jueves, 26 de diciembre de 2013
UN HOMBRE JUSTO
Por: Pilar Alberdi
Poco sabríamos de Sócrates (470 – 399 a. C.)si no fuera por Platón, su discípulo. Éste, además de mostrarnos a su maestro, dejó unas obras plagadas de sentimientos, por eso, después de leerlas, nos atrevemos a decir que los conocemos mejor a ambos, y que el resultado tendría que servirnos de ejemplo. Por estas vidas no pasa el tiempo.
Son tres las obras esenciales en las que Platón (427 – 347 a. C.) refiere los hechos que condujeron a Sócrates a la muerte. También podemos sumar algunos párrafos de el Critón, pero básicamente las más importantes son: Defensa de Sócrates, Fedón, y unas líneas de la Carta VII (Cartas).
Sinceramente, creo que deberían ser de lectura obligatoria en los estudios secundarios, también algunos libros que nos hablan de la Segunda Guerra Mundial. (Especialmente algunas últimas ediciones). Creo que quien pase por este tipo de lecturas, saldrá mejor persona, al ver lo que unos seres son capaces de hacer a otros. Por supuesto, si en mi mano estuviera, figurarían como materia transversal, dentro de una asignatura como ética o filosofía; no es que yo dude de las matemáticas, pero si a una estadística le sumamos una realidad, será mejor.
En La Defensa de Sócrates, éste ante los ciudadanos que van a juzgarle por asebeia (impiedad, no creencia en los dioses) muestra su sorpresa por la persuasión de que han sido capaces sus acusadores, tanta que indica que le ha faltado poco para olvidar que era a él, a quien estaban juzgando. Pero pronto aclara que de todas las mentiras que han salido de esas bocas, la de que deben estar prevenidos contra él, por ser buen orador, es la más ridícula.
El tribunal ante quien se defiende el filósofo (que no dejó obra escrita) es el de los heliastas. Podían ser jueces en dicho tribunal los ciudadanos mayores de 21 años que podían justificar dicho derecho, y del que estaban vetados los extranjeros, los esclavos y las mujeres.
Es importante resaltar el hecho de que Sócrates, en todo momento llamará «atenienses» a los que formaban el tribunal. Sólo al final del juicio, llamará «ciudadanos» a los que lo han condenado y «jueces» a los que lo han declarado inocente, porque han juzgado sin sentirse apremiados ni por la mayoría ni por razones de orden político.
La acusación la formularon Anito, Melito y Lycon. El primero, un representante de los magistrados y artesanos; el segundo, un poeta, según muchos historiadores, fracasado; y el tercero un orador.
Cuando Sócrates se refiere a los jóvenes que le siguen y que según la acusación pervertía (recordemos que tanto éste, como Platón o Aristóteles no censuraban la esclavitud sobre la que se levantaba la ciudad-estado), dice: «los jóvenes que espontáneamente me siguen, que son aquellos que tienen más tiempo libre, hijos de los ricos, gustan de oír a los que someto a interrogación, y aun ellos mismos me imitan con frecuencia y se dedican a preguntar a otros, y, en consecuencia, encuentran, según creo, un sinúmero de hombres que creen saber algo, pero saben poco o nada».
El filósofo es consciente de que con cada palabra que dice se granjea nuevos enemigos, pese a eso, les indica que si fue valiente en la Guerra del Peleponeso, y si supo mantenerse en el puesto que le indicaron sus jefes, no está dispuesto a pedir piedad como ha visto hacer a otros. También les explica que no teme a la muerte, que temerla demostraría no ser sabio y que de lo que un hombre debe preocuparse es de cuidar su alma, convencido como estaba de que: «no nace la virtud de la fortuna», y añade que si miran hacia su vida privada y pública, sólo podrán observar «un hombre que jamás transigió con nadie en nada que fuese contrario a la justicia».
Declarado culpable, en este tipo de juicios, se le daba al acusado el derecho de decir que castigo consideraba justo para él. Sócrates, les dice que si hay algún castigo que él cree merecer por todo lo que ha hecho en su vida, es ser mantenido como un héroe a costa de la ciudad. Con esta negación a aceptarse culpable, lo que con seguridad le hubiese facilitado el destierro, tras una nueva votación, fue condenado a muerte.
Este libro, Defensa de Sócrates de Platón, en que hemos podido ver cómo se desarrolló el juicio, se completa con el Fedón del mismo autor que nos permite observar lo que sucedió antes de tomar el veneno que le conduciría a la muerte. El filósofo está junto a sus discípulos esperando que le traigan la copa de cicuta. En ese momento, intenta explicarles que la vida de los filósofos es de por sí, un poco como las de los moribundos, que intentan poner su vida siempre en orden, puesto que constantemente están vigilantes de sí mismos, y da a los suyos, las últimas razones de por qué no podía aceptar ser condenado al destierro como lo fueron otros grandes filósofos, Protágoras por ejemplo, o con posterioridad Aristóteles. Es la ley y él está dispuesto a aceptarla, aunque esa ley permitiese una injusticia, convencido de que esa aceptación mostraría la verdad. Si se le acusaba de impiedad, es en este libro donde él, que se define tan «razonable» y así lo dice, da por aceptado que tiene que haber algo más tras la llegada de la muerte y que si no lo hay, el sólo sentido de que hubiera una justicia superior merecía su acto y cualquier comportamiento digno.
Finalmente, es en la Carta VII de Platón, dirigida a los amigos de Dion de Siracusa, en donde aparece en unas pocas líneas uno de los posibles motivos por los que realmente fue condenado Sócrates. Durante la Tiranía de los Treinta, este gobierno intentaba y, parece que siempre lo conseguía, implicar a los ciudadanos en sus asesinatos. Para ello les daban ordenes de ir a buscar a algún ciudadano y de matarlo. También Sócrates, junto a otros tres ciudadanos recibió una orden de ese tipo, pero en vez de salir de la ciudad con sus compañeros de misión, se dirigió a su casa consciente de que aquel acto le podía llevar a la muerte.
Sócrates, fue el hombre que dijo a sus discípulos poco antes de morir que «el bien es lo que ata todas las cosas».
Bibliografía:
Lercio, Diógenes. Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos ilustres. Tomos I y II. Ediciones Teorema. Buenos Aires, 1985.
Platón. Defensa de Sócrates. Traducción, prólogo y notas de Fransico García Yagüe. Aguilar. Madrid, 2003.
Platón. Fedón.Traducción, prólogo y notas de Luis Gil.Aguilar. Buenos Aires, 1973.
Platón. Cartas. Carta VII. Tomo 11. Medina y Navarro. Madrid, 1872. Internet. http://www.filosofia.org/cla/pla/azf11273.htm
Imagen:
Fotograma de la película Sócrates de Alberto Rosellini.
viernes, 13 de diciembre de 2013
«EL PRINCIPIO ESPERANZA» de Ernst Bloch.
Reseña: Pilar Alberdi
«¿Quién somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué esperamos? ¿Qué nos espera? (…) Se trata de aprender la esperanza». Así comienza el primer libro de El principio Esperanza de Ernst Bloch (1885-1997). En su clase inaugural en la Universidad de Tubinga, allá por 1961, preguntó: «¿Puede desilusionarnos la esperanza» Y contestó: «Claro que sí, esto sucede con facilidad», es decir, es propio de la esperanza. Y tiene sentido. «El efecto de la esperanza sale de sí, da amplitud a los hombres en lugar de angostarlos, nunca puede saber bastante de lo que les da intención hacia el interior y de lo que puede aliarse con ellos hacia el exterior. El trabajo de este efecto exige hombres que se entreguen activamente al proceso del devenir al que ellos mismo pertenecen». Y se podría añadir: aunque no estén presentes luego, ya que eso, también forma parte de lo que vendrá después.
Ernst Bloch escribió El principio Esperanza, entre los años 1938 a 1947. Se compone de tres obras de las que realizó dos nuevas revisiones en 1953 y 59. Supone, por tanto, que los ensayos que se incluyen, responden a temas variados (religión, política, filosofía, arte, literatura, psicoanálisis, mitología, guerras mundiales, sociedad...). El estilo, también se muestra variado por el paso del tiempo, aunque no así, el propósito inicial, que fue el de investigar la «utopía», palabra creada por Tomás Moro, para su libro Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía. La obra fue publicada en 1516. ¿Resultará extraño que aquella sociedad no se pareciese a las europeas, que existiese en ella la propiedad común, y se ejerciese el voto? La obra consigna referencias claramente griegas, cercanas quizá a aquel «límite de la pobreza» que representaba una parcela de tierra para cada uno de los ciudadanos y que Platón instituía en la sociedad ideal de su obra Leyes. Una obra más serena que su juvenil República, aunque ambas sociedades se sostuviesen sobre el trabajo de los esclavos.
El autor critica al mundo que critica la utopía como algo irrealizable, cuando resulta claro que nuestra vida está plagada de castillos en el aire, siempre necesarios para levantar los verdaderos. La utopía como un ideal para mejorar la sociedad, la persona. Como antítesis de la utopía, Bloch, nos presenta la nada. Ese vacío que conocemos bien cuando nos faltan motivos para seguir adelante, metas por cumplir, y cuando todo lo que nos rodea parece inmodificable. Sin embargo, en un momento dado aparece otra vez el deseo, la esperanza e incluso, por qué no, hasta la utopía de un mundo mejor.
Dice Bloch: «La mayoría de los hombres son demasiado cobardes para el mal, demasiado débiles para el bien». Entonces vemos surgir esa gris medianía, tantas veces impuesta desde el poder... Una medianía acomodaticia, consensuadora para que nada cambie, y contra la que han luchado siempre individuos con las ideas claras, es decir con la ética suficiente para imponerse a la conveniencia. Se me ocurren varios nombres, seguro que a ustedes también.
Hablo en presente porque, creo yo, que los autores siguen vivos en su palabra. Y de este modo continuaré. A Bloch le preocupa: el hombre que no tiene conciencia de clase, el que no comprende que si es pobre, salvo excepciones, pasará la misma posición a su descendencia. El rico, nos comenta con gran acierto, como puede cumplir la mayoría de sus deseos, cuando va a un restaurante mira el lado izquierdo de la carta, aquel, en donde se cita el plato que puede degustar, pongamos por caso, una langosta; mientras que el pobre, antes de poder decidir, mirará el lado derecho del menú, aquel en donde aparece el precio.
La suya es una interpretación marxista. En sus últimos años cuando observa la sociedad en que vive, le preocupa «el anciano, con el que el mundo capitalista no sabe qué hacer», y dice con palabras claras: «Los negocios capitalistas solo pueden llevarse a cabo si la conciencia de sus víctimas es adormecida en las horas de solaz». Es algo que estamos viviendo en Europa; especialmente en algunos países. De repente, se nos secuestró el llamado «Estado de Bienestar». Y, ahora, estamos despertando. Si buscábamos razones, poco a poco, aparecen.
Lo curioso del deseo como función de la esperanza es que también incluye lo que ni siquiera podemos cambiar, por ejemplo, que mañana haga buen tiempo. O que lo haga el fin de semana, o que llegue alguien de visita, o que nos suban el sueldo. Y, esto que indica el autor es una verdad contundente, que desmonta el más absurdo racionalismo; vivimos con cientos de deseos, somos deseo.
El escritor no camina a solas con sus ideas. Se apoya en las de otros para refutarlas o consensuar, y busca esas zonas oscuras que han quedado sin aclarar, para poner allí, su punto de vista. Cita a Wichelm Meister («Los deseos son presentimientos de las capacidades que anidan en nosotros, precursores de aquello que seremos un día capaces de realizar»); a Hamann «¿Quién puede pretender, tener un concepto adecuado de lo presente sin saber de lo futuro? Lo futuro determina lo presente, y este determina lo pasado». Si miramos desde el futuro, seguramente vemos más claro. Al menos, podemos interpretar, dar un sentido.
A veces, el deseo, ni siquiera se parece al deseo que se alcanza. El escritor pone el ejemplo del rey Melenao, buscando a Elena de Troya, y cuando la encuentra en Egipto [el comentario original aparece en una obra de Eurípides], ésta le dice, que la que está en Troya es una especie de aparición o fantasma, y que la verdadera es ella, la que tiene ante sí, la que está en Egipto frente a él, pero Melenao no se conforma. Y es que, a veces, lo deseado, cuando se consigue, pierde un poco de su encanto. Pero, eso no impide que sigamos deseando.
¿Con qué me quedo de estos libros? Sin duda, con todo. Lo primero con la importancia de la esperanza y de su fundamento: el deseo. Y, por supuesto, con el convencimiento de que nada del futuro está fijo, lo estamos construyendo a cada instante, ahora mismo. Luchar por mantener vivo el deseo y la esperanza, ese debería ser uno de nuestros principales objetivos. Cuando nos faltan, sabemos, reconocemos que algo o alguien nos ha vencido. Que no se diga de nosotros, aquello que dijo Jean Pau, y que Bloch reproduce: «Como no habéis podido vivir vuestros bellos días tan bellamente como resplandecían después en el pasado o antes en la esperanza, preferís alargar el día sin ambos». No, de ningún modo, no hay que conformarse con alargar el día, ni permitir que aparezca tan gris; hay que hacerlo como lo hemos soñado, creernos merecedores de nuestras esperanzas, de lo contrario, ¿qué sentido tendría dar seres para la vida si esta no puede ser digna y hermosa? No permitamos que otros nos digan que nuestros sueños no son posibles. «La alegría es la aristocracia de la dicha. (…) El consejo de despreciar la dicha no proviene de los héroes, sino de los explotadores», de quienes quieren y ordenan que todo siga igual, porque a ellos les beneficia. Podríamos decir que la Historia es vieja, pero también, que no acabamos de aprenderla.
He disfrutado mucho con esta obra, está escrita, además, de una manera sencilla, sin deseo de ostentación de conocimientos, aunque el autor los tenga en alto grado, y he salido de ella con el convencimiento de haber estado con una persona que hizo su camino, acompañado de la esperanza; unas veces ilusionado, otras desencantado.
Para finalizar esta semblanza del autor y su obra, me gustaría resaltar un pasaje en que habla de la niñez, la adolescencia y la juventud. Vemos así, que el niño siempre quiere crecer, no ser niño; el adolescente desea escapar solo a una isla; y, poco después, ese mismo adolescente convertido en un joven, detesta la soledad y busca la compañía. No sigo, porque si ustedes son adultos, ya sabrán lo que desean en este momento.
A continuación dejo un pequeño párrafo, que he releído ya varias veces, y que me parece un compendio en miniatura de la belleza, pero también de una delicada comprensión del mundo. Aquí, brilla más el poeta que el filósofo, acaso el músico, que también lo fue; pero el uno sin el otro, no estarían completos. El primero, porque percibe lo instantáneo; el segundo, porque lo analiza. Afirma el autor: «Se desea aquello que los nombres hablan. El niño quiere ser cobrador o confitero». Y todo lo inalcanzable le llama la atención, por ejemplo, una mariposa: «algo incomprensiblemente multicolor vuela como mariposa. También las piedras viven, no se escapan de las manos, puede jugarse con ellas, y ellas juegan con uno». (...)«Quisiera que todo fuese así, decía un niño, y se refería a una canica que se había ido rodando, pero que le esperaba».
Quedémonos, pues, con esa idea de unidad con Todo, y con esa canica; única, especial, que igual que un deseo por cumplir, nos espera un poco más adelante.
Ediciones Trotta
miércoles, 11 de diciembre de 2013
lunes, 2 de diciembre de 2013
LA LUCHA POR EL DERECHO
Por: Pilar Alberdi
¿Quién ofende a España? Los que vulneran sus derechos, que no son precisamente el pueblo, al que se ha castigado con 500.000 desahucios en 5 años; la desindustrialización creciente; la falta de crédito pese a que se ha salvado de la quiebra a los bancos; la modificación de un artículo de la Constitución, el 135, por parte de los dos partidos mayoritarios, sin consentimiento ni conocimiento de la población con el fin de poner como garante de la deuda al Estado; los ajustes en el sistema de pensiones que solo empobrecen aún más a la población y aumentan la edad de jubilación, cuando hay un 58% de jóvenes sin trabajo, dentro de la colosal cifra de más de 6.000.000 de parados. En esta semana, que bien podríamos llamar de la Constitución, cuando los casos de corrupción no hacen sino aumentar; hay dudas sobre la división de poderes; la privatización de la sanidad ha mostrado la vulnerabilidad a la que quedamos expuestos, incluido el copago de medicamentos; la falta de ayuda para dependientes físicos o psíquicos; la nueva ley educativa, que ha sido impuesta con prepotencia; cuando pende sobre la sociedad una modificación del código penal, a través de la conocida como «ley antiprotestas», que no tiene justificación, salvo que otros sepan lo que todavía está por caer sobre España, y que nosotros aún desconocemos.
Hablan ya los periódicos extranjeros de que España se inclina hacia una «democracia autoritaria», pero ¿existe tal cosa? Recordemos por un momento el significado de las palabras: «démos» (pueblo), «krátos» (poder).
Preocupada como todos por las actuales circunstancias, por la grave crisis económica y de valores, por el más que amenazante futuro, ha querido la casualidad que me topase con un libro del jurista, Rudolf Von Ihering , titulado La lucha del derecho. No es un libro de hoy, lo publicó en 1872, y esto es en gran medida lo extraordinario, sigue vigente. En 1921, Leopoldo Alas «Clarín» y sus amigos, entre ellos, Alfredo Posada, quien se encargaría de traducirla, decidieron publicarla en España. No solo eran escritores, sino abogados que, aunque no ejercían la profesión, amaban el Derecho y padecían las consecuencias, la desmoralización, las mezquindades y la falta de ideales que condujo al Desastre del 98.
¿Qué dice el libro? Lo primero, que el pueblo que no lucha por sus derechos no merece tenerlos. «Quien se ve atacado en su derecho, debe resistir, este es un deber que tiene para consigo mismo». La razón: «Toda injusticia no es, por tanto, más que una acción arbitraria; es decir, un ataque contra la idea de derecho». Lo esencial de las frases precedentes podría quedar sintetizado en esta otra, en la que se da valor, a la lesión, al daño producido, a lo que cada cual siente en aquello que ha sido vulnerado, es algo que tiene que ver con los sentimientos, y, por tanto, muy difícil de evaluar. Exige más que una compensación económica, una reparación ética. Indica: «El grado de energía con el cual el sentimiento se levanta contra la lesión es, a nuestro modo de ver, una regla cierta para conocer hasta qué punto un individuo, una clase o un pueblo, sienten la necesidad del derecho».
A mí con leer estas frases me habría bastado para sentirme más que satisfecha por el contenido del libro, no en vano el autor alcanzó a ver en vida, 23 ediciones de su obra, y se le considera uno de los principales estudiosos del Derecho Europeo. Siento, y nunca mejor dicho, que una de las frases sublimes de este libro, es la siguiente: «la fuerza del derecho como la del amor descansa en el sentimiento», es decir, en no resignarse con la comodidad que implica no luchar. Un tema sobre el que el autor vuelve una y otra vez, porque si cada cual no lucha por esa lesión, que además de daño económico o de otro tipo, ha causado sufrimiento, el Derecho de todos disminuye.
Unas páginas después, el jurista razona, ateniéndose al Derecho Romano, que tan bien conoce, y que está en la base de todo el Derecho Europeo, el sentido de propiedad, lo que puede significar para unos y para otros. No siempre lo mismo. Para el agricultor, explica, que vive de su trabajo, estará relacionado con el mismo, por lo tanto tiene un valor casi sagrado. Y así fue desde la antigüedad. Pero cuando el sentido de propiedad deviene de lo recibido, de lo que se obtiene por otros medios, más turbios, más oscuros, nada transparentes, es ahí, en donde el autor se atreve a decir que frente a ese desvalor del verdadero sentido de propiedad, es decir cuando «la propiedad ha perdido su último resto de idea moral», gracias al trabajo propio que lo justificaría, como estaba claro para los agricultores o para los artesanos o para el pequeño comerciante; cuando la ganancia, el lucro, la avaricia teje redes imposibles de desvelar, el descontento de la gente, encontrará, sin duda, donde rebelarse, y en especial lo hará en las ciudades, porque es, precisamente allí, en donde menos puede conocerse el origen de la propiedad.
Su voz, por último, se eleva para decir «Cuando la arbitrariedad, la ilegalidad, osan levantar, afrentosa e impúdicamente su cabeza, se puede siempre reconocer en este signo, que los que están llamados a defender la ley no cumplen con su deber». Y vuelve a llamar la atención, no sobre la sociedad en general, sino sobre cada individuo: «No acusamos a la injusticia de suplantar el derecho, sino a éste que le deja obrar, porque si llegase el caso de clasificar, según la importancia estas dos máximas: “no cometas una injusticia” y “no sufras alguna”, se debería dar como primera regla, “no sufras ninguna injusticia”».
Me pregunto si, en nuestra sociedad, educamos a los niños bajo este precepto.
Por último, aunque podría extenderme más sobre esta obra, querría elevar desde aquí mi reconocimiento a las diversas plataformas que han hecho posible, durante estos años, que no olvidemos la parte que a cada uno y a todos nos corresponde en la defensa del Derecho, y sólo por citar a algunas: a la Plataforma de afectados por los desahucios (PAH); Plataforma de afectados por las preferentes; a las distintas organizaciones de usuarios de la Banca que han ayudado con sus indicaciones para solventar todo tipo de dudas y que se pudiese impugnar, entre otras condiciones, las «cláusulas suelo» de las hipotecas; a las distintas plataformas que han movido sus mareas de gente en a favor de la educación y la sanidad pública y, en fin, a todos los que han sentido que tenían que hacer algo y lo han hecho, y con su ejemplo han mostrado el camino a seguir.
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