Pilar Alberdi
Hace muchos años, cuando nuestros hijos eran pequeños, en esa época en que necesitaban mil cuidados, los necesitan siempre, ya lo sé, pero en esa época digo, en que había que atender con celeridad una disputa por un juguete, una pequeña caída, yo me oía decir muchas veces con voz suave pero segura: «¡Qué paciencia hay que tener!» Y no era un mensaje para ellos, sino especialmente para mí. Sí, qué enorme paciencia hay que tener en sociedades de la prisa como las nuestras, en las que el tiempo no alcanza para lo más importante y todo se mide bajo un punto de vista utilitarista.
Hoy, cuando escucho la misma frase en nuestra familia, dicha por nuestros hijos, sonrío. La frase es como un manto, una ropa de abrigo que nos protege, que nos recuerda a qué atenernos. La paciencia es algo que se cultiva al amparo de la comprensión, el amor, y los cuidados.
Con el paso de los años, y sobre todo de un tiempo a esta parte, apareció en mis labios otra frase: «Nunca pensamos suficiente». Y es así, nunca, ni aún cuando nos lo proponemos. Como en una partida de ajedrez en la que solo alcanzamos a ver algunas combinaciones, ataques y posibles defensas, somos incapaces de apreciar y convocar a nuestro análisis, perspectivas, posibilidades, puntos de vista diferentes, que por una u otra razón nos resultan ajenos.
Ahora, cuando mi esposo me devuelve en espejo esa frase, especialmente cuando algo me preocupa y no alcanzo a encontrar la respuesta perfecta, ¿acaso la hay?, le escucho decir: «Nunca pensamos suficiente».
En la vida, las personas nacen en culturas diferentes en las que tienen que desarrollarse. Lógicamente, al principio, hacen suyas las creencias que imperan en su entorno, las de su familia especialmente; pero también poseen la capacidad de dudar de ellas y ponerlas, al menos para el desarrollo de su propia vida, en duda. Pongamos, por ejemplo, el tema de la vida y de la muerte. ¿Qué entendían por esto las sociedades anteriores? ¿Y la nuestra? ¿Qué aportaron sobre estas cuestiones las tradiciones, la religión, el derecho? ¿Qué resultó de obligado cumplimiento, y qué no, y en qué momento? ¿Cómo se forman los conceptos de bien-mal, correcto-incorrecto? ¿Qué efecto perdurable tienen para el desarrollo emocional e intelectual de nuestras vidas, eso, tan fundamental, sin duda, que llamamos: «conciencia»? ¿Y la responsabilidad?
Además de no pensar suficiente, no siempre hemos pensado lo mismo. Yo, por ejemplo, hacia mis 16 años, en una época en que apenas se hablaba de ello, pensaba que la eutanasia podía representar algo positivo para una persona en una delicada situación, como una enfermedad terminal. Hoy, después de haber vivido el fallecimiento de mis padres tras largas complicaciones físicas, siento que no es así. Los dos, pese a sus enfermedades hubieran deseado vivir un poco más. Cuando él salía del hospital tras una crisis de salud, soñaba y así lo expresaba con ir a comer unas alubias rojas a Tolosa. Cuando ella lograba superar una recaída, regresaba a casa, dispuesta a ponerse su sombrero de jardinera y cuidar las plantas, y hasta donde le fue posible iba a ver el mar o a pasear por el mercadillo, el «baratillo de los miércoles» como se le llama por aquí, ese espacio callejero donde los vecinos se encuentran, compran frutas y verduras, y se saludan con renovada convivencia. Y ese tiempo fue para nosotros, el de otra frase: «Hacer las cosas bien hasta el final», y el final, es entre otros muchos finales posibles, el de nuestros mayores cuando sus fuerzas fallan y más que nunca precisan algo fundamental: amor y un profundo respeto, y si es el caso, cuidados paliativos.
El problema de las leyes que se aprueban, aunque nazcan con el mejor propósito o pretendan atender expectativas nuevas, es que con el tiempo van derivando en eso que se ha dado en llamar «pendientes resbaladizas», ya porque se las amplíe en la práctica más allá de lo que pretendían, ya porque queden sin actualización o porque no se atienda a razones que ponen en duda los resultados.
Por eso parece fundamental leer libros como este que voy a comentarles: Eutanasia. Lo que el decorado esconde. Reflexiones y experiencias de profesionales de la salud publicado por la Ediciones Sígueme. Los artículos y opiniones recopilados son expresión directa de los más de 20 años de aplicación de la ley de eutanasia en Bélgica, e incluyen, además, de la opinión de médicos (oncólogos, hematólogos, psiquiatras, etc.) y enfermeros, las de varios filósofos que analizan lo sucedido.
Escuchamos así las reflexiones de Timothy Devos, Jacques Ricot, Herman de Dun, Eric Vermeer, Catherine Dopchie, Willem Lemmens, An Haeckens, Rivka Karplus, Marie Frings, Benoit Beuselinck, Julie Blanchard y François Trufin.
Algunas de las preguntas que se plantean remiten a estos temas: ¿por qué personas para las que en principio no fue dictada esa ley acaban recibiendo eutanasia, como es el caso de personas con principio de Alzeheimer o demencia senil? ¿Es esta la mejor solución que la sociedad puede ofrecer? ¿Qué presión ejercen o intentan ejercer los pacientes y los familiares al margen de la opinión médica? ¿El encarnizamiento sanitario y la eutanasia son los dos polos de un mismo problema? ¿Cómo se ha pasado de una eutanasia para casos de enfermedad terminal a los de suicidio asistido? ¿De qué clase de compasión hablamos? ¿Por qué en nombre de una supuesta «tolerancia» se pretende negar la «objeción de conciencia» de los profesionales sanitarios que no están dispuestos a hacerla ni a colaborar en una eutanasia? ¿Por qué los formularios dedicados a este tema no reflejan el nombre del médico (aunque sí queda constancia para las autoridades) y por qué en la casilla correspondiente a la causa del deceso solo se puede marcar «muerte natural»?
Lo que estos profesionales denuncian, intentando respetar a todas las partes, es una posible instrumentalización de la profesión médica, mientras el número de solicitudes de eutanasia aumenta, y no por causas de un deterioro físico grave y terminal, sino por justificaciones psíquicas en donde, si se buscan las causas profundas, se pueden hallar motivos como el temor a ser abandonado, dificultades económicas, alejamiento de la familia o de los hijos, soledad, depresión, frustración existencial o falta de sentido de la propia vida, que seguramente necesitan otra clase de ayuda.
Entre las frases expresadas por estos profesionales están las siguientes: “Eutanasiar es dejar de acompañar” (Julie Blanchard) o “hay que cuidarse mucho de concluir que todos los que piden la eutanasia, lo que realmente desean es morir” (An Haekens) o “los enfermos aislados, con pocos contactos familiares les cuesta más encontrar un sentido a la vida que a los otros, bien arropados” (Benoit Beuselinck).
Y no solo hay palabras de estos profesionales sino testimonios de personas allegadas que han pasado por estos trances. Hijos que no han estado de acuerdo con la decisión que han tomado sus padres, y con la que se han encontrado de un día para otro, ya realizada.
Escribo esto en Málaga, con una lluvia persistente mientras en Madrid nieva, y en alguna zona de España se registraron ayer temperaturas de -34º. Es la consecuencia de la borrasca Filomena, a su paso por España. Así, esta mañana, mientras me duchaba en un ambiente hogareño cálido gracias al aire acondicionado, no he podido dejar de pensar en ese frío, y en los habitantes de la Cañada Real de Madrid, sin acceso a la corriente eléctrica desde hace más de tres meses. Esta carencia, la falta de suficiente calefacción, ha llevado a algunos de sus habitantes a las urgencias de los hospitales con problemas causados por neumonías y, en los niños, especialmente, por bronquiolitis. Tardes oscuras las de este invierno, en los que esos pequeños y adolescentes deben utilizar velas para hacer los deberes escolares. La situación no cambia, y la política no actúa. Y la Constitución cuyo valor tanto se reclama no parece estar presente para estos temas. Porque a las leyes son las personas las que las hacen actuar.
Sé que mis lectores comprenden el sentido de este enlace: no es una ley, lo que humaniza, son las personas. Por ejemplo, las personas que anteayer, cuando en Valencia comenzó un incendio en una residencia de ancianos, y hubo que sacar de urgencia a los mayores en pijama, los vecinos del lugar corrieron a llevar mantas con las que arroparlos, agua, o mascarillas contra la Covid-19, mientras los iban trasladando a hospitales, otras residencias o a los domicilios de sus familiares.
El otro nos humaniza; siempre es el Otro.
Nota: creo que también pueden ser de interés para el lector los libros de Elisabeth Kübler-Ross, y su conocimiento sobre lo que las personas piensan de sus vidas cuando sus días están a punto de apagarse. O el libro de Viktor E. Frankl, El hombre en busca de sentido. En la edición que yo tengo de Herder, en la página 168, este psiquiatra comenta cómo mientras que para algunas personas los días de su vida son solo parte de las hojas que caen del calendario, para otras, activas críticamente, son hojas vivas, destinadas a ser conservadas, archivadas, incluso con notas al dorso.