sábado, 23 de febrero de 2019

COLETTE: UNA ESCRITORA FIEL A SÍ MISMA




Pilar Alberdi

Tengo varias fotografías de Colette frente a mí, y la veo: seria, seria; gata, gata … Así percibo yo a Colette (1874-1954), una escritora poco conocida en España, a no ser por la reciente película de Wash Westmoreland. ¿Le hace justicia? Sin duda. Es la imagen resignificada y actualizada a tenor de los tiempos que corren de una mujer camino de su liberación: la escritora encerrada por su primer marido en una habitación para que escriba las obras que él firmará poco después, la amante de otras mujeres y otros hombres, la libertina, justiciera, rebelde, y también la convencional con sus tres matrimonios, su maternidad, y la búsqueda del éxito social, pero sobre todo de su seguridad económica. Ella se describió como una empresaria, capaz de obtener buenos dividendos por sus obras, a través de las publicaciones, la representación teatral y el cine. Lo fue, sin duda, y eso le permitió enfrentarse a la vida. Pero también fue más cosas: una adoradora de la naturaleza y los animales; una adolescente orgullosa disimulada bajo las capas de los años. Y aunque hoy una película la haya subido a la tribuna y le haga justicia, con un toque actual y feminista, no puede poner sobre la mesa su literatura, esa feliz destilación de palabras y sentimientos que reúne en algunas de sus obras, aunque ponga por boca de Colette, la frase: «La mano que sostiene la pluma escribe la historia». Para llegar a Colette, hay que leerla.
Por eso, el deleite expresivo de las secuencias cinematográficas, la excelente actuación de las actrices y actores, no puede compararse, aunque se aproxime a la figura de la escritora, con una lectura de sus obras. En este sentido, pondré de ejemplo, Sido, una pequeña pero intensa narración de ambiente familiar donde retrata su vida en el pequeño pueblo de Saint-Sauveur, en la Puisanye francesa, en un entorno en donde las casas se unían por detrás en amplios patios y jardines, con sus huertos. Escribirá: «Oh, amable vida civilizada de nuestros jardines! […] Veranos casi sin noches porque me gustaba ya tanto el alba, que mi madre me la concedía como premio» para poder ser la primera en pisar el campo, en recoger arándanos, en espiar la eclosión del sol.
Imaginemos, si nos es posible, una vida sin radio ni televisión, donde sus hermanos, como ella explica, leen a todas horas, y los gatos son una especie de parte matereológico diario. «Va a helar, la gata baila». […] «Cuando se trata de un leve viento pasajero, la gata se enrosca en forma de turbante con el hocico incrustado en el movimiento del rabo», es la madre quien habla por boca de la escritora. «Y si se trata de un gran frío, el gato resguarda la planta de sus patas delanteras y las dobla en forma de manguito». De la madre, «Sido», diminutivo de Sidoney, nombre que también lleva Colette, es de quien recibe ese agudo sentido de la observación. Es un tiempo en que las «visitas» se devuelven, y si sobran flores y frutos se envía a los hijos a repartirlos entre los vecinos.
El padre de Colette, es para la madre, su segundo marido. Tras su fallecimiento la familia descubrió en los últimos estantes de su biblioteca personal unos cuadernos en blanco en donde había escrito los títulos de obras nunca escritas, de las que tampoco había algún resumen o idea. Fue para el conjunto familiar, la revelación de que habían tenido en la familia alguien que había mantenido en secreto «la ilusión de una carrera de escritor». Precisamente lo que Colette sería después, lo que su padre no llegó a saber, y a ella le dolía, porque además, pensaba le había conocido poco. «Amargamente; ahora estoy segura de ello, el ausente necesita tiempo para recobrar su verdadera forma en nosotros. Muere, madura, se fija. “¿Eres tú? ¡Por fin…! No te había comprendido. Nunca es demasiado tarde, puesto que he comprendido lo que mi juventud me ocultaba en otro tiempo, mi animado, mi alegre padre mantenía interiormente la tristeza profunda de los amputados. No nos dábamos cuenta apenas de que le faltaba, cortada por arriba del muslo, una pierna. ¿Qué hubiéramos dicho viéndolo andar de pronto como todo el mundo?» Aquellas hojas blancas ―explicará Colette― las usarían posteriormente para escribir recetas de cocina, forrar frascos de confituras, y hasta para ser emborronadas por los niños de la familia. «El capitán» como era conocido, por su participación en la Primera Guerra Mundial, donde perdió una pierna, construía para divertimiento de Colette casitas de escarabajos, con sus puertas y ventanas, y barquitos de madera. Y así, mientras este hombre según la observación de Colette, «amaba sin medida» a su madre, Sido lo hacía «con un amor invariable», y respetuoso. Una madre que para saber la hora no consultaba el reloj, sino la altura del sol sobre el horizonte; que conocía como la mejor de las campesinas todos los nombres de las flores y árboles de la región, y que escapaba todos los años unos días a París, quizá con la secreta intención de recuperar sus años juveniles, marcó la curiosidad de conocimiento de Colette.
La relación que unía a la madre con los gatos, pasó también a Colette, ocupando un espacio significativo en su vida. Escribió: «el único riesgo que se corre con los gatos es el de aumentar el conocimiento». No le faltaron perros. Y ¿qué le daban los perros? «Lejos de mi intención olvidaros, perros vehementes, maltratados, hartos de nada, ¿cómo podría pasarme sin vosotros? Os soy tan necesaria… Vosotros hacéis que yo sienta lo que valgo».
En una colección de artículos, Los zarcillos de la vid, entre otros temas, ajusta sus cuentas con el tiempo. Lo hace especialmente en el artículo titulado: «Ensueño de Año Nuevo». Dice: «Heme aquí una vez más, como al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma. Un año más… ¿para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podría devolverme la pueril solemnidad de los días de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba cambió para mí la forma de los años». Los años ya no volverán a ser «aquella cinta desenrrollada que de enero ascendía a la primavera», luego al verano y finalmente subía hasta llegar al próximo Año Nuevo. Era aquel, el tiempo lento de los años juveniles… El espejo en que se mira, y al que le habla, no le devuelve ya a la adolescente que fue, pero continúa admirándola en la lejanía; sabe que ya nunca volverá a tener aquel orgullo, aquella arrogancia salvaje. Se conduele, y al mismo tiempo se consuela: «Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria». Finalmente, dirá: «Sigue el camino, tiéndete solo para morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme privilegiada…»
«Duerme privilegiada…» Sí, privilegiada, por haberse mantenido, fiel a aquella adolescente, por no haberla abandonado nunca.
Colette, también fue la mujer que voló en globo, en dirigible, en avión; la periodista que lamentaba no poder vestirse como los hombres porque así la policía no le pondría reparos para acercarse a la escena de un crimen; con el tiempo recibió el Premio Goncourt ,y en sus últimos años la hicieron miembro de la Academia.
Y así, mientras miro sus retratos, estas imágenes que ahora me ofrece Google, pienso: «Ahí está: «seria, seria; gata, gata», Colette, la vieja adolescente, fiel a sí misma.


Referencias: Las citas corresponden a los libros. Sido. Ediciones G. P., Barcelona, 1972, y Los zarcillos de la vid, Plaza & Janés, Barcelona, 1983.


Artículo publicado en El Cuaderno, febrero 2019.

jueves, 7 de febrero de 2019

EL EFECTO MATEO


Pilar Alberdi

¿Es la mitad de la población sadomasoquista? Así lo pensaba Erich Fromm en su Anatomía de la destructividad humana. El sadomasoquista, al mismo tiempo que es capaz de doblegarse de modo abyecto ante la autoridad, se impone despóticamente sobre sus inferiores en cuanto tiene ocasión. Una sociedad en cuyos platos de la balanza podemos observar esta condición existencial se vuelve peligrosa, según la época, y aún más cuando una gran masa de la población se torna necrófila. Hitler fue un necrófilo. Es decir, un necrófilo, en casos como el suyo, es aquel que no se contenta con ver sufrir a otro bajo su sometimiento, sino que aspira a su aniquilamiento. En suma, una sociedad que necesita dominar a otros es la que ha dado éxitos a obras recientes como 50 sombras de Grey. Pero, tal vez, debamos partir para analizar estos hechos, no solo de lo exterior, sino mirando hacia nuestro interior, doblemente oculto por la máscara cultural y la personal.
Por este motivo, voy comenzar este acercamiento al autoritarismo y la agresividad con autores cristianos, una es Madeleine Delbrél (1904-1944), y otro, Herman Broch (1886-1951), escritor de origen judío convertido al catolicismo en su madurez, para continuar con otro de origen sefardí, pero no católico, Elías Canetti, porque me parece que en sus palabras se encuentra una noción de humanismo que, cuanto menos, es garante de la conciencia de la existencia del Otro, y del enorme temor que tienen los que dominan, a la muerte, esa que no quieren para sí, pero que otorgan con desmesurada ira a los demás.
Lo primero que señalan algunos de estos autores, por ejemplo Herman Broch, es que el Estado tiene su ideología. Dentro de esa ideología que hace posible al Estado, y que no fue otra cosa en sus comienzos que la suplantación de las creencias religiosas por un Estado confesional, capaz como en el pasado lo hicieron las religiones, de inaugurar un doloroso camino de guerras y enfrentamientos para el despliegue de su colosal obra. El Estado como ideal suponía una mejora de la vida en la tierra, pero sabemos que no solo eso, también sería raíz generadora de males como el colonialismo, con su carga xenófoba y racista, y base sustancial para el surgimiento —entre otras— de las dos guerras mundiales.
La escritora Madeleine Delbrél, por su parte, nos recuerda que «esos últimos» [citados en el Evangelio], para los que existe la promesa de convertirse en los primeros, no son unos «“últimos” imaginarios, ni siquiera unos últimos a nuestro estilo». No. Sencillamente, «Son los últimos que los hombres toman por últimos sin preguntarles su opinión; personas que deben pedir todo a los demás, porque no tienen nada, que les permita tener algo». Son, en definitiva, unas personas que reciben de los demás, no aquello que más necesitan, sino la condición de «últimos», con las terribles consecuencias que esto pueda suponer.
Hegel asumió el juego de la razón utilitarista de la Historia como la lucha de los pueblos o de las culturas o, mejor cabría decir de los juegos de poder, por eso sitúa a «los últimos» (personas o conglomerado de personas reunidas en pueblos, naciones o Estados) como aquellos que pareciendo, por la fuerza de otros más poderosos, más débiles e inferiores, son rechazados, deportados, vencidos, sometidos, aniquilados; simples descartes humanos para la burguesa «trinidad hegeliana» constituida por la Razón, Dios y el Estado.
Si para Husserl, el papel del filósofo debía ser el de convertirse en «el defensor de la humanidad»; algo imposible desde los planteamientos de Hegel que está del lado de los triunfadores, es decir, de una mínima parte de la humanidad; para Herman Broch, «La filosofía ha perdido el principio del conocimiento que se ha hundido muy hondo» (La muerte de Virgilio) desde que surgió en el pasado. También para Broch, un escritor verdadero debería estar por entero, enfrentado a su época, porque la luz que nos ilumina, social, política, etc., no es más que un fuego fatuo, mientras nos conducimos a la muerte. Frente a este «valor cero» o falso valor de la muerte, aquí Broch demuestra el interés que sintió en su madurez por la lógica matemática, el verdadero valor, tiene que estar en la vida. No puede haber conciliación con la muerte, y no puede darse a otros impunemente. De hecho, la mirada crítica hacia la muerte es razón suficiente para potenciar la vida, pero cómo o en qué sentido, ahí radica la importancia del tema.
Quizá, a algún lector pueda parecerle extraño que Broch se convirtiera al catolicismo, del mismo modo que en su día también lo hicieron Oscar Wilde y Gilbert Chesterton, mientras otros manifestaron un acercamiento consecuente como fue el caso de Henri Bergson, quien finalmente optó por mantenerse dentro de la religión judía por no parecer traidor al destino de los suyos.
Algunos de los escritores que he citado vivieron y padecieron las dos últimas guerras, por eso pueden presentar estos temas de manera aguda. El horror no es algo que haya quedado al margen de sus vidas. Y la peste que asoló el siglo XX, tenía claramente la forma del fascismo.
Elías Canetti nos recuerda en el largo ensayo La conciencia de las palabras que el deseo innato que mueve al hombre a seguir adelante en la vida es el de la «supervivencia». De ahí, que no debería extrañarnos que la paz solo encubre otras guerras, especialmente económicas, de dominio comercial, que son en general, espacios de preparación para las que vendrán.
Como el poder y la supervivencia están imbricados, a más poder, mayor deseo de supervivencia, y también mayor negación de aquello que aparece como débil, pero cuya presencia resulta por alguna razón, amenazante. Ninguna de estas prácticas sería posible masivamente sin un discurso que las estimule.
El deseo que hoy recorre Europa con la aparición en varios países de grupos y partidos neofascistas manifestándose abiertamente a favor de la expulsión de inmigrantes, aclaremos, de inmigrantes pobres, de Oriente Medio o África y de religión musulmana, solo habla, y esto es lo trágico, del deseo de supervivencia del hombre común europeo frente a la crisis económica y política ―propia de la globalización y del cambio climático―, del que sin duda es parte responsable, y que ha afectado a su modo de vida; pero muy especialmente por otra pérdida: la de valores que incluyen el reconocimiento de la dignidad humana, sin cuya base es imposible nuestra humanidad común o aquello que consideramos garante de la misma. Afirma Canetti: para el que tiene poder «el placer que le causa sobrevivir va aumentado con su poder» y esto le permite ceder a sus deseos de doblegar e imponerse al Otro. El último y verdadero deseo que subyace en esta supervivencia es el de sobrevivir a grandes masas de personas. ¿Recuerdan al personaje de Ismael en Moby Dick? Igual que Job, sólo él escapó para contarlo. ¿No creen que en el fondo del pensamiento de todos subyace esa idea? ¿En qué piensan los ricos que se construyen bunkers? ¿De qué hablan aquellos científicos que explican que la salvación de la humanidad depende de los viajes al espacio? Al margen de todas las connotaciones religiosas que muestra la obra de Melville, explicada por el propio autor en su correspondencia, en donde la ballena blanca es la representación de Dios y el capitán Ahab del demonio (hombre), me pregunto: ¿el obrero europeo que se suma a las ideas de expulsión de inmigrantes más pobres que él, qué siente? ¿No será, acaso, poder? ¿Tal vez encubre en su ocultamiento psicológico, la idea de su propia salvación a partir del apartamiento o la destrucción del Otro? ¿Hasta dónde puede ser posible este desconocimiento si advertimos sus consecuencias?
Desgraciadamente, en esta vida se impone a diario lo que se ha dado en llamar «el efecto Mateo», concepto utilizado por primera vez por el sociólogo Robert K. Merton y que remite al Evangelio de Mateo: «Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará». Algo que se repite de muchos modos en la vida. Y solo pondré un par de ejemplos: si tienes dinero los bancos te darán más dinero; o el del propio Merton, si eres un científico muy citado en artículos, lo serás más.
Este es el horror y nosotros debemos conocerlo, debemos saber que existe dentro nuestro, que el poder no es algo que está en otra parte, sino que somos parte de él; «circula en cadena» según la acertada definición de Foucault, y que la tentación de ser más que el Otro, de sentirnos más seguros, nos determina, y que domesticar estos impulsos es propio de gente que reflexiona. «No nos engañemos, nunca seremos buenos» decía Herman Broch. No, ser bueno es casi un imposible, porque ser bueno es ser manso y tener en consideración a los demás; ser bueno es casi imposible por nuestra propia constitución y por la moral utilitarista que rige la época. Y considerar que por ser ciudadanos de un Estado esto nos permite negar al Otro, ocultando la humanidad que nos reúne, no deja de ser una absurda idolatría.



Artículo publicado en El Cuaderno, febrero 2019.