Pilar Alberdi
Tengo varias fotografías de Colette frente a mí, y la veo: seria, seria; gata, gata … Así percibo yo a Colette (1874-1954), una escritora poco conocida en España, a no ser por la reciente película de Wash Westmoreland. ¿Le hace justicia? Sin duda. Es la imagen resignificada y actualizada a tenor de los tiempos que corren de una mujer camino de su liberación: la escritora encerrada por su primer marido en una habitación para que escriba las obras que él firmará poco después, la amante de otras mujeres y otros hombres, la libertina, justiciera, rebelde, y también la convencional con sus tres matrimonios, su maternidad, y la búsqueda del éxito social, pero sobre todo de su seguridad económica. Ella se describió como una empresaria, capaz de obtener buenos dividendos por sus obras, a través de las publicaciones, la representación teatral y el cine. Lo fue, sin duda, y eso le permitió enfrentarse a la vida. Pero también fue más cosas: una adoradora de la naturaleza y los animales; una adolescente orgullosa disimulada bajo las capas de los años. Y aunque hoy una película la haya subido a la tribuna y le haga justicia, con un toque actual y feminista, no puede poner sobre la mesa su literatura, esa feliz destilación de palabras y sentimientos que reúne en algunas de sus obras, aunque ponga por boca de Colette, la frase: «La mano que sostiene la pluma escribe la historia». Para llegar a Colette, hay que leerla.
Por eso, el deleite expresivo de las secuencias cinematográficas, la excelente actuación de las actrices y actores, no puede compararse, aunque se aproxime a la figura de la escritora, con una lectura de sus obras. En este sentido, pondré de ejemplo, Sido, una pequeña pero intensa narración de ambiente familiar donde retrata su vida en el pequeño pueblo de Saint-Sauveur, en la Puisanye francesa, en un entorno en donde las casas se unían por detrás en amplios patios y jardines, con sus huertos. Escribirá: «Oh, amable vida civilizada de nuestros jardines! […] Veranos casi sin noches porque me gustaba ya tanto el alba, que mi madre me la concedía como premio» para poder ser la primera en pisar el campo, en recoger arándanos, en espiar la eclosión del sol.
Imaginemos, si nos es posible, una vida sin radio ni televisión, donde sus hermanos, como ella explica, leen a todas horas, y los gatos son una especie de parte matereológico diario. «Va a helar, la gata baila». […] «Cuando se trata de un leve viento pasajero, la gata se enrosca en forma de turbante con el hocico incrustado en el movimiento del rabo», es la madre quien habla por boca de la escritora. «Y si se trata de un gran frío, el gato resguarda la planta de sus patas delanteras y las dobla en forma de manguito». De la madre, «Sido», diminutivo de Sidoney, nombre que también lleva Colette, es de quien recibe ese agudo sentido de la observación. Es un tiempo en que las «visitas» se devuelven, y si sobran flores y frutos se envía a los hijos a repartirlos entre los vecinos.
El padre de Colette, es para la madre, su segundo marido. Tras su fallecimiento la familia descubrió en los últimos estantes de su biblioteca personal unos cuadernos en blanco en donde había escrito los títulos de obras nunca escritas, de las que tampoco había algún resumen o idea. Fue para el conjunto familiar, la revelación de que habían tenido en la familia alguien que había mantenido en secreto «la ilusión de una carrera de escritor». Precisamente lo que Colette sería después, lo que su padre no llegó a saber, y a ella le dolía, porque además, pensaba le había conocido poco. «Amargamente; ahora estoy segura de ello, el ausente necesita tiempo para recobrar su verdadera forma en nosotros. Muere, madura, se fija. “¿Eres tú? ¡Por fin…! No te había comprendido. Nunca es demasiado tarde, puesto que he comprendido lo que mi juventud me ocultaba en otro tiempo, mi animado, mi alegre padre mantenía interiormente la tristeza profunda de los amputados. No nos dábamos cuenta apenas de que le faltaba, cortada por arriba del muslo, una pierna. ¿Qué hubiéramos dicho viéndolo andar de pronto como todo el mundo?» Aquellas hojas blancas ―explicará Colette― las usarían posteriormente para escribir recetas de cocina, forrar frascos de confituras, y hasta para ser emborronadas por los niños de la familia. «El capitán» como era conocido, por su participación en la Primera Guerra Mundial, donde perdió una pierna, construía para divertimiento de Colette casitas de escarabajos, con sus puertas y ventanas, y barquitos de madera. Y así, mientras este hombre según la observación de Colette, «amaba sin medida» a su madre, Sido lo hacía «con un amor invariable», y respetuoso. Una madre que para saber la hora no consultaba el reloj, sino la altura del sol sobre el horizonte; que conocía como la mejor de las campesinas todos los nombres de las flores y árboles de la región, y que escapaba todos los años unos días a París, quizá con la secreta intención de recuperar sus años juveniles, marcó la curiosidad de conocimiento de Colette.
La relación que unía a la madre con los gatos, pasó también a Colette, ocupando un espacio significativo en su vida. Escribió: «el único riesgo que se corre con los gatos es el de aumentar el conocimiento». No le faltaron perros. Y ¿qué le daban los perros? «Lejos de mi intención olvidaros, perros vehementes, maltratados, hartos de nada, ¿cómo podría pasarme sin vosotros? Os soy tan necesaria… Vosotros hacéis que yo sienta lo que valgo».
En una colección de artículos, Los zarcillos de la vid, entre otros temas, ajusta sus cuentas con el tiempo. Lo hace especialmente en el artículo titulado: «Ensueño de Año Nuevo». Dice: «Heme aquí una vez más, como al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma. Un año más… ¿para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podría devolverme la pueril solemnidad de los días de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba cambió para mí la forma de los años». Los años ya no volverán a ser «aquella cinta desenrrollada que de enero ascendía a la primavera», luego al verano y finalmente subía hasta llegar al próximo Año Nuevo. Era aquel, el tiempo lento de los años juveniles… El espejo en que se mira, y al que le habla, no le devuelve ya a la adolescente que fue, pero continúa admirándola en la lejanía; sabe que ya nunca volverá a tener aquel orgullo, aquella arrogancia salvaje. Se conduele, y al mismo tiempo se consuela: «Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria». Finalmente, dirá: «Sigue el camino, tiéndete solo para morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme privilegiada…»
«Duerme privilegiada…» Sí, privilegiada, por haberse mantenido, fiel a aquella adolescente, por no haberla abandonado nunca.
Colette, también fue la mujer que voló en globo, en dirigible, en avión; la periodista que lamentaba no poder vestirse como los hombres porque así la policía no le pondría reparos para acercarse a la escena de un crimen; con el tiempo recibió el Premio Goncourt ,y en sus últimos años la hicieron miembro de la Academia.
Y así, mientras miro sus retratos, estas imágenes que ahora me ofrece Google, pienso: «Ahí está: «seria, seria; gata, gata», Colette, la vieja adolescente, fiel a sí misma.
Referencias: Las citas corresponden a los libros. Sido. Ediciones G. P., Barcelona, 1972, y Los zarcillos de la vid, Plaza & Janés, Barcelona, 1983.
Artículo publicado en El Cuaderno, febrero 2019.