de la filosofía para encontrarse con lo Otro, lo que está más allá y no siempre alcanzamos a desvelar.
Durante el transcurso del ensayo también cita a Heráclito, que conocía bien ese tema de la pérdida de la unidad. Autor griego que también suele ser abundantemente citado por Hegel. Pérdida de unidad que siempre es comienzo de búsqueda de otra cosa. Porque en la discordia y la necesidad en que se desarrolla la vida, lo UNO es a la vez, unión y división. Y frente a esa realidad de lo absolutamente necesario, también está lo contingente, lo que surge por azar de la relación de los hechos, lo mismo ―y estos son ejemplos que toma del poeta Paul Claudel―: un bosquecillo que la Torre Eiffel. Este mismo sentido, esa disparidad entre lo verdaderamente necesario y lo contingente, lo podemos encontrar también en ejemplos aportados por Castoriadis.
Ese sentido de la contingencia, de lo que no ha sido todavía, pero puede llegar a ser, lo enlaza con la idea de Dios, presente en los hombres, y con la de la palabra en busca de sentido. ¿Es Dios, la idea de Dios, del Dios cristiano, una especie de código de referencia que está ahí y siempre estará? ¿Hay, como intenta definirlas Claudel, unas «ranuras», por las que se puede percibir o se cuele ese tipo de conocimiento o si se prefiere de sensibilidad?
Dice Lyotard que las palabras solas no bastan, necesitan de sentido, y que es precisamente eso, lo que siempre busca contener la filosofía que siempre parece esconderse un punto más allá como si no se pudiera atrapar jamás. Pero el sentido y la palabra no pueden trabajar separadas, deben hacerlo juntas. Y como la palabra «cambia lo que pronuncia», ese sentido dado, también afecta a aquel que va dirigido, y si me apuran, al que pronuncia. El sentido, por tanto, es lo importante, y las palabras su ayuda. Uno, a fin de cuentas, desde su propia individualidad, piensa socialmente. No es extraño, pues, nos dice, que «al mismo tiempo que uno se hace con la palabra, se hace con la persona». Y la palabra puede ser utilizada de muchas maneras y con muchos fines.
A Jean François Lyotard no le ofusca esta batalla de la filosofía en busca del deseo escondido. De aquello que está entre la gente (el deseo de lo que ha de ser, de lo que vendrá, de lo que esperan), sino que considera fundamental para la filosofía y con ello para la vida, rescatar ese sentido. Sin búsqueda no hay encuentro posible, no hay hallazgo, no se cumple esa Unidad, siempre en movimiento, siempre inconstante, desplegándose constantemente en un juego de voluntades infinito.
Pero ¿qué es la realidad? Es una realidad en permanente configuración, a la que unas cuantas estadísticas a modo de foto no pueden retratar. En este punto se percibe nuevamente la influencia de Hegel. Todo lo que hay son momentos y figuraciones. Wittgenstein tomará esto en cuenta tanto en el Tractatus como en Investigaciones filosóficas.
Resulta también relevante la crítica a un «existencialismo» que no aspira, según el autor, a ir más allá. Un vivir por vivir sin mayores expectativas. Ese vacío también llama a pensar. De ahí la cita de Hölderlin de que la filosofía comienza cuando Dios enmudece. Y comienza, permítaseme la ingerencia de esta apreciación, la lucha entre esos hermanos a los que llamamos Prometeo y Epitemeo; el primero, todo lo reflexiona, el segundo actúa sin pensar, tan comunes en la historia de nuestra humanidad.
Otros autores que cita, además de Heráclito, Hegel, Hölderlin o Claudel son Nicolás de Cusa, Alain y Marx.
Podemos, por tanto, resumir brevemente algunos de los importantes temas de fondo que propone en ¿Por qué filosofar? Además de la pregunta sobre por qué filosofar, el señalamiento del deseo que debe ser contenido por el sentido y expresado, si esto es posible, por la palabra. Vivir es también vivir con sentido, y también hace falta ponerlo en pie, saber que es, si se quiere llamar de este modo, una figura que nos invita a completar un ideal. Quizá otros lectores puedan ver otra cosa en este libro, pero yo me quedo con esa idea de que «pensar duele». Y duele de verdad, porque pensar nos hace dignos de una conciencia a la que intentamos mejorar y de la que nos hacemos responsables. Pensar nos impide hacer lo primero que nos viene a la cabeza, aquello que nos beneficiaría frente a lo que haría más difícil nuestra vida.
Vayamos, pues, por partes: «el deseo» no es carencia. «Ese deseo es una potencia creadora». Es el deseo la que tiene a la filosofía como tiene cualquier otra cosa. El deseo, también es el encuentro con lo Otro; es deseo de lo que ya se tiene aunque no se sepa. Y este deseo a través de la palabra y la reflexión es “logos”.
El «origen de la filosofía», es pues, la pérdida de la unidad. «Hay que filosofar porque se ha perdido la unidad». Cuando se tiene todo resuelto no necesitamos pensar, lo hacemos cuando tenemos dudas. La filosofía nace del luto de esa falta de unidad. Es bueno tener dudas. Gracias al concierto de contrarios se logra el Todo, pero ese Todo no es fijo, se está configurando constantemente, es una especie de duelo permanente por la falta de unidad y ahí la labor de reflexión, del amor a la sabiduría impregnado de sentimientos, de intuiciones; lo que pensábamos ayer, hoy no nos vale. De ahí, esa sensación, añado yo, de no reconocernos en quien antes fuimos; ese deseo también de intuir quién seremos mañana. El tiempo fluye y nosotros en él.
«Logos», dice, Lyotard: «El pensamiento circula en las palabras y las mantiene juntas», pero esto no alcanza para encontrar el sentido, hay que buscarlo, hay que dejarse llevar por él, hay que esperarlo, hay que encontrarlo, lo tenemos que saber ahí. Todo habla: hay que saber escuchar y sobre todo hay que encontrar, percibir, expresar el sentido que dirige a las palabras. Lo que está más allá de las palabras.
«El sentido»: «Cuando no encontramos las palabras, no es que sean ellas las que faltan a nuestro pensamiento, es más bien que nuestro pensamiento es el que falta a lo que le hace señales», el sentido. Dice Heráclito: «Oyéndome no a mí sino al logos». Por eso «Hay que oír ese sentido para poder decirlo».
«La palabra»: para Lyotard, «La palabra cambia lo que pronuncia»; lo hace visible, existente, lo desvela, lo pronuncia, pero también lo oculta. Expresa el filósofo que la «palabra viene de un lugar más lejano y profundo que el del hablante». Porta lo consciente y lo inconsciente, lo subjetivo y lo objetivo, trasciende, se revela, se muestra y se entrega; se anticipa. Si la palabra nombra a las cosas es para que adquieran sentido, son, en la medida en que son en oposición a otras. La lengua es una forma y no una sustancia. Es forma, hay que darle forma, creatividad, composicionalidad. La palabra conoce a quien la dice, quien la dice ha sido convocado al discurso, «el discurso filosófico no se pertenece a sí mismo, no se posee, y sabe que no se posee, y espera ardientemente no poseerse».
«Filosofía»: su valor está en que «arrastra más sentido que lo que ella quiere porque hace aflorar a la superficie sin designarlos, significados subterráneos y merece una audiencia similar a la del poeta o a la del soñador». La filosofía es más metáfora que concepto. «La filosofía procede de la irrealidad de la realidad», de aquello que está más allá de lo que busca ser dicho. Pero la filosofía nunca podrá colmar esa carencia de lo real. Si ese deseo se cumpliese, si esa carencia se colmase, no habría filosofía; la filosofía es en esa carencia de ser.
«Pensamiento y acción»: ambos van juntos. Ambos pueden servir a la tarea de la transformación del mundo. Para eso, el pensamiento tiene que ser acción en sí mismo. El pensamiento es el primer paso del resto de las posibles acciones. De ahí, como dice Jean François Lyotard: «Es posible la profunda analogía que hay entre hablar y hacer». Hablar y hacer como indicaba Marx deben buscarse mutuamente.
Pero aquí podríamos hacer un inciso, la de aquel motor inmóvil de Aristóteles, el que nos hace buscar la sombra si sentimos calor, beber si padecemos sed, huir si percibimos peligro. La naturaleza y el cuerpo, las relaciones con lo Otro, con los Otros, nos empujan a un hacer que no sabíamos íbamos a nombrar, a un actuar que no necesariamente pensamos.
En esta opacidad que es la realidad actual debido a la mundialización económica («globalización»), el enriquecimiento de unos pocos frente a muchos, la negación de derechos humanos fundamentales y el desastre ecológico, la filosofía tiene la necesidad de buscar el sentido de aquello que ya está entre la gente, aunque esta ni siquiera tenga conciencia de esos deseos, de cambio, de reforma, etcétera. Y también tiene la obligación de expresarlos.
El filósofo que expresa con convicción estas ideas, sin embargo, ve imposible una revolución proletaria porque «la razón se ha insertado en el capitalismo» y porque de producirse una revolución, siempre habrá una parte de la población que se convierta en casta para la otra. (Esa ha sido la gran lección del siglo XX). Y este problema de la «nueva casta» parece irresoluble. De ahí la gran desilusión de Jean François Lyotard frente a movimientos salvadores.
En suma, lo que nos ha dejado claro el filósofo es que «pensar duele»; lo compartimos.
Referencia editorial:
Jean François Lyotard ¿Por qué filosofar? Barcelona, 1989.