miércoles, 9 de julio de 2025

MARÍA ZAMBRANO: PERSONA Y DEMOCRACIA

 



Pilar Alberdi


«Ser hombre es ser persona, y persona es: una soledad dentro de una conciencia». M.Z.

 

En este libro, pura reflexión del quehacer del siglo XX, María Zambrano reclama la «conciencia despierta» de la Historia, aquella que permite imprevistamente la revelación de la verdad para la masa de los hombres: es decir, para aquellos que habitualmente no tienen decisión, y simplemente la padecen. En tiempos de crisis, esa «conciencia» antes demorada, «desatendida» dice ella, se interpone, se hace presente.

Si bien en épocas normales el devenir de los días es seguro y hasta previsible, es solo cuando surge de repente lo imprevisto (una guerra, una revolución, un desastre natural, otro tipo de amenaza…) cuando el hombre se ve interpelado y, para desgracia suya, la mayoría no tiene respuestas, y si llegase a tenerlas no pasarían generalmente de una queja del estilo de: «Esto no lo vi venir», «¿Cómo puede ser?», pura interjección florida, vacía de sentido, o al menos de un sentido que se exprese más allá de la palabra y la búsqueda de culpables.

La Historia, aplicable a todas las instituciones, incluida la familia, la pareja, la amistad, siempre se manifiesta como realmente es, en un contexto trágico, siempre a causa de la traición y la mentira. El problema, viene a decirnos Zambrano, es la idolatría, pongamos por caso al político o el partido de turno. «El ídolo es lo que se alimenta de esa adoración o entrega sin medida» mientras en silencio produce una víctima. Cuando el ídolo cae no queda nada. Bueno, sí, la Esfinge, la copia, la estructura de lo que fue esa idealización y ahora su vacío. De este modo: «toda persona convertida en ídolo defrauda», toda institución también. Correcto: toda persona, patria, sociedad, supremacismo étnico, defrauda. El ideal convertido en ídolo acaba siempre destruido. Su máxima glorificación, es decir, su soberbia, anticipa su caída o como referían los griego a toda hybris (desmesura) le llega su némesis (castigo). Apunta Zambrano: «No hay palacio renacentista, ni castillo medieval, que no tenga la prisión bajo los salones». Y muchas veces, el propio palacio o castillo, enteramente lo es. Sobran ejemplos en la Historia. El ideal y sus sombras.

Cuando el ídolo finalmente cae, pues este era su inevitable final, es sacrificado, se torna víctima el victimario; solo entonces, cuando su debilidad revestida de soberbia es mayor, se anuncia la «igualdad» con la víctima; añadiría yo, hasta la aparición de un nuevo ídolo, ya sea que estuviera presente o sea de futura gestación y una nueva víctima propicia. Nuestra Historia y nuestra vida está repleta de estos casos. «La historia trágica ―explica Zambrano― se mueve a través de personajes que son máscara». Pero cuanto más se torna máscara, la persona, la institución convertida en ídolo, antes cae; y ya no es capaz de sostener su función.

Las personas necesitan un proyecto estable para avanzar e ir confiados hacia al futuro. Hoy se habla así de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Años de democracia perturbados por el neoliberalismo triunfante y globalista y el capital cada vez en menos manos. Pero hay un peligro, el deseo, siempre vigente de «absolutismo», que subyace en las nuevas propuestas. Lo podemos apreciar en palabras que ya no se sabe bien qué significan pero que se continúan utilizando, como «progreso». ¿Qué significó en el siglo XIX? ¿Un avance a partir de la tecnología? ¿Qué significa hoy? ¿Una prevención contra una tecnología utilizada para devaluar al hombre y tenerle controlado?

Hay que luchar y mucho contra los ídolos. Las religiones monoteistas lo hicieron, a veces, lo olvidamos, pero su fuerza nace, precisamente de ese fundamento, así tenemos a Yahveh («el que Es», y a Mahoma derribando las estatuillas de dioses varios, frente a un único Dios, para el que no será necesaria una representación idolátrica, o a Jesucristo entrando en el templo para recordar a los que allí estaban, que el templo no es un mercado. O en el caso de las «creencias orientales» a Budha renegando de algunas de las prácticas de los brahamanes.

En apenas un par de páginas de este libro, María Zambrano se pregunta cómo utilizan el pueblo y la masa el lenguaje, en un tiempo, el siglo XX, en el que todavía tenía vigencia la palabra «pueblo», hoy prácticamente en desuso. Evidentemente, la diferencia entre ambos lenguajes resulta abismal y se rige por directrices diferentes. Veamos: el lenguaje del pueblo tiende a la objetividad, es indirecto, se apoya en verbos, pertenece a una población concreta y está basado en un legado cultural. No solo recoge la sabiduría de las sentencias, proverbios, aforismos, sino esa intuición, ese conocimiento y esa clase de respeto con una base moral firme. «Está cargado de alusiones, de sugestiones y… de silencios» (pág. 202), nos dice.

Por el contrario, el lenguaje de la masa «plagado de adjetivos de un repertorio muy escaso» es simplificado, subjetivo, directo, huye de la complejidad, y es en este hecho en donde se expresa ―nos dice la autora― ese peligroso «deseo de absolutismo», propio de los «principios dogmáticos» que emplea esa «rigidez de pensamiento» que no va a lo profundo. (Idem).

La masa es más proclive a aquello que Tocqueville llamó : «el imperio de la mayoría»». Aplicable a gentes cosmopolitas que gustan hoy de ver en cada ciudad a la que llegan, la que han dejado atrás, y para las que el mundo es mundo si pueden viajar por él. Masa que prefiere el «orden», sea cual sea este, por ser más fácil de entender que el «caos», aunque este en ciertos momentos de la Historia sea inevitable y a nivel teórico necesario, al menos, tanto como el orden

Pero la verdadera democracia no pasa por ahí, no, no pasa por personas cuya aspiración máxima es hacer un turismo low cost, y subir las fotos a sus Redes Sociales, sin haberse aprovisionado de un bagaje cultural. La democracia (si todavía es posible llamar así a lo que actualmente padecemos) pasa por una persona reflexiva y responsable capaz de sostener sus ideas frente a una mayoría que discurre indiferente por la vida, sin atisbar las razones últimas de cuanto ocurre. «Se diría que para el hombre solo son visibles ciertas realidades; más aún, solo es visible la realidad en tanto que tal, después de haberla padecido largamente y como en sueños, en una especie de pesadilla, es decir, cuando ya no queda otro remedio que apreciarla. Ver la realidad como realidad es siempre un despertar a ella. Y sucede en un instante» (pág. 30). Y ¿cómo es ese instante? Ella también lo dice: «Es el instante de la perplejidad que antecede a la conciencia y la obliga a nacer. Y el de la confusión, ya que nada azora tanto como encontrarse consigo mismo» (Idem). Como vemos, pura tragedia griega en su máximo esplendor, historias donde el o la protagonista, como Edipo, actúa sin saber las consecuencias verdaderas que tendrán sus actos, no solo para él, sino para los demás. Porque nuestra responsabilidad y esto hay que recordarlo siempre nunca es solo personal, atañe a las vidas de los demás. Consciente de esto, la filósofa nos alerta: «Una de las debilidades del hombre europeo de finales y principios de siglo ha sido el no creer en el absurdo, en el horror, en el crimen gratuito, en lo diabólico. El haber olvidado que ciertas cosas, ciertos horrores, habían sucedido ante nosotros hacia no tanto tiempo, y el no haber sospechado que podían suceder de nuevo bajo otra máscara, y por otros motivos, pues de ciertos horrores lo importante es que ocurran. Que el hombre y el hombre civilizado, haya sido capaz de cometerlos; los motivos… Se inventan» (pág. 105).

A mucha gente le ocurre eso de no creer «en el absurdo, en el horror, en el crimen gratuito, en lo diabólico». ¡Cuánto deberían hacernos reflexionar esas palabras sobre la maldad del hombre y sus consecuencias!



Referencias:

Zambrano, María. Persona y democracia. Alianza. Madrid, 2019.


Nota: Puedes escuchar este artículo en el siguiente enlace.

 

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